¿De qué es juez?
Sí. De qué es juez.
Tobin miró hacia la lumbre. Eh, muchacho, dijo. Baja la voz. Te va a oír. Ese hombre tiene orejas de zorro.
XI
En las montañas - Un viejo efraín
El delaware raptado - La batida - Otra validación
En el barranco - Las ruinas - Keet Seel (Keet Seeclass="underline" en la lengua de los indios navajo, “vasijas rotas””. N. del T.) – El escarpe
Representaciones y cosas - El juez cuenta una historia
Un mulo perdido - Hoyas de mezcal
Escena nocturna con luna, flores, juez - La aldea
Glanton sobre cómo amansar animales
Camino estrecho.
Se adentraron en las montañas y el camino los llevó por bosques altos de pino, viento en los árboles, cantos aislados de pájaros. Los mulos sin herrar resbalaban en la hierba seca y las agujas de pino. Y en las cañadas azules de la ladera norte pequeños restos de nieve vieja. Siguieron los toboganes a través de un bosque de álamos temblones donde las hojas caídas parecían monedas doradas en la húmeda senda negra. Las frondas se agitaban como un mar de lentejuelas en los pálidos pasadizos y Glanton cogió una hoja por su pecíolo moviéndola como si fuera un pequeño abanico y la dejó caer y su perfección no se le escapó. Pasaron por un barranco estrecho donde las hojas estaban recubiertas de hielo y al atardecer cruzaron un puerto donde unas palomas salvajes se lanzaban en picado colándose por el paso a unos palmos del suelo, virando in extremis entre los caballos para precipitarse hacia el vacío azul de más abajo. Llegaron a un oscuro bosque de abeto y los pequeños ponis españoles aspiraron el aire enrarecido y al caer la noche justo cuando el caballo de Glanton estaba saltando un árbol caído un oso rubio y flaco surgió de la hondonada que había más allá y los miró erguido con sus empañados ojos porcinos.
El caballo de Glanton se engrifó y Glanton se pegó a los hombros del animal y sacó su pistola. Uno de los delaware iba justo detrás de él y el caballo que montaba estaba reculando y él trataba de enderezarlo dándole de puñetazos en la cabeza, y el oso giró hacia ellos su largo hocico en un gesto pasmado, a todas luces estupefacto, con algo asqueroso colgándole de la quijada y las fauces teñidas de sangre. Glanton disparó. La bala se incrustó en el pecho del oso y el oso se inclinó emitiendo un extraño gemido y agarró al delaware y lo levantó del caballo. Glanton disparó de nuevo al espeso collarín de piel en el momento en que el oso giraba sobre sí mismo y el hombre suspendido de las mandíbulas del animal los miró, pegada la mejilla a la jeta del oso y un brazo alrededor de su pescuezo como un tránsfuga loco en un gesto de retadora camaradería. Por todo el bosque una algazara de gritos y los golpes de los hombres tratando de someter a los caballos que chillaban. Glanton amartilló el arma por tercera vez cuando el oso giró con el indio colgándole de las fauces como un muñeco y pasó por encima de Glanton en un mar de pelo melífero manchado de sangre y un hedor a carroña y el olor a raíces de la propia bestia. El disparo sonó más y más fuerte, pequeño núcleo de metal que corría hacia los distantes cinturones de materia girando mudo hacia el oeste por encima de ellos. Sonaron varios escopetazos y la bestia se metió en el bosque con su rehén dando unos saltos horribles y se perdió de vista en la penumbra de los árboles.
Los delaware siguieron su pista durante tres días mientras el grupo avanzaba. El primer día vieron sangre y vieron donde e1 animal había parado a descansar y donde sus heridas habían restañado y al día siguiente siguieron las huellas dejadas en el mantillo de un bosque y al otro día el rastro era ya muy tenue y cruzaba una mesa alta y luego desaparecía. Buscaron algún indicio hasta que oscureció y durmieron en los desnudos pedernales y al día siguiente se levantaron y contemplaron aquella región salvaje y pedregosa que se extendía al norte. El oso había raptado a su congénere como una fiera de cuento de hadas y la tierra se los había tragado a ambos sin esperanza de rescate, de indulto. Fueron a por sus caballos y regresaron. En aquel elevado yermo solo se movía el viento. No dijeron nada. Eran hombres de otra época por más que tuvieran nombres cristianos y habían vivido toda su vida en una tierra virgen igual que sus padres antes que ellos. Habían aprendido a guerrear guerreando, generaciones perseguidas desde la costa atlántica a través de todo un continente, de las cenizas de Gnadenhutten a las praderas y de allí hasta las sangrientas tierras del oeste. Si bien el mundo albergaba muchos misterios, los límites de ese mundo no eran nada misteriosos, pues carecía de medida o lindero y contenía en él criaturas más horribles aún y hombres de otros colores y seres que ningún hombre había visto, sin embargo nada de ello más extraño de lo que sus propios corazones lo eran dentro de ellos, pese a toda la soledad y todas las fieras.
Encontraron la senda del grupo con la primera luz y al anochecer del día siguiente los habían alcanzado. El poni del guerrero ausente estaba ensillado con los caballos de repuesto y bajaron las alforjas y se repartieron sus pertenencias y ya nadie volvió a mencionar el nombre del desaparecido. Por la noche el juez fue a sentarse con ellos junto a la lumbre y les interrogó y dibujó un mapa en el suelo y lo examinó. Luego se puso de pie y lo borró con sus botas y por la mañana se pusieron todos en camino como si nada hubiera pasado.
El camino les llevó entre robles y encinas enanos y por un terreno pedregoso en las vetas de cuyas pendientes crecían árboles negros. Cabalgaron a pleno sol entre la hierba alta y por la tarde llegaron a una escarpa que tal parecía el margen del mundo conocido. Hacia el nordeste la llanura de San Agustín llameaba en la luz cada vez más pálida, la tierra silenciosa difuminándose en su larga curvatura bajo el telar de humo de los depósitos subterráneos de carbón que ardían allí desde hacía mil años. Los caballos recorrieron cautelosos el filo de la escarpa y los jinetes miraron con variadas expresiones aquella tierra vetusta y desnuda.
En días sucesivos atravesarían una región en donde las piedras podían asarte la carne de las manos y donde todo era roca. Cabalgaron en estrecha enfilada por una senda que era una alfombra de bolas de excrementos de cabra secos y cabalgaron apartando la cara de la pared de roca y del aire abrasador que despedía, estarcidas en la piedra las encorvadas siluetas negras de los montadores con una definición a la vez austera e implacable como formas capaces de violar su convenio con la carne que las había creado y continuar autónomas su camino sobre la roca desnuda sin encomendarse a sol, hombre ni dios.
Descendieron de aquella región por una profunda garganta, repiqueteando sobre las piedras, claros de fresca sombra azul. En la arena reseca del lecho del arroyo huesos viejos y restos de vasijas pintadas y grabados en la roca sobre sus cabezas pictogramas de caballos y pumas y tortugas y españoles a caballo con casco y adarga y desdeñosos de la piedra y del silencio y hasta del tiempo. Alojados en grietas y fallas un centenar de metros más arriba había nidos de paja y echazones de inundaciones antiguas y los jinetes oyeron el murmullo del trueno en la anónima lejanía y prestaron atención al estrecho pedazo de cielo que veían en espera de que una repentina oscuridad anunciara lluvia inminente, zigzagueando entre los prietos flancos del cañón, las piedras blancas de cuyo río seco eran redondas y lisas como huevos arcanos.
Acamparon aquella noche en las ruinas de una cultura antigua, un pequeño valle donde había un cauce de agua clara y buena hierba de montaña. Las viviendas de barro y piedra quedaban tapiadas por un peñasco que sobresalía sobre ellas y todo el valle estaba surcado por restos de viejas acequias. En la arena suelta había multitud de fragmentos de cerámica y trozos de madera renegridos y huellas de venados y otros animales lo cruzaban y volvían a cruzar en todas direcciones.