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Al día siguiente perdieron un mulo mientras cabalgaban de anochecida por la cornisa occidental. El mulo resbaló por la pared del cañón y lo que llevaba en los cuévanos explotó sin sonido en el aire seco y sofocante y el mulo cayó a sol y a sombra, girando en el vacío hasta perderse de vista en una sima de espacio azul que lo eximió para siempre de la memoria de todos aquellos seres vivos que existen. Glanton descansó sin desmontar y contempló la profundidad adamantina que se abría a sus pies. Un cuervo había echado a volar desde los riscos y giraba y graznaba. En la luz aguda la pared de roca viva mostraba extraños contornos y los jinetes se veían muy pequeños sobre el promontorio incluso para sus propios ojos. Glanton miró brevemente hacia lo alto, como si en aquel perfecto cielo de porcelana hubiera algo que indagar, y luego arreó a su caballo chascando la lengua.

Cruzando las mesas altas en días sucesivos empezaron a encontrar hoyos calcinados en el suelo allí donde los indios habían cocido mezcal y pasaron por extraños bosques de maguey -el aloe o pita- con inmensos tallos en flor que medían más de diez metros de alto. Cuando ensillaban los caballos al amanecer escrutaban las pálidas montañas al norte y oeste por si había rastro de humo. No lo había. Los batidores habrían partido antes de que el sol empezara a salir y no regresarían hasta la noche, guiándose en el descoordenado desierto por la pálida luz de las estrellas o en la negrura más absoluta donde la compañía descansaba entre las rocas sin lumbre ni pan ni camaradería como una pandilla de simios. Acuclillados en silencio comiendo carne cruda que los delaware habían matado con flechas en el llano y durmiendo entre los huesos. Una luna en forma de lóbulo salvó el perfil negro de las montañas y difuminó las estrellas por el este y en la cresta más cercana los blancos capullos de unas yucas bailaron al viento y por la noche llegaron murciélagos de algún infierno del mundo y agitando sus alas membranosas como oscuros colibríes satánicos libaron la boca de dichas flores. Un poco más lejos y ligeramente elevado sobre un resalto de piedra arenisca estaba el juez, pálido y desnudo. Levantó una mano y los murciélagos se retiraron confusos y bajó la mano y siguió como estaba y poco después vinieron a chupar el néctar otra vez.

Glanton no estaba dispuesto a dar marcha atrás. Sus cálculos respecto al enemigo incluían toda clase de dobleces. Siempre hablaba de emboscadas. Incluso él, siendo tan orgulloso, no acababa de creerse que un grupo de diecinueve hombres hubiera ahuyentado a todo ser humano de un área de veinticinco mil kilómetros cuadrados. Cuando dos días después los batidores regresaron una tarde e informaron de que habían visto los poblados apaches abandonados Glanton no quiso correr riesgos. Acamparon en la mesa y encendieron fuegos para despistar y pasaron la noche con los rifles a punto tumbados en aquel brezal abrupto. Por la mañana fueron a por los caballos y descendieron a un valle donde se veían algunas chozas de cañas y restos de viejas lumbres. Echaron pie a tierra y registraron los chamizos, frágiles estructuras hechas de arbolejos y hierbas hundidos en el suelo y curvados en su parte superior para darles una forma abovedada, encima de los cuales quedaban trozos de piel o mantas viejas. Por todo el suelo había huesos y fragmentos de pedernal o de cuarcita y encontraron trozos de vasijas y cestas viejas y morteros de piedra rotos y pilas de vainas secas de mezquite y una muñeca de paja y un primitivo violín de una sola cuerda que estaba aplastado y un pedazo de collar hecho de pepitas de melón.

La puerta de los chamizos les llegaba a la cintura y miraba al este y pocas de aquellas viviendas eran lo bastante altas para poder estar de pie dentro. El último chamizo que Glanton y David Brown registraron estaba defendido por un perro grande y bravío. Brown desenfundó su pistola pero Glanton le retuvo. Dobló una rodilla y habló al animal. El perro se agazapó al fondo de la choza, enseñando los dientes y moviendo la cabeza de un lado a otro con las orejas pegadas al cráneo.

Te va a morder, dijo Brown.

Tráeme un trozo de cecina.

Se acuclilló y le habló al perro. El perro le observaba.

No querrás amansar a ese cabrón, dijo Brown.

Puedo amansar cualquier bicho que coma. Trae esa cecina.

Cuando Brown volvió con la carne seca el perro estaba lanzando nerviosas miradas. Al salir del cañón rumbo al oeste el perro trotaba cojeando un poco detrás del caballo de Glanton.

Dejaron atrás el valle siguiendo un viejo rastro en la piedra y cruzaron un puerto con los mulos encaramados como cabras a los bordes. Glanton guiaba a su caballo a pie y animaba a los otros a seguirle y aun así la noche les sorprendió en aquel paraje, escalonados a lo largo de una falla en la pared del congosto. Glanton los condujo sin dejar de maldecir a través de la más negra oscuridad pero el camino se había vuelto tan estrecho y el terreno tan traicionero que se vieron obligados a parar. Los delaware regresaron a pie tras haber dejado sus caballos en lo alto del paso, y Glanton los amenazó con matarlos a todos si eran atacados en aquel sitio.

Pasaron la noche cada cual a los pies de su caballo entre dos fuertes desniveles, uno hacia las alturas y otro hacia el abismo. Glanton estaba sentado en cabeza de la columna con las pistolas delante. Observaba al perro. Reemprendieron la marcha por la mañana y al poco rato encontraron al resto de los batidores y sus caballos y los mandaron de nuevo a explorar. No abandonaron las montañas en todo el día y si Glanton durmió nadie le vio hacerlo.

Los delaware calculaban que el pueblo había sido abandonado hacia diez días y que los gileños se habían dispersado en pequeños grupos hacia todas las direcciones posibles. No había camino que seguir. La compañía siguió adelante en fila india. Los batidores estuvieron ausentes durante dos días. Al tercero llegaron al campamento con sus caballos al borde de la muerte. Aquella mañana habían visto fuegos en lo alto de una mesa azulada a ochenta kilómetros en dirección sur.

XII

Cruzando la frontera - Tormentas

Hielo y relámpagos - Los argonautas asesinados

El azimut - Cita - Asambleas

La matanza de los gileños - Muerte de Juan Miguel

Cadáveres en el lago - El jefe - Un niño apache

En el desierto - Fuegos nocturnos - El virote

intervención quirúrgica - El juez corta una cabellera

Un hacendado – Gallego - Ciudad de Chihuahua.

Durante las dos semanas siguientes cabalgaron de noche y no encendieron fuego. Habían arrancado las herraduras a sus caballos y rellenado de arcilla los agujeros de los clavos, y los que aún tenían tabaco usaban sus petacas para escupir dentro y dormían en cuevas y directamente sobre la piedra. Hacían pasar a los caballos por las huellas dejadas al desmontar y enterraban sus heces como los gatos y apenas hablaban entre ellos. Cruzando en plena noche aquellos áridos escollos de grava se los veía inverosímiles y privados de sustancia. Una conjetura que se presiente en la oscuridad por el crujir de los cueros y el tintineo del metal.

Habían degollado a los animales de carga y repartido la carne después de secarla y viajaban al socaire de las montañas hacia una amplia llanura de sosa con truenos secos hacia el sur y rumores de luz. Bajo una luna gibosa caballo y jinete maneados a sus sombras sobre el terreno azul níveo y con cada centelleo a medida que la tormenta avanzaba aquellas mismas formas se alzaban detrás de ellos con horrible superfluidad como un tercer aspecto de su presencia extraído a martillo negro y salvaje en el ámbito desnudo. Siguieron adelante. Iban como hombres investidos de un propósito cuyo origen los precedía, como legatarios naturales de un orden a la vez imperativo y remoto. Pues aunque todos y cada uno de ellos eran distintos entre sí, conjuntamente formaban una cosa que no existía antes y había en aquella su alma comunitaria vacíos apenas concebibles, como esas regiones dejadas en blanco de los mapas antiguos en donde habitan monstruos y donde no hay del mundo conocido otra cosa que vientos conjeturales.