Mientras terminaba su alocución pasó por el camino un negro tirando de un coche fúnebre que transportaba a uno de su raza y el coche estaba pintado de rosa y el negro iba vestido con prendas de colores como un payaso de feria y el joven señaló a aquel negro que pasaba y dijo que incluso un negro tan negro…
Aquí el juez hizo una pausa. Había estado mirando fijamente la lumbre y levantó la cabeza y echó una ojeada en derredor. Su narración tenía mucho de recital. No había perdido el hilo de su relato. Sonrió a los que le estaban escuchando.
Dijo que incluso un maldito negro como aquel no era menos hombre entre los hombres. Y entonces el hijo del guarnicionero se levantó y se puso a orar, señalando hacia el camino y reclamando que se le hiciera un sitio al negro. Con estas palabras. Que se le hiciera un sitio. Como es natural, a estas alturas negro y coche fúnebre habían pasado de largo.
Ante esto el viejo se arrepintió de nuevo y juró que el muchacho tenía razón y la madre que estaba junto a la lumbre no daba crédito a sus oídos y cuando el viajero anunció que había llegado el momento de partir ella tenía lágrimas en los ojos y la niña salió de detrás de la cama y se agarró a las piernas del joven.
El viejo se brindó a acompañarlo un trecho para desearle buen viaje y asesorarle sobre cuál dirección tomar y cuál no, pues apenas había postes indicadores en aquella parte del mundo.
Por el camino le habló de la vida en aquel lugar salvaje donde uno veía a gente a la que no volvía a ver nunca más y en esas llegaron al cruce y allí el viajero le dijo al viejo que ya le había acompañado bastante y le dio las gracias y se despidieron el uno del otro y el desconocido siguió su camino. Pero el guarnicionero parecía incapaz de resignarse a perder su compañía y le llamó y le acompañó un trecho más. Y al poco rato llegaron a un lugar donde el camino atravesaba un frondoso bosque y en aquel lugar sombrío el viejo mató al viajero. Le mató con una piedra y le cogió la ropa y el reloj y el dinero y lo enterró junto al camino en una tumba poco honda. Luego volvió a su casa.
De camino se desgarró la ropa y se hizo sangre con un pedernal y le explicó a su mujer que unos ladrones los habían asaltado y que habían asesinado al viajero y solamente él había podido escapar. La mujer rompió a llorar y al cabo de un rato hizo que la llevara al lugar de los hechos y cogió unas primaveras silvestres que allí cecían en abundancia y las puso sobre la tumba y volvió muchas veces a aquel paraje hasta que ya no pudo andar.
El guarnicionero vivió para ver crecido a su hijo y nunca más volvió a hacer daño a nadie. En su lecho de muerte le llamó y le contó lo que había hecho. Y el hijo dijo que le perdonaba si es que a él le correspondía hacerlo y el viejo dijo que así era y luego murió.
Pero el joven no lo lamentó pues estaba celoso del muerto y antes de marcharse fue a visitar la tumba y retiró las piedras y sacó los huesos y los esparció por el bosque y luego se fue. Se fue al oeste y él mismo se convertiría en un asesino.
La vieja aún vivía por entonces y como no tenía conocimiento de lo que había pasado pensó que los animales salvajes habrían desenterrado los huesos dejándolos esparcidos por allí. Puede que no encontrara todos los huesos pero los que sí encontró los devolvió a la sepultura y luego los cubrió y apiló las piedras encima y siguió llevando flores a aquel lugar. Siendo ya muy vieja decía a la gente que el que estaba allí enterrado era su hijo y para entonces tal vez era así.
Aquí el juez levantó la vista, risueño. Se produjo un silencio y en seguida empezaron todos a expresar a gritos sus discrepancias.
No era guarnicionero sino zapatero, gritó uno, y al final se demostró que él no lo había hecho.
Y otro: No vivía en ningún despoblado, tenía un taller en el centro mismo de Cumberland, Maryland.
Nunca se supo de quién eran aquellos huesos. La vieja estaba loca, eso lo sabía todo quisque.
El del ataúd era hermano mío y trabajaba con una troupe de comediantes de Cincinnati, Ohio, y lo mataron de un tiro por una mujer.
Y así sucesivamente hasta que el juez levantó las dos manos reclamando silencio. Un momento, dijo. Esta historia tiene un corolario. A aquel viajero cuyos huesos ya nos son familiares le esperaba una joven esposa que estaba gestando un hijo del viajero. Pues bien, ese hijo, la existencia de cuyo padre en este mundo es histórica e hipotética ya antes de que el hijo vea la luz, va por el mal camino. Toda su vida llevará ante sí el ídolo de una perfección que jamás podrá alcanzar. El padre fallecido le deja sin patrimonio, pues es sobre la muerte del padre sobre lo que el hijo tiene derechos y esa es su herencia, mucho más que sus bienes. No llegará a conocer las mezquindades que templaron al hombre en vida. No le verá bregar con quimeras de cosecha propia. No. El mundo que hereda da al hijo un testimonio falso. Es un hombre arruinado por un dios yerto y nunca encontrará su propio camino.
Lo que es verdad de un hombre, dijo el juez, es verdad de muchos. Los antiguos pobladores de esta región se llamaban anasazis. Abandonaron esta tierra hostigados por la sequía o la enfermedad o las bandas de forajidos, abandonaron estos parajes hace siglos y no queda constancia de ellos. Existen en esta tierra como rumores o fantasmas y se los venera mucho. Los utensilios, el arte, los edificios: estas cosas son la condenación de las razas posteriores. Pero no hay nada a lo que estas puedan agarrarse. Los antiguos desaparecieron como fantasmas y ahora los salvajes rondan por estos cañones al son de antiguas risas. En sus chozos escuchan a oscuras el miedo que se va filtrando de las rocas. Toda progresión de un orden superior a uno inferior está jalonada por las ruinas y el misterio y por un vestigio de rabia sin nombre. Bien. He aquí a los padres muertos. Su espíritu está enterrado en la piedra. Yace sobre esta tierra con el mismo peso y la misma ubicuidad. Pues quienquiera que construye un refugio con cañas y pieles de animal se suma en espíritu al destino colectivo de las bestias y volverá al barro primordial sin apenas un grito. Pero quien construye con piedra busca alterar la estructura del universo y así ocurrió con estos albañiles por más primitivas que puedan parecernos sus construcciones.
Nadie decía nada. El juez estaba medio desnudo y sudaba pese a que la noche era fría. Finalmente el ex cura Tobin levantó la vista.
A mí me parece, dijo, que tanto un hijo como otro están a la par en cuanto a desventajas. Por tanto, ¿cómo hay que criar a un hijo?
A edad temprana, dijo el juez, deberían encerrarlos en un foso con perros salvajes. Deberían obligarlos a descifrar mediante las oportunas pistas cuál de tres puertas no guarda leones salvajes. Deberían hacerlos correr desnudos por el desierto hasta que…
Ya basta, dijo Tobin. He formulado la pregunta con la máxima seriedad.
Y yo la respuesta, dijo el juez. Si Dios pretendiera interferir en la degeneración del género humano, ¿no lo habría hecho ya? Los lobos se matan selectivamente. ¿Qué otra especie podría hacerlo? ¿Acaso la raza humana no es más depredadora aún? El mundo nace y florece y muere pero en los asuntos de los hombres no hay mengua, el mediodía de su expresión señala el inicio de la noche. Su espíritu cae rendido en el apogeo de sus logros. Su meridiano es a un tiempo su declive y la tarde de su día. ¿Le gusta el juego? Muy bien, pues que apueste algo. Esto que ves aquí, estas ruinas que tanto asombran a las tribus de salvajes, ¿no crees que volverán a existir algún día? Sí. Y otro más. Con otras personas, otros hijos.
El juez echó una ojeada a su alrededor. Estaba sentado frente a la lumbre sin otra cosa que el pantalón y tenía las palmas de las manos apoyadas en las rodillas. Sus ojos eran dos rendijas vacías. Nadie en la compañía tenía la menor idea de lo que implicaba su manera de estar sentado, pero se parecía tanto a un icono que todos mostraron cautela y hablaron circunspectos entre ellos como si temieran despertar a algo que era preferible mantener dormido.