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Los americanos desembocaron en el salón de baile de a uno y de a dos y en grupos, sillas retiradas, sillas empujadas y volcadas de cualquier manera. Habían encendido apliques de pared con reflectores de estaño y los celebrantes allí congregados arrojaban sombras en conflicto. Los cazadores de cabelleras miraron sonrientes a las damas, hoscos en sus ropas encogidas, sorbiéndose los dientes, armados de cuchillos y pistolas y con la mirada frenética. El juez estaba entrevistándose con la banda y al poco rato empezó a sonar una cuadrilla. Bandazos y pisotones se sucedieron entonces mientras el juez, afable, galante, guiaba primero a una y luego a otra de las damas con llana delicadeza. Hacia la medianoche el gobernador se había excusado y miembros de la banda habían empezado a retirarse. Un arpista callejero ciego se había subido de puro miedo a la mesa del banquete entre huesos y bandejas y una caterva de putas de aspecto chillón habíase infiltrado en el baile. Pronto se generalizaron los pistoletazos, y el señor Riddle, cónsul estadounidense interino en la ciudad, bajó para reprender a los juerguistas pero se le aconsejó que se marchara. Estallaron peleas. Los hombres empezaban a romper muebles, blandían patas de sillas, candelabros. Dos putas fueron lanzadas contra un aparador y cayeron al suelo en un estrépito de cristales rotos. Jackson, con las pistolas desenfundadas, se lanzó a la calle jurando meterle una bala en el culo a Jesucristo, aquel hijoputa blanco y patilargo. Al alba podía verse en el suelo a borrachines insensatos que roncaban entre charcos de sangre medio seca. Bathcat y el arpista estaban dormidos encima de la mesa el uno en brazos del otro. Un ejército de ladrones iba de puntillas explorando los bolsillos de los que dormían y en mitad de la calle una hoguera sucinta ardía sin llama tras haber consumido buena parte del mobiliario del hotel.

Dichas escenas y escenas como estas se repitieron noche tras noche. Los ciudadanos dirigieron ruegos al gobernador pero el gobernador era como el aprendiz de brujo que podía persuadir al diablillo a que cumpliera su voluntad pero no impedir que siguiera haciendo de las suyas. Los baños se habían convertido en burdeles y ya no había empleados. La fuente de piedra que había en el centro de la plaza se llenaba por la noche de hombres desnudos y ebrios. Las cantinas eran evacuadas como si hubiera un incendio cada vez que aparecía alguno de la compañía y los americanos se encontraban con tabernas fantasma sobre cuyas mesas quedaban vasos y ceniceros de arcilla con cigarros encendidos aún. Entraban y salían a caballo de los sitios y cuando el oro empezó a menguar obligaron a los tenderos a aceptar recibos garabateados en un idioma extranjero por estantes enteros de mercancías. Las tiendas empezaron a cerrar. Aparecieron frases escritas con carbón en las paredes enjalbegadas. Mejor los indios. Al anochecer, las calles quedaban desiertas y no había ya paseos y las muchachas de la ciudad eran encerradas a cal y canto y ya no aparecían más.

El día 15 de agosto se marcharon. Una semana después un grupo de conductores de ganado dijo haber visto a la compañía cercando el pueblo de Coyame ciento veinte kilómetros al nordeste.

Los habitantes de Coyame habían sido sometidos durante varios años a una contribución anual por Gómez y su banda. Cuando Glanton y los suyos entraron a caballo fueron recibidos casi como santos. Las mujeres corrían junto a ellos para tocarles las botas y todo el mundo les hacía regalos de manera que al final cada hombre llevaba sobre el fuste de su silla un fárrago de melones y pasteles y pollos espetados. Cuando partieron tres días después las calles estaban vacías, ni siquiera un perro los siguió hasta las afueras.

Viajaron hacia al nordeste hasta la localidad de Presidio ya en la frontera de Tejas y cruzaron con los caballos y recorrieron las calles chorreando. Un territorio en el que Glanton se exponía a ser arrestado. Partió a solas hacia el desierto y se detuvo sin desmontar y él y el caballo y el perro contemplaron el ondulado chaparral y las minúsculas colinas esteparias y las montañas y el breñal llano que se perdía en la distancia donde seiscientos kilómetros al este estaban la mujer y el hijo a quienes no volvería a ver más. Su sombra fue alargándose ante él sobre el lecho de arena. No quiso seguir. Se había quitado el sombrero para que el viento de la tarde 1e refrescara y finalmente se lo volvió a poner y volvió grupas para regresar a Presidio.

Recorrieron la frontera durante semanas en busca de indicios de los apaches. Desplegados por aquella llanura avanzaban en constante elisión, agentes tonsurados de lo real repartiéndose el mundo que encontraban a su paso, dejando lo que había sido y ya no volvería a ser extinguido por igual a sus espaldas. Jinetes espectrales, pálidos de polvo, anónimos bajo el calor almenado. Por encima de todo parecían ir totalmente a la ventura, primordiales, efímeros, desprovistos de todo orden. Seres surgidos de la roca absoluta y abocados al anonimato y alojados en sus propios espejismos para errar famélicos y condenados y mudos como las gorgonas por los yermos brutales de Gondwanalandia en una época anterior a la nomenclatura cuando cada uno era el todo.

Mataban animales salvajes y se llevaban de los pueblos y estancias por los que pasaban lo necesario para su avituallamiento. Una noche ya a las puertas de El Paso miraron hacia e1 norte donde los gileños pasaban el invierno y supieron que no irían hacia allí. Acamparon aquella noche en Los Huecos, un grupo de cisternas naturales de piedra en pleno desierto. Las rocas que rodeaban todos los lugares resguardados estaban cubiertas de pinturas antiguas y el juez en seguida se puso a copiar en su cuaderno las que eran más auténticas para llevárselas con él. Eran pinturas de hombres y animales y escenas de caza, y había curiosas aves y mapas arcanos y construcciones de tan singular visión que por sí solas justificaban todos los temores del hombre y las cosas que hay en él. De estos grabados -algunos de colores todavía vivos- los había a cientos y sin embargo el juez iba de uno a otro con determinación, buscando los que necesitaba. Cuando hubo terminado y siendo que aún había luz regresó a cierto saliente de piedra y se sentó un rato y examinó de nuevo la obra que allí había. Luego se levantó y con un pedazo de sílex raspó uno de los dibujos, dejando apenas un espacio pelado en la piedra. Luego cerró su cuaderno y volvió al campamento. Por la mañana partieron hacia el sur. Hablaban poco, pero tampoco discutían entre ellos. Antes de tres días caerían sobre una banda de pacíficos tiguas acampados a orillas del río y no dejarían ni uno solo con vida.

La víspera de aquel día se acuclillaron alrededor de una lumbre que siseaba bajo la llovizna y cargaron balas y cortaron pedazos de taco como si el destino de los aborígenes hubiera sido determinado por una autoridad totalmente distinta. Como si tales destinos estuvieran prefigurados en la roca misma para quienes fueran capaces de interpretarla. Nadie pronunció una palabra en su favor. Toadvine y el chaval hablaron en privado y al partir al mediodía siguiente se situaron a la altura de Bathcat. Cabalgaron en silencio. Esos hijoputas no hacen daño a nadie, dijo Toadvine. El tasmanio le miró. Miró atentamente las letras que llevaba tatuadas en la frente y e1 pelo lacio y grasiento que caía de su cráneo desorejado. Miró el collar de dientes de oro suspendido sobre su pecho. Siguieron adelante.

Llegaron a las proximidades de aquellos pobres pabellones con la última luz del día, subiendo a favor del viento por la orilla meridional del río y oliendo ya el humo de lumbres y vianda. Cuando los primeros perros ladraron Glanton espoleó a su caballo y salieron todos de los árboles y cruzaron el seco breñal con los caballos sacando sus largos cuellos del polvo, anhelantes como perros de caza, y a todo eso los jinetes azuzándolos a golpes de cuarta hacia donde las formas de las mujeres al erguirse de sus tareas dibujaron momentáneas siluetas, rígidas y chatas a contraluz, antes de dar crédito a la realidad de aquel pandemónium polvoriento que se les echaba encima. Se quedaron paralizadas, descalzas, en sus típicos vestidos de algodón crudo. Agarrando cucharones, niños desnudos. A la primera descarga una docena de ellos se desplomó al suelo.