Glanton regresó al campamento precediendo a su pequeña columna con la cabeza del jefe colgando de su cinto por los cabellos. Los hombres estaban haciendo ristras de cabelleras con tiras de cuero y a algunos de los cadáveres les habían arrancado pedazos enteros de espalda para fabricar con ellos cintos y arneses. El mexicano McGill había sido escalpado y los cráneos empezaban a oscurecerse bajo el sol. La mayoría de las chozas eran ya cenizas y como habían encontrado monedas de oro varios de los hombres removían los rescoldos a puntapiés en busca de más. Glanton los maldijo y les metió prisa, agarrando una lanza y colocando la cabeza en lo alto de la misma donde quedó sonriendo impúdica cual animal de feria, yendo de acá para allá sin desmontar, gritándoles que reunieran la caballada y se pusieran en marcha. Al girar en su caballo vio al juez sentado en el suelo. El juez se había quitado el sombrero y estaba bebiendo agua de un frasco de badana. Miró a Glanton.
No es él.
¿El qué?
El juez señaló con la cabeza. Eso.
Glanton giró la lanza y la cabeza giró también hacia él sus largos mechones oscuros.
Entonces ¿quién es si no es él?
El juez meneó la cabeza. Ese no es Gómez. Señaló de nuevo. Este caballero es de pura sangre. Gómez es mexicano.
No del todo.
Nadie es del todo mexicano. Es como ser del todo mestizo. Pero no es Gómez, porque yo le he visto y ese no es.
¿Podría pasar por Gómez?
No.
Glanton miró hacia el norte. Luego miró al juez. No habrás visto a mi perro, ¿verdad?, dijo.
El juez negó con la cabeza. ¿Tienes intención de conducir ese ganado?
Hasta que tenga que abandonarlo.
Quizá no falta mucho.
Quizá.
¿Cuánto crees que tardarán esos cafres en reagruparse?
Glanton escupió. No era una pregunta y no la respondió. ¿Dónde está tu caballo?, dijo.
Se ha ido.
Pues si quieres seguir con nosotros será mejor que te busques otro. Miró la cabeza en lo alto de la lanza. Tú eras un maldito jefe, dijo, no hay duda. Picó a su caballo y se alejó por la orilla. Los delaware chapoteaban en el lago buscando cuerpos hundidos con los pies. Se quedó allí un rato y luego giró en su caballo y atravesó el campamento saqueado. Montaba con cautela, las pistolas pegadas a los muslos. Siguió las huellas que habían dejado en el desierto al venir al poblado. Cuando regresó traía consigo la cabellera del viejo que había salido de los arbustos al amanecer.
No había pasado una hora que ya estaban en marcha rumbo al sur dejando atrás en la vapuleada orilla del lago un revoltijo de sangre y sal y cenizas y arreando ante ellos a medio millar de caballos y mulos. El juez cabalgaba en cabeza de la columna y llevaba sobre la silla un extraño niño moreno cubierto de ceniza. Parte del pelo se le había quemado y el niño iba mudo y estoico viendo avanzar la tierra ante él con sus enormes ojos negros como una criatura raptada. De camino los hombres se fueron volviendo negros al sol debido a la sangre que cubría sus ropas y sus caras y luego palidecieron poco a poco en el polvo que levantaban hasta adoptar de nuevo el color de la tierra que estaban atravesando.
Cabalgaron todo el día con Glanton cerrando la columna. A eso del mediodía el perro los alcanzó. Tenía el pecho manchado de sangre y Glanton lo llevó sobre el arzón de la silla hasta que se hubo recuperado. Durante toda la tarde el perro trotó a la sombra del caballo y de anochecida lo hizo más alejado donde las siluetas altas de los caballos patinaban por el chaparral sobre sus patas de araña.
Una delgada línea de polvo se extendía hacia el norte y siguieron adelante y los delaware desmontaron y pegaron la oreja al suelo y luego montaron y se pusieron todos en marcha otra vez.
Cuando se detuvieron, Glanton ordenó encender fuego y atender a los heridos. Una de las yeguas había parido en el desierto y aquella frágil criatura pronto fue espetada en una vara de paloverde colgada sobre las brasas mientras los delaware se pasaban una calabaza que contenía la leche cuajada extraída de su estómago. Desde un otero situado al oeste del campamento se podían ver las fogatas del enemigo quince millas más al norte. Los hombres se aposentaron en sus cueros tiesos de sangre e hicieron recuento de las cabelleras y procedieron a atarlas a unos palos, los cabellos de un negro azulado, mates e incrustados de sangre. David Brown pasó entre aquellos ojerosos carniceros sentados ante la lumbre pero no pudo encontrar ningún médico voluntario. Tenía una flecha clavada en el muslo, con plumas y todo, y nadie quería tocársela. Menos aún Doc Irving, y es que Brown le trataba de sepulturero y matasanos y ambos guardaban las distancias.
Chicos, dijo Brown, me curaría yo mismo pero no puedo agarrar bien la flecha.
El juez le miró sonriente.
¿Lo harías tú, Holden?
No, Davy, yo no. Pero te diré lo que voy a hacer.
Qué.
Extenderte una póliza de vida contra todo accidente salvo el lazo de la horca.
Eres un cerdo.
El juez sofocó la risa. Brown le fulminó con la mirada. ¿Es que nadie va a echar una mano?
No hubo respuesta.
Que os den por culo a todos, dijo.
Se sentó con la pierna mala estirada en el suelo y se la miró, más ensangrentado que la mayoría. Agarró el astil y apretó con fuerza. El sudor se acumuló en su frente. Quedó aguantándose la pierna y blasfemando por lo bajo. No todos le miraban. El chaval se levantó. Yo lo intentaré, dijo.
Buen chico, dijo Brown.
Fue a por su silla para tener donde apoyarse. Volvió la pierna hacia la lumbre buscando un poco de luz y se la agarró y dijo algo al chico arrodillado a su vera. Agárrala fuerte, muchacho. Y empuja sin miedo. Luego se puso el cinto entre sus dientes y se recostó.
El chaval asió el astil a ras del muslo de Brown y empujó con todo su peso. Brown se aferró al suelo con ambas manos y echó hacia atrás la cabeza y sus dientes brillaron húmedos a la luz de la lumbre. El chaval repitió la operación. Las venas del cuello del hombre se hincharon como cuerdas y maldijo a toda la familia del chico. Al cuarto intento la punta de la flecha traspasó la carne del muslo y el suelo se manchó de sangre. El chaval se sentó sobre los talones y se pasó la manga de la camisa por la frente.
Brown soltó el cinturón que sostenía con los dientes. ¿Ha salido?, dijo.
Sí.
¿La punta? ¿Es la punta? Vamos, habla.
El chaval sacó su cuchillo, cortó con destreza la punta ensangrentada y se la enseñó. Brown la sostuvo sonriente hacia la luz. Era de cobre batido y se había torcido allí donde empalmaba con el astil pero no se había soltado.
Eres un chico valiente, todavía llegarás a matasanos. Ahora saca eso.
El chaval retiró suavemente el astil de la flecha y Brown se dobló en el suelo haciendo un melodramático movimiento femenino y jadeó entre dientes con un horrible silbido. Estuvo así un rato y luego se incorporó y le cogió el astil al chaval y lo arrojó al fuego y se levantó para ir a hacer su cama.
Cuando el chaval volvió a su manta el ex cura se inclinó hacia él y le susurró al oído.
Tonto, dijo. Dios no te va a querer tanto toda la vida.
El chaval le miró.
¿No sabes que él se te habría llevado consigo? Lo que oyes, muchacho. Como una novia al altar.
Se levantaron y se pusieron en camino poco después de medianoche. Glanton había ordenado avivar el fuego y partieron con las llamas iluminando todo el terreno y las sombras de los matorrales del desierto rodando sobre la arena y los jinetes hollando sus delgadas sombras fluctuantes hasta que penetraron por completo en la oscuridad que tanto les favorecía.