Выбрать главу

Centenares de mirones se apiñaron para presenciar el recuento de las cabelleras. Soldados con fusiles mantenían a raya a la muchedumbre y las muchachas miraban con sus enormes ojos negros a los mercenarios americanos y algunos niños se adelantaban para tocar con sus manos los espeluznantes trofeos. Había ciento veintiocho cabelleras y ocho cabezas y el lugarteniente del gobernador con su séquito bajó al patio para darles la bienvenida y admirar el trabajo realizado. Se les prometió que cobrarían íntegramente en oro durante la cena que se iba a celebrar en su honor aquella noche en el hotel Riddle & Stephens y a esto los americanos lanzaron vítores y volvieron a montar. Ancianas envueltas en rebozos negros corrían a besar sus apestosas camisas, a bendecirlos levantando sus pequeñas manos morenas, y los jinetes volvieron grupas en sus demacradas monturas y se abrieron paso entre la multitud que gritaba para salir por fin a la calle.

Fueron hasta los baños públicos donde se chapuzaron de uno en uno en las aguas, cada cual más pálido que el anterior y todos ellos tatuados, marcados, llenos de costurones, las grandes cicatrices inauguradas Dios sabe dónde y por qué bárbaros cirujanos como rastros de gigantescos ciempiés en los torsos y los abdómenes, algunos deformes, sin uno o varios dedos, algún ojo, frentes y brazos estampados con letras y números como artículos para inventariar. Ciudadanos de ambos sexos estaban pegados a las paredes viendo cómo el agua se volvía turbia de sangre e inmundicia y nadie podía dejar de mirar al juez que se había desvestido el último y ahora recorría el perímetro de los baños con un cigarro en la boca y un porte regio, probando el agua con el dedo gordo del pie, de tamaño sorprendentemente pequeño. Relucía como la luna de tan pálido que era y ni un solo pelo visible en aquel corpachón suyo, como tampoco en ningún resquicio ni en los grandes cañones de su nariz ni tampoco en el pecho ni las orejas y ni rastro de vello sobre los ojos o en los párpados. La inmensa cúpula reluciente de su cráneo desnudo parecía un gorro de baño encasquetado sobre la por lo demás morena piel de su cara y cuello. A medida que la mole se fue introduciendo en el baño, las aguas subieron perceptiblemente y cuando quedó sumergido hasta los ojos miró a su alrededor con inmenso deleite, ligeramente arrugados los ojos como si sonriera bajo el agua como un manatí gordo que asomara a una ciénaga mientras anclado sobre su menuda oreja el cigarro seguía quemando suavemente a ras de agua.

Entretanto, unos mercaderes habían desplegado su género sobre el embaldosado de arcilla, trajes de tela y corte europeos y camisas de seda de colores y gorros de castor bien carmenados y buenas botas de cuero español, bastones y látigos con contera de plata y sillas de montar repujadas en plata y pipas labradas y cachorrillos y un surtido de espadas toledanas con empuñadura de marfil y la hoja bellamente cincelada, y los barberos estaban colocando sus sillones para recibirlos, pregonando los nombres de clientes famosos a los que habían atendido, y toda esta gente emprendedora garantizaba a los hombres de la compañía las mayores facilidades de pago.

Cuando cruzaron la plaza ataviados con sus trajes nuevos, algunos con las mangas que no les llegaban mucho más allá de los codos, estaban colgando las cabelleras del armazón de hierro del mirador a modo de decorado para una celebración bárbara. Las cabezas habían sido puestas en lo alto de las farolas desde donde contemplaban con sus hundidos ojos paganos los cueros secos de sus congéneres y sus antepasados desplegados a lo largo de la fachada de piedra de la catedral y crujiendo un poco con la brisa. Más tarde, cuando encendieron las farolas, el suave resplandor vertical dio a las cabezas una apariencia de máscaras trágicas y a los pocos días quedarían moteadas de blanco y totalmente llagadas de los excrementos de los pájaros que se posaban en ellas.

Este Ángel Trías que era gobernador había estudiado de joven en el extranjero y leído a los clásicos y ahora estudiaba lenguas. Era asimismo tan hombre como el que más y a los guerreros que había contratado para la protección del Estado parecía inspirarles cierta simpatía. Cuando el lugarteniente invitó a Glanton y sus oficiales a cenar, Glanton replicó que él y sus hombres comían en la misma mesa. El lugarteniente admitió la objeción con una sonrisa y Trías había hecho lo mismo después. Llegaron en orden, afeitados y pelados y con su flamante vestuario, los delaware extrañamente austeros y amenazadores en sus chaqués, y se colocaron alrededor de la mesa que les había sido preparada. Se ofrecieron cigarros y vasos de jerez y el gobernador que aguardaba a la cabecera de la mesa les dio la bienvenida e impartió órdenes a su chambelán para que se les atendiera en todas sus necesidades. De ello se encargaban soldados que iban a por más vasos, servían el vino, encendían cigarros de una vela en candelero de plata pensado nada más que para ese fin. El juez llegó el último, embutido en un traje de lino sin blanquear que le habían hecho a medida aquella misma tarde, en cuya fabricación se habían agotado rollos enteros de tela así como cuadrillas de sastres. Iban metidos sus pies en bien abetunadas botas grises de cabritilla y en la mano llevaba un panamá que procedía de otros dos panamás más pequeños empalmados uno al otro con tal meticulosidad que las puntadas prácticamente no se notaban.

Trías había tomado ya asiento cuando el juez hizo su aparición pero tan pronto el gobernador le vio se levantó de nuevo y se estrecharon cordialmente la mano y el gobernador le hizo sentar a su derecha y en seguida se pusieron a hablar en una lengua que nadie más en toda aquella estancia hablaba si exceptuamos algún que otro epíteto infame importado de las tierras del norte. El ex cura ocupaba un asiento delante del chaval y levantó las cejas e hizo una seña hacia la cabecera de la mesa volviendo los ojos en aquella dirección. El chaval, que llevaba el primer cuello almidonado de su vida y su primer corbatín, estaba mudo como un maniquí de sastrería.

La cena había alcanzado ya su apogeo y había un doble ir y venir de platos, pescado y aves y buey y caza de la región y un lechón asado y entremeses y bizcochos borrachos y helados y botellas de vino y brandy de los viñedos de El Paso. Hubo variados brindis patrióticos: los edecanes del gobernador brindaron por Washington y Franklin y los americanos respondieron nombrando otros de sus héroes nacionales, ajenos por igual a la diplomacia y al panteón de la república hermana. Se pusieron a comer y continuaron haciéndolo hasta agotar primero el banquete y luego toda la despensa del hotel. Fueron enviados emisarios a toda la ciudad en busca de más material solo para que este se agotara también y hubo que mandar a por más hasta que el cocinero del Riddle formó una barricada en la puerta con su propio cuerpo y los soldados se limitaron a verter sobre la mesa bandejas de pasteles, cortezas de tocino fritas, tablas de quesos: todo lo que encontraban.

El gobernador había dado unos golpecitos a su copa antes de levantarse para hablar en su bien fraseado inglés pero los mercenarios eructaban ebrios y miraban lascivamente a su alrededor mientras pedían más licores y algunos no dejaban de brindar a grito pelado, brindis que degeneraron en ruegos obscenos dirigidos a las putas de diversas ciudades sureñas. El tesorero fue presentado entre vítores, rechiflas y copas levantadas. Glanton se hizo cargo de la larga bolsa de loneta estampada con la cartela del Estado e interrumpiendo sin más al gobernador se levantó y derramó todo el oro sobre la mesa y en medio de un ruidoso dispendio dividió la pila de monedas con la hoja de su cuchillo de forma que cada hombre recibiera la paga acordada sin más ceremonia. Una especie de banda improvisada había iniciado una lúgubre tonada en el salón de baile contiguo donde unas cuantas damas a las que habían hecho venir estaban ya sentadas en bancos adosados a la pared y se abanicaban al parecer sin alarma.