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Lo sacó al camino. Al pasar frente a la casa, la mujer fue hacia él sin hacer ruido con los pies. Cuando vio que ponía el pie en el estribo echó a correr. El chaval montó en la silla rota y arreó al mulo con un chasquido de la lengua. La mujer se detuvo en la verja y le vio partir. Él no miró atrás.

Al pasar de nuevo por el pueblo vio que el hotel estaba ardiendo y que alrededor había hombres mirando, algunos con cubos vacíos en la mano. Había otros montados a caballo observando las llamas y uno de ellos era el juez. Cuando el chaval pasó por su lado el juez volvió la cabeza y le miró. Hizo girar a su caballo, como si quisiera que el animal mirase también. Cuando el chaval miró hacia atrás el juez sonrió. El chaval aguijó al mulo y entre chapoteos dejaron atrás el viejo fuerte de piedra por el camino que iba hacia el oeste.

II

Por la pradera - Un ermitaño - Un corazón de negro

Noche de tormenta - Otra vez hacia el oeste

Los conductores de ganado - Su benevolencia

De vuelta a la cañada - La carreta mortuoria

San Antonio de Bexar - Una cantina mexicana

Otra pelea - La iglesia abandonada Muertos en la sacristía - En el vado

Bañándose en el río.

Son tiempos de mendigar, tiempos de robos. Días de cabalgar por donde no cabalga nadie salvo él. Ha dejado atrás una región de pinares y el sol declina ante él al fondo de una interminable hondonada y aquí la noche cae como un tronido y un viento crudo hace rechinar la maleza. De noche el cielo está tan salpicado de estrellas que apenas si queda un espacio negro y toda la noche caen dibujando curvas enconadas y aun así su número no decrece.

Se mantiene alejado del camino real por temor a los ciudadanos. Los pequeños lobos de la pradera se pasan la noche aullando y la madrugada le pilla en un barranco herboso adonde había ido buscando abrigo del viento. El mulo está maneado un poco más arriba y observa el este en busca de luz.

El sol que sale ese día es del color del acero. Su sombra a lomos del mulo se pierde en la lejanía. Lleva en la cabeza un sombrero que se ha hecho con hojas y las hojas se han agrietado al sol y parece un espantapájaros huido de un huerto.

Al atardecer sigue el rastro de una espiral de humo que sube oblicua de entre unas lomas y antes de caer la noche para frente al umbral de un viejo anacoreta que ha hecho su nido en el prado como un unau. Solitario, medio orate, sus ojos bordeados de rojo como encerrados en jaulas de alambres candentes. A pesar de todo, un cuerpo ponderable. Sin decir palabra vio bajar del mulo al chaval, muy envarado este. Soplaba un viento áspero y sus harapos flameaban.

He visto el humo, dijo el chaval. He pensado que podría darme un sorbo de agua.

El ermitaño se rascó la cochambrosa pelambrera y miró al suelo. Dio medio vuelta y entró en la cabaña. El chaval le siguió.

Dentro, oscuridad y un olor a tierra. Una pequeña lumbre ardía en el piso de tierra batida y el único mobiliario consistía en unas pieles amontonadas en un rincón. El viejo caminó en la penumbra, agachando la cabeza para salvar el techo bajo de ramas trenzadas y barro. Señaló al suelo donde había un cubo. El chaval se agachó y cogió la calabaza que flotaba allí y la sumergió y bebió un poco. El agua era salada, sulfurosa. Siguió bebiendo.

¿Cree que podría abrevar al mulo ahí fuera?

El viejo empezó a pegarse en la palma con el otro puño y miró extraviado en derredor.

Tendré mucho gusto en ir a buscar un poco de agua fresca. Solo dígame dónde.

¿Con qué piensas abrevarlo?

El chaval miró al cubo y echó una ojeada circular a la cabaña.

No pienso beber después de un mulo, dijo el ermitaño.

¿No tiene por ahí un balde viejo o algo?

No, exclamó el ermitaño. No tengo. Estaba aporreándose el pecho con los dos puños.

El chaval se incorporó y miró hacia la puerta. Buscaré algo, dijo. ¿Dónde está el pozo?

Colina arriba, sigue el sendero.

Está demasiado oscuro para ver nada.

Es un sendero ancho. Sigue tus pies. Sigue a tu mulo. Yo no puedo ir.

Salió de la cabaña y buscó al mulo pero el mulo no estaba. Hacia el sur restallaban relámpagos callados. Fue sendero arriba entre la maleza vapuleada por el viento y encontró al mulo junto al pozo.

Era un hoyo en la arena con piedras amontonadas alrededor. Un pedazo de pelleja seca por cobertura y una piedra para que el viento no la levantara. Había un balde de cuero crudo con un agarradero de cuero crudo y una cuerda de cuero grasiento. Había una piedra grande atada al agarradero para ayudar a que el balde se inclinara y se llenara de agua y el chaval lo bajó hasta que la cuerda quedó floja en su mano mientras el mulo miraba desde detrás.

Sacó tres cubos llenos y los sostuvo para que el mulo no derramara el agua y luego volvió a colocar la pelleja encima del pozo y se llevó al mulo sendero abajo hasta la cabaña.

Gracias por el agua, gritó.

El ermitaño apareció silueteado en la puerta. Quédate aquí, dijo.

No es necesario.

Será mejor. Va a haber tormenta.

¿Usted cree?

Lo creo y estoy seguro.

Bueno.

Tráete el catre. Trae tus cosas.

Aflojó las cinchas, y bajó la silla de montar y maneó al mulo, cada brazo con su pata trasera. Entró su petate. No había otra luz que la de la lumbre, junto a la cual el viejo estaba acuclillado a la manera de un sastre.

Donde quieras, tú mismo, dijo. ¿Dónde está tu silla?

El chaval señaló con el mentón.

No la dejes afuera o algo se te la comerá. Aquí se pasa hambre.

Salió y chocó con el mulo en la oscuridad. Estaba mirando a la lumbre desde la puerta.

Aparta, imbécil, dijo. Cogió la silla y volvió a entrar.

Ahora atranca esa puerta antes de que salgamos volando, dijo el viejo.

La puerta era un amasijo de tablas con goznes de cuero. La arrastró sobre el piso de tierra y la aseguró mediante su aldaba de cuero.

Veo que te has perdido, dijo el ermitaño.

No, lo he encontrado en seguida.

Agitó rápidamente la mano, el viejo. No, no, dijo. Me refiero a que te has perdido viniendo aquí. ¿Una tormenta de arena? ¿Te apartaste del camino por la noche? ¿Te perseguían los ladrones?

El muchacho meditó un momento. Sí, dijo. Creo que nos hemos apartado del camino.

Lo sabía.

¿Cuánto tiempo lleva en este sitio?

¿En dónde?

El chaval estaba sentado en su petate, al otro lado de la lumbre. Pues aquí, dijo.

El viejo no respondió. De pronto giró la cabeza hacia un lado y se agarró la nariz entre el pulgar y el índice y sopló sendos chorros de moco al suelo y se limpió los dedos en las costuras de sus pantalones. Soy de Misisipí. En tiempos fui negrero, no me importa decirlo. Gané mucho dinero. Y no me pillaron nunca. Solo que me harté de aquello. De los negros. Espera, te enseñaré una cosa.

Se puso a buscar entre las pieles y le pasó un pequeño objeto oscuro sobre las llamas. El chaval lo examinó. Era un corazón humano, seco y renegrido. Se lo devolvió al viejo y este lo acunó en la palma de la mano como si lo sopesara.

Hay cuatro cosas que pueden destruir el mundo, dijo. Las mujeres, el whisky, el dinero y los negros.

Guardaron silencio. El viento gemía por el trozo de tubo de estufa que pasaba por encima de sus cabezas para que aquello no se llenara de humo. Al cabo de un rato el viejo guardó el corazón.

Me costó doscientos dólares, dijo.

¿Pagó doscientos dólares por esa cosa?

Sí, era el precio que le habían puesto al negro hijo de puta propietario del corazón.