Cruzaron el del Norte y siguieron rumbo al sur hacia una región todavía más hostil. Se agazapaban todo el día como búhos bajo la tacaña sombra de las acacias y observaban el mundo que se tostaba a su alrededor. En el horizonte aparecieron tolvaneras como el humo de fuegos lejanos pero seres vivos no había ninguno. Observaban el sol en su redondel y al atardecer atravesaron la llanura ahora más fresca donde el cielo se teñía de sangre por el oeste. Llegados a un pozo en el desierto desmontaron y bebieron mano a mano con sus caballos y volvieron a montar y siguieron adelante. Los pequeños lobos del desierto aullaban en la oscuridad y el perro de Glanton trotaba bajo la panza del caballo, precisas como embastes sus pisadas entre los cascos.
Aquella noche sufrieron el azote de una plaga de granizo caída de un cielo sin mácula y los caballos se espantaron y gimieron y los hombres desmontaron y se acomodaron en el suelo con la cabeza cubierta por la silla de montar mientras los pedriscos saltaban en la arena como pequeños huevos lucientes urdidos por un alquimista en la oscuridad del desierto. Tras ensillar de nuevo los caballos y ponerse en camino recorrieron varios kilómetros de hielo empedrado mientras una luna polar aparecía cual ojo de gato ciego sobre el confín del mundo. Por la noche distinguieron las luces de un poblado en la llanura pero no cambiaron de rumbo.
Hacia la mañana divisaron fuegos en el horizonte. Glanton envió a los delaware. El lucero del alba ardía ya pálido en el este. A su regreso se reunieron con Glanton y el juez y los hermanos Brown y hablaron y gesticularon. Finalmente volvieron todos a montar y siguieron adelante.
Cinco carros humeaban en el lecho del desierto y los jinetes echaron pie a tierra y pasaron en silencio entre los cadáveres de los argonautas, aquellos buenos peregrinos anónimos entre las piedras con sus terribles heridas, las vísceras saliéndoles de los costados y sus torsos desnudos erizados de flechas. A juzgar por sus barbas algunos eran hombres y sin embargo tenían extrañas heridas menstruales entre las piernas sin que hubiera presencia de genitales masculinos pues estos les habían sido cortados y colgaban oscuros y extraños de sus bocas abiertas. Con aquellas pelucas ensangrentadas yacían mirando con ojos de mono al hermano sol que ahora salía por el este.
Los carros no eran más que rescoldos armados sobre las formas renegridas de las llantas y los ejes al rojo vivo temblaban en el lecho de las brasas. Los jinetes se acuclillaron frente al fuego e hirvieron agua y bebieron café y asaron carne y se tumbaron a dormir entre los muertos.
Cuando la compañía se puso en camino al anochecer siguieron como antes hacia el sur. Las huellas de los asesinos iban hacia el oeste pero eran hombres blancos que asaltaban a los viajeros en aquel desierto y enmascaraban su faena para que pareciera cosa de salvajes. Las ideas de azar y de destino obsesionan a quienes se embarcan en empresas temerarias. La senda de los argonautas terminaba como se ha dicho en cenizas y el ex cura preguntó si en la convergencia de dichos vectores en el susodicho desierto donde los corazones y el empeño de una nación pequeña han sido aniquilados y barridos por otra algunos no verían en eso la mano de un dios cínico que hubiera orquestado con semejante austeridad y semejante fingida sorpresa una concordancia tan letal. El envío de testigos por un tercer y distinto itinerario podía ser también interpretado en el sentido de un desafío a toda eventualidad, pero el juez, que se había adelantado en su caballo para reunirse con los que teorizaban, dijo que en todo aquello se manifestaba la naturaleza misma del testigo y que su proximidad no era una cosa tercera sino primordial, pues ¿se podía decir de algo que ocurriera sin haber sido observado?
Los delaware se adelantaron con la llegada del crepúsculo y el mexicano John McGill encabezaba la columna, apeándose de vez en cuando de su caballo para tumbarse boca abajo y buscar la silueta de los batidores en el desierto y montar de nuevo sin necesidad de detener a su caballo ni al resto de la compañía. Se movían como animales migratorios bajo una estrella a la deriva y las huellas que dejaban a su paso reflejaban en su leve encorvadura los movimientos de la tierra misma. Hacia el oeste los bancos de nubes descansaban sobre las montañas como la oscura urdimbre del firmamento y las constelaciones de las galaxias flotaban en un aura inmensa sobre las cabezas de los jinetes.
Dos mañanas después los delaware volvieron de su tempranero reconocimiento y explicaron que los gileños acampaban en la orilla de un lago poco profundo a menos de cuatro horas en dirección sur. Les acompañaban mujeres y niños y eran muchos. Cuando Glanton se levantó de aquella asamblea vagó solo por el desierto y estuvo largo rato contemplando la oscuridad de tierra adentro.
Se ocuparon del armamento, sacando las cargas de sus armas y volviéndolas a cargar. Hablaban entre ellos en voz baja pese a que el desierto los rodeaba como un gran plato árido que temblaba al calor. Por la tarde un destacamento se llevó los caballos a abrevar y los trajo de nuevo y al anochecer Glanton y sus lugartenientes fueron con los delaware a examinar la posición del enemigo.
Habían clavado un palo en el suelo de una cuesta al norte del campamento y cuando el ángulo de la Osa Mayor hubo tomado aquella misma inclinación Toadvine y el tasmanio pusieron a la compañía en movimiento y siguieron a los otros rumbo al sur atenazados por las cuerdas del más cruel destino.
Llegaron al extremo septentrional del lago en las frías horas previas al alba y se desviaron hacia la orilla. El agua era muy negra y a lo largo de la playa había un montante de espuma y pudieron oír a unos patos que parloteaban en el centro del lago. Los rescoldos de las fogatas estaban algo más abajo y formaban una curva abierta como las luces de un puerto en la lejanía. Frente a ellos en aquella orilla solitaria un solitario jinete descansaba sin desmontar. Era uno de los delaware y en silencio volvió grupas y todos le siguieron a campo abierto cruzando el breñal.
El grupo esperaba entre unos sauces como a medio kilómetro de las fogatas del enemigo. Habían cubierto las cabezas de sus caballos y las bestias encapuchadas aguardaban rígidas y ceremoniosas detrás de ellos. Los recién llegados desmontaron y encapucharon también a sus caballos y se sentaron en el suelo para escuchar a Glanton.
Tenemos una hora, tal vez más. Cuando entremos, cada cual a lo suyo. No dejéis ni a un perro con vida si podéis evitarlo.
¿Cuántos son ellos, John?
¿Has aprendido a susurrar en un aserradero?
Hay suficientes para todos, dijo el juez.
No malgastéis pólvora ni balas contra nada que no pueda disparar. Si no matamos a todos esos salvajes merecemos que nos azoten y nos manden de vuelta a casa.
En eso consistió toda la asamblea. La hora que siguió fue una hora muy larga. Guiaron a los caballos encapuchados hasta abajo y contemplaron el campamento, pero en realidad estaban atentos al horizonte por el lado este. Cantó un pájaro. Glanton se volvió hacia su caballo y le quitó la manta como un halconero en la alborada. Se había levantado viento y el caballo alzó la cabeza y olfateó el aire. Los otros hombres le imitaron, dejando las mantas allá donde caían. Montaron, pistola en mano, cachiporras de cuero y piedra de río en torno a las muñecas como accesorios de un primitivo juego ecuestre. Glanton los miró y luego metió piernas a su montura.