Los demás habían echado a correr, viejos con las manos en alto, niños brincando y parpadeando en medio del tiroteo. Algunos jóvenes salían corriendo con arcos y flechas y eran abatidos y los jinetes fueron por todo el poblado destrozando las cabañas de zarzos y aporreando a sus inquilinos.
Había anochecido hacía rato y la luna estaba alta cuando un grupo de mujeres que habían ido río arriba a secar pescado regresaron a la aldea y recorrieron las ruinas lanzando gritos. Todavía ardían algunas lumbres y los perros correteaban furtivos entre los muertos. Una vieja arrodillada en las renegridas piedras delante de su tienda introdujo unas zarzas en los rescoldos y sopló hasta inventar una llama de las cenizas y empezó a enderezar los cacharros que estaban volcados. A su alrededor los muertos yacían con los cráneos como pólipos húmedos y azulados o como melones luminescentes al fresco de una meseta lunar. En días sucesivos los frágiles jeroglíficos de sangre oscura inscritos en aquellas arenas se agrietarían y desmenuzarían de modo que en el decurso de unos soles todo rastro de la destrucción de aquel pueblo quedaría borrado. El viento del desierto salaría las ruinas y no quedaría nada, ni fantasma ni amanuense, para contar al peregrino que en este lugar vivía gente y en este mismo lugar fueron asesinados.
Los americanos entraron en el pueblo de Carrizal a media tarde del segundo día siguiente, orlados sus caballos con las pestilentes cabelleras de los tiguas. Esta población había quedado prácticamente en ruinas. Muchas de las casas estaban vacías y el presidio se había derrumbado sobre la misma tierra de que estuvo hecho y hasta sus habitantes parecían embobados en virtud de viejos terrores. Observaron con ojos oscuros y solemnes el paso de aquella ensangrentada flota. Los jinetes parecían venidos de un mundo de leyenda y dejaban a su paso una extraña mácula en la retina a modo de imagen continua y el aire que perturbaban era eléctrico y alterado. Pasaron junto a los ruinosos muros del cementerio donde los muertos estaban inhumados en unos nichos y todo el recinto lleno de huesos y cráneos y vasijas rotas como un osario más antiguo. Otras gentes harapientas aparecieron en las calles de polvo y se los quedaron mirando.
Aquella noche acamparon en una colina junto a un manantial de agua caliente entre vestigios de mampostería española y se desvistieron y bajaron como acólitos al agua mientras unas sanguijuelas enormes se alejaban por la arena. Cuando partieron a la mañana siguiente, todavía era oscuro. Se veían cadenas de relámpagos silenciosos más al sur, las montañas destacándose azules y áridas en el vacío. El día despuntó sobre una humosa extensión de desierto cubierta de nubes donde los jinetes pudieron contar cinco diferentes tormentas espaciadas en los confines de la redonda tierra. Cabalgaban sobre pura arena y los caballos tenían tal dificultad para avanzar que los hombres hubieron de apearse y guiarlos a pie, deslomándose por los empinados eskeres en donde el viento batía la piedra pómez de las crestas como si fuera espuma de olas marinas y la arena era ondulada y frágil y no había allí otra cosa que algunos huesos bruñidos. Estuvieron todo el día en las dunas y al atardecer, mientras bajaban de los últimos médanos hacia el llano entre matas de gatuña y espinas de Cristo, componían un ojeroso y apergaminado conjunto de hombres y bestias. Unas arpías alzaron ruidoso vuelo de una mula muerta y viraron al oeste en dirección al sol mientras la compañía se adentraba a pie en la llanura.
Dos noches después vivaqueando en un desfiladero pudieron ver a sus pies las luces distantes de la ciudad. Junto a la pared de esquisto del lado de sotavento mientras el fuego iba y venía con la brisa observaron las farolas que guiñaban en el lecho azul de la noche a casi cincuenta kilómetros de distancia. El juez pasó por delante de ellos. El fuego despedía chispas que el viento se llevaba en volandas. Se sentó entre las escarbadas placas de pizarra que allí había y así permanecieron como seres de una era antigua viendo extinguirse una a una las farolas en la lejanía hasta que la ciudad quedó reducida a un pequeño núcleo de luz que podía haber sido un árbol en llamas o un campamento aislado de viajeros o quizá un fuego imponderable.
Al salir por los portones de madera del palacio del gobernador dos soldados que allí había y que los contaban a medida que iban pasando se adelantaron y agarraron de la cabezada el caballo de Toadvine. Glanton pasó por su derecha y siguió. Toadvine se irguió sobre los estribos.
¡Glanton!
Los jinetes traquetearon hacia la calle. Glanton miró hacia atrás una vez sobrepasada la puerta. Los soldados estaban hablando con Toadvine en español y uno le apuntaba con una escopeta.
Yo no le he quitado la dentadura a nadie, dijo Glanton.
Voy a matar a estos dos tíos aquí mismo.
Glanton escupió. Miró calle abajo y miró después a Toadvine. Luego desmontó y volvió al patio tirando del caballo. Vámonos, dijo. Miró a Toadvine. Baja del caballo.
Salieron escoltados de la ciudad dos días después. Más de un centenar de soldados flanqueándolos por el camino, incómodos en sus vestimentas y armas variadas, tirando de las riendas con violencia y arreando a los caballos a golpe de bota para trasponer el vado donde los caballos americanos habían parado a beber. Al pie de la montaña más arriba del acueducto se hicieron a un lado y los americanos pasaron en fila india y empezaron a serpentear entre rocas y nopales y fueron empequeñeciéndose entre las sombras hasta desaparecer.
Se dirigieron al oeste adentrándose en las montañas. Pasaban por aldeas y se quitaban el sombrero para saludar a gente a la que asesinarían antes de que terminara el mes. Pueblos de barro que parecían haber sufrido una plaga con sus cosechas pudriéndose en los campos y el poco ganado que no se habían llevado los indios errando de cualquier manera sin nadie que lo agrupa ni lo atendiera y muchas aldeas vaciadas casi por entero de habitantes varones donde mujeres y niños se agazapaban aterrorizados en sus chozas hasta que el ruido de los cascos del último caballo se perdía en la distancia.
En el pueblo de Nacori había una cantina y la compañía desmontó y fueron entrando todos y ocupando las mesas. Tobin se ofreció a vigilar los caballos. Se paseaba arriba y abajo de la calle. Nadie le hizo el menor caso. Aquella gente había visto americanos en abundancia, polvorientas caravanas de americanos que llevaban meses fuera de su país y estaban medio enloquecidos por la enormidad de su presencia en aquel inmenso desierto sangriento, requisando harina y carne o abandonándose a su latente inclinación a violar a las chicas de ojos endrinos de aquella región. Sería como una hora después del mediodía y algunos trabajadores y comerciantes estaban cruzando ya la calle en dirección a la cantina. Al pasar junto al caballo de Glanton el perro de Glanton se levantó con el pelo erizado. Ellos se desviaron un poco y siguieron adelante. En el mismo momento una delegación de perros del pueblo había empezado a cruzar la plaza, todos pendientes del perro de Glanton. Entonces un malabarista que encabezaba un cortejo fúnebre dobló la esquina de la calle y cogiendo un cohete de los varios que llevaba bajo el brazo lo acercó al cigarrillo que sostenía en la boca y lo lanzó hacia la plaza donde hizo explosión. Los perros se espantaron y dieron media vuelta excepto dos que siguieron calle adentro. Entre los caballos mexicanos apersogados a la barra que había frente a la cantina varios soltaron coces y el resto empezó a moverse nervioso. El perro de Glanton no quitaba ojo de encima a los hombres que se aproximaban a la puerta. Los caballos americanos ni siquiera movieron las orejas. Los dos perros que habían cruzado por delante del cortejo se apartaron de los caballos que coceaban y fueron hacia la cantina. Dos cohetes más explotaron en la calle y ahora el resto de la procesión estaba doblando la esquina, un violinista y uno que tocaba la corneta interpretaban un aire rápido y alegre. Los perros quedaron atrapados entre el cortejo fúnebre y los caballos de los mercenarios y se detuvieron y agacharon las orejas y empezaron a trotar y a apartarse. Finalmente se decidieron a cruzar la calle detrás de los que llevaban el féretro. Todo esto debería haber alertado a los trabajadores que entraban en la cantina. Ahora estaban de espaldas a la puerta sosteniendo los sombreros a la altura del pecho. Los portadores pasaron con unas andas a hombros y los espectadores pudieron ver entre las flores, vestida al efecto una joven de rostro grisáceo que iba dando bandazos. Detrás venía el ataúd, de cuero crudo teñido con negro de humo, portado por unos mozos vestidos de negro y con todo el aspecto de una embarcación primitiva. Más atrás venía una pequeña comitiva fúnebre, algunos de los hombres bebiendo, las viejas llorando embutidas en polvorientos chales negros y siendo ayudadas a salvar los baches y niños que portaban flores y miraban tímidamente a los que observaban parados en la calle.