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El juez recorrió las ruinas al atardecer. Las antiguas habitaciones estaban aún negras de humo de leña y entre las cenizas y las mazorcas secas había viejos pedernales y cacharros rotos. Varias escalas podridas de madera apoyadas aún en las paredes de las viviendas. Vagó por los kivas (kivas: aposentos grandes, normalmente usbterráneos, utilizados para ceremonias religiosas en ciertas aldeas indias. N. del T.) recogiendo pequeños artefactos y luego se sentó en un muro alto y estuvo escribiendo en su cuaderno hasta que oscureció.

La luna se elevó llena sobre el cañón y un silencio absoluto reinó en el pequeño valle. Tal vez eran sus propias sombras lo que mantenía alejados a los coyotes, pues no se los oía, como tampoco se oía viento ni pájaros en aquel paraje, tan solo el correr del riachuelo por la arena allí donde terminaba el trecho iluminado por las lumbres.

A lo largo del día el juez había hecho varias incursiones a las rocas de la garganta por la que habían pasado y ahora acababa de extender en el suelo parte de un toldo de carro y estaba clasificando sus hallazgos y ordenándolos frente a la lumbre. En su regazo tenía el cuaderno de piel y fue cogiendo cada cosa, pedernal o cerámica o herramienta o hueso, y dibujándolos aplicadamente en su libro. Dibujaba con gran naturalidad y no se le vio arrugar aquella frente pelada ni fruncir aquellos labios extrañamente infantiles. Las yemas de sus dedos recorrieron el contorno de un mimbre antiguo adherido a un fragmento de arcilla cocida y lo plasmó también en su cuaderno con bonitos sombreados y gran economía de trazos. Es dibujante como es otras muchas cosas, y su destreza queda siempre en evidencia. De vez en cuando dirige la vista al fuego o a sus compañeros de armas o a la noche. Para terminar colocó ante él el escarpe de una armadura fabricada en algún taller de Toledo tres siglos atrás, un pequeño tapadero metálico frágil y comido por el verdín. De esto hizo el juez un croquis de perfil y en perspectiva, rotulando las dimensiones con su pulcra letra, haciendo anotaciones al margen.

Glanton le observaba. Cuando hubo terminado cogió el escarpe y lo examinó una vez más atentamente y luego hizo con él una pelota de chapa y lo arrojó al fuego. Reunió los otros artefactos y los lanzó también a las llamas y sacudió el toldo y lo guardó doblado junto con el cuaderno entre sus bártulos. Luego se sentó con las manos ahuecadas en el regazo y aparentemente satisfecho con el mundo, como si se le hubiera consultado a él en el momento de su creación.

Un tal Webster oriundo de Tennessee había estado mirando al juez y le preguntó qué se proponía hacer con todas aquellas notas y bocetos y el juez sonrió y le dijo que su intención era borrarlo todo de la memoria del género humano. Webster sonrió y el juez soltó una carcajada. Webster le miró de soslayo y dijo: Está claro que alguna vez has sido dibujante, esos dibujos se parecen bastante al original. Pero nadie puede meter todo el mundo dentro de un libro. Como tampoco nada de lo que sale dibujado en un libro es como aparece.

Bien dicho, Marcus, le espetó el juez.

Pero a mí no me dibujes, dijo Webster. Yo no quiero estar en tu libro.

El mío o el de cualquier otro, dijo el juez. Lo que ha de ser no se desvía ni una pizca del libro en que está escrito. ¿Cómo podría? Sería un libro falso, y un libro falso no es libro ni es nada.

Eres muy diestro planteando enigmas y no voy a medirme contigo a palabras. Pero procura que mi abollada jeta no aparezca en ese cuaderno porque no me gustaría que lo fueras enseñando a desconocidos.

El juez sonrió. Esté o no esté en mi libro, cada hombre reside temporalmente en su prójimo y este en aquel y así sucesivamente en una infinita cadena de ser y de testigo hasta los más remotos confines del mundo.

Prefiero ser yo mi propio testigo, dijo Webster, pero los demás habían empezado ya a echarle en cara su engreimiento, y además quién quería ver su maldito retrato y acaso pensaba que habría peleas para verlo el día que lo descubrieran y que quizá acabarían embreando el retrato a falta del original. Hasta que el juez levantó la mano y pidió una tregua y les dijo que los sentimientos de Webster iban por otro camino, que no estaban motivados por la vanidad y que una vez había retratado a un viejo indio hueco sin darse cuenta de que así encadenaba al hombre a su propia representación. Y es que no podía dormir por miedo a que un enemigo se llevara el retrato y lo desfigurara y tan fiel era el retrato que no soportaba la idea de que alguien lo arrugara o se lo pudiera tocar y atravesó con él el desierto en busca del paradero del juez y le pidió consejo sobre cómo preservar aquel objeto y el juez se lo llevó a las montañas y enterraron el retrato en el fondo de una cueva donde todavía debía de estar, que eluez supiera.

Webster escupió al oír aquello y se secó la boca y observó de nuevo al juez. Ese hombre, dijo, no era más que un salvaje ignorante y pagano.

En efecto, dijo el juez.

No es mi caso.

Excelente, dijo el juez, alcanzando su portamanteo. Entonces no te importa que te dibuje…

Me niego a posar para un retrato, dijo Webster. Pero no es lo que tú dices.

La compañía guardaba silencio. Alguien se levantó para avivar el fuego y la luna subió y se hizo pequeña sobre las ruinas y el riachuelo que entreveraba la arena en el lecho del valle brilló como el metal forjado y salvo el sonido que aquel producía no se oía nada más.

Juez, ¿cómo eran los indios de estos andurriales?

El juez levantó la vista.

Indios muertos diría yo. ¿Y tú, juez?

No tan muertos.

Como albañiles no eran del todo malos. Los salvajes que ahora viven por estos pagos no tienen ni idea.

No tan muertos, repitió el juez. Luego les contó otra historia y es la que sigue.

En la región occidental de los Alleghanys, cuando todavía era una tierra virgen, vivía hace años un hombre que tenía una guarnicionería al pie de la carretera federal. Su oficio era guarnicionero y de ahí el taller, mas apenas le sacaba partido, ya que por aquel pasaje pasaban pocos viajeros a caballo. Tan es así que adoptó la costumbre de disfrazarse de indio y apostarse unos kilómetros más arriba de su taller esperando a que pasara algún transeúnte para pedirle dinero. Hasta entonces nunca había hecho daño a nadie.

Un día acertó a pasar un hombre y el guarnicionero salió de detrás de un árbol con sus abalorios y sus plumas y le pidió unas monedas. El hombre era joven y se negó y adivinando que el guarnicionero era blanco le habló de un modo que hizo enrojecer de vergüenza al falso indio hasta el punto de que invitó al joven a que lo acompañara hasta su casa.

El guarnicionero vivía en una cabaña de madera que había construido él mismo y tenía esposa y dos hijos todos los cuales le tenían por loco y solo esperaban la oportunidad de huir de él y de aquel paraje inhóspito adonde los había llevado. Así que acogieron con agrado al huésped y la mujer le dio de cenar. Pero mientras comía, el viejo empezó a insistir otra vez para sacarle algún dinero y dijo que eran pobres como en efecto lo eran y el viajero le escuchó y luego sacó dos monedas que el viejo no había visto jamás y el viejo las cogió y las examinó y se las enseñó a su hijo varón y el joven terminó de cenar y le dijo que podía quedarse con las dos.

Pero la ingratitud abunda más de lo que os imagináis y, como no estaba satisfecho, el guarnicionero empezó a preguntarle si no tendría por casualidad otra moneda de aquellas para su esposa. El viajero apartó su plato y se encaró al viejo y le soltó un discurso y en aquel discurso el viejo oyó cosas que ya sabía pero había olvidado y oyó cosas nuevas que ligaban con las primeras. El viajero concluyó diciéndole al viejo que estaba perdido tanto para Dios como para los hombres y que no dejaría de estarlo mientras no aceptara a su hermano en su corazón como si fuera él mismo y no acudiera en auxilio de sus semejantes en algún lugar desértico del ancho mundo.