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Los caballos y los mulos estaban desperdigados desierto adentro y los fueron reagrupando poco a poco a medida que avanzaban hacia el sur. Fucilazos sin origen recortaban sombrías cordilleras en la noche del confín del mundo y los caballos semisalvajes de la pradera trotaban temblorosos bajo aquella luz azulada como caballos sacados del abismo.

La aurora humeaba y los jinetes harapientos y ensangrentados parecían menos un grupo de vencedores que la retaguardia de un ejército maltrecho en plena retirada por los meridianos del caos y de la noche vieja, los caballos dando traspiés, los hombres tambaleándose dormidos en las sillas de montar. El día les mostró la misma región árida y el humo de sus fogatas de la noche anterior se elevaba delgado y sin viento más al norte. El polvo blanquecino del enemigo que iba a acosarlos hasta las puertas de la ciudad no parecía estar más próximo y el grupo siguió adelante bajo un calor más bochornoso cada vez empujando a los caballos enloquecidos.

A media mañana abrevaron en una poza de agua estancada por la que habían pasado ya trescientos animales. Los jinetes los fustigaron para sacarlos del agua y desmontaron para beber de sus sombreros y luego continuaron por el lecho seco del arroyo, repiqueteando en el suelo pedregoso, rocas y cantos rodados secos y luego otra vez el desierto rojo y arenoso y a su alrededor las sempiternas montañas escasamente cubiertas de hierba donde crecían ocotes y sotoles y las seculares pitas floridas como fantasmagorías en una tierra febril. Al atardecer mandaron jinetes al oeste para que encendieran fuego en la pradera y la compañía descansó a oscuras y durmió mientras los murciélagos iban y venían sobre sus cabezas entre las estrellas. Cuando reanudaron la marcha todavía era oscuro y los caballos estaban al borde del desfallecimiento. Con el día comprobaron que los paganos les habían ganado terreno. Se enfrentaron por primera vez al rayar el alba del día siguiente y los resistieron durante ocho días con sus noches en la llanura y entre las rocas de la montaña y desde muros y azoteas de haciendas abandonadas y no perdieron un solo hombre.

La tercera noche se parapetaron tras viejos muros de adobe desmoronados con las fogatas del enemigo a un kilómetro de distancia en el desierto. El juez estaba sentado con el niño apache frente a la lumbre y el niño lo miraba todo con sus ojos de baya oscura y algunos hombres jugaban con él y le hacían reír y le daban cecina y el niño masticaba observando muy serio las figuras que pasaban por delante de él. Lo taparon con una manta y por la mañana el juez estaba columpiándolo sobre una rodilla mientras los demás ensillaban los caballos. Toadvine le vio con el niño al pasar con su silla pero cuando volvió diez minutos después tirando de la brida de su caballo el niño yacía muerto y el juez le había cortado la cabellera. Toadvine apoyó el cañón de su pistola en la gran cúpula pelada del juez.

Eres un cabrón, Holden.

Retíralo o dispara. Vamos, decídete.

Toadvine se guardó la pistola. El juez sonrió y restregó la pelambre contra la pernera de su pantalón y se levantó. Diez minutos más tarde estaban de nuevo en el llano huyendo de los apaches a galope tendido.

La tarde del quinto día cruzaron al paso una laguna seca con los caballos por delante y los indios detrás a tiro de fusil y gritándoles cosas en español. De vez en cuando uno de la compañía se apeaba con el rifle y una varilla de limpiar y los indios salían disparados como codornices, situándose detrás de sus ponis. Hacia el este, temblando en la calima, había una hacienda de paredes blancas de las cuales emergían unos árboles delgados y verdes y rígidos como un decorado de diorama. Una hora más tarde pasaban con los caballos -serían ahora un centenar de cabezas- junto a aquellas paredes siguiendo un camino trillado que conducía a un manantial. Un joven llegó a caballo y les dio formalmente la bienvenida en español. Nadie respondió. El joven miró arroyo abajo donde los campos estaban entreverados de acequias y los jornaleros en sus polvorientas ropas blancas habíanse quedado parados azadón en mano entre el algodón nuevo o el maíz que les llegaba por la cintura. Miró después hacia el noroeste. Los apaches, unos setenta u ochenta, habían rebasado el primero de una hilera de jacales y venían en fila india por el sendero hacia la sombra de los árboles.

Los peones que estaban en los campos los vieron casi al mismo tiempo. Arrojaron sus herramientas y se echaron a correr, unos con las manos en la cabeza, otros chillando. El joven caballero miró a los americanos y miró de nuevo a los salvajes que se aproximaban. Gritó algo en español. Los americanos sacaron a los caballos de la fuente y enfilaron la alameda. La última imagen que tuvieron de él fue sacándose una pequeña pistola de la bota y girando para plantar cara a los indios.

Aquella tarde cruzaron el pueblo de Gallego con los apaches detrás. La calle era un arroyo de fango patrullado por cerdos y horribles perros sin pelo. El pueblo parecía desierto. El maíz tierno de los sembrados había sido lavado por las lluvias recientes y se veía blanco y luminoso, el sol lo volvía casi transparente. Cabalgaron durante buena parte de la noche y al día siguiente los indios seguían allí.

Combatieron de nuevo en Encinillas y combatieron en los desfiladeros camino de El Sauz y después en los montes bajos desde los que se veían ya hacia el sur las agujas de las iglesias de la ciudad. El 21 de julio de 1849 entraban en la ciudad de Chihuahua en olor de heroísmo, precedidos en las calles polvorientas por los caballos de arlequín entre un pandemónium de dientes y ojos en blanco. Los niños correteaban entre los cascos de los caballos mientras los vencedores, en sus apelmazados harapos, sonreían bajo la mugre y el polvo y la sangre incrustada enarbolando las cabezas disecadas de los enemigos en medio de aquella fantasía de música y de flores.

XIII

En los baños - Comerciantes - Trofeos de guerra

El banquete - Trías - El baile - Al norte - Coyame

La frontera - Los Huecos - Matanza de los tiguas

Carrizal - Una fuente en el desierto - Los médanos

Una encuesta sobre dentición - Nacori - La cantina

Encuentro desesperado - Hacia las montañas

Una aldea diezmada - Lanceros a caballo

Escaramuza - Persiguiendo a los supervivientes

La llanura de Chihuahua - Carnicería de los soldados

Un sepelio - Chihuahua - Rumbo al oeste.

Nuevos jinetes engrosaban sus filas a medida que avanzaban, muchachos a lomos de mulas y viejos con sombreros galoneados y una delegación se hizo cargo de los caballos y mulos capturados y los arreó por las calles angostas hacia el ruedo en donde se iban a quedar. Los maltrechos combatientes apretaron el paso, algunos sosteniendo en alto copas que les habían puesto en las manos, saludando con sus putrescentes sombreros a las damas apretujadas en los balcones e izando las bamboleantes cabezas cuyas facciones habían venido a marchitarse en extrañas expresiones de somnoliento fastidio, apretujados de tal manera entre los ciudadanos que casi parecían la vanguardia de un alzamiento de miserables y a todo eso precedidos por un par de tamborileros uno tonto y los dos descalzos y por un trompetista que marchaba con un brazo sobre la cabeza en un gesto marcial y tocando sin parar. De este modo cruzaron los portales del palacio del gobernador, salvando los gastados escalones de piedra que daban al patio en donde los rugosos cascos de los caballos sin herrar se asentaban en los adoquines con un curioso martilleo torruguil.