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Dentro de la cantina los americanos apenas habían tomado asiento cuando un insulto pronunciado a media voz desde una mesa cercana hizo que tres o cuatro de ellos se pusieran de pie. El chaval habló a los de la mesa en su mal español y exigió saber cuál de aquellos dipsómanos taciturnos había hablado. Antes de que nadie se atribuyera la culpa el primero de los cohetes del funeral explotó como ya se ha dicho y la compañía entera de americanos se abalanzó hacia la puerta. Un borracho de una mesa se levantó blandiendo un cuchillo y se precipitó sobre ellos. Sus amigos le gritaron pero él no hizo caso.

John Dorsey y Henderson Smith, dos chicos de Misuri, fueron los primeros en salir. Los siguieron Charlie Brown y el juez. El juez podía ver porque era más alto y levantó una mano hacia los que tenía detrás. Las andas estaban pasando en ese preciso momento. El violinista y el de la corneta iban haciéndose inclinaciones de cabeza y sus pasos encajaban con el estilo marcial de la tonada que estaban tocando. Es un funeral, dijo el juez. Mientras hablaba, el borracho del cuchillo que se tambaleaba ahora en el zaguán hundió la hoja en la espalda de un tal Grimley. Solo el juez lo vio. Grimley apoyó una mano en el bastidor de madera basta. Me han matado, dijo. El juez sacó la pistola que llevaba al cinto y apuntó por encima de los otros y le metió una bala al borracho en mitad de la cabeza.

Los americanos de afuera estaban casi todos mirando fijamente el cañón de la pistola del juez cuando este había disparado y la mayoría de ellos se tiró al suelo. Dorsey se apartó a tiempo y luego se puso de pie y chocó con los trabajadores que estaban rindiendo respetos al cortejo. Iban a ponerse otra vez los sombreros cuando el juez disparó. El muerto cayó de espaldas hacia la cantina echando sangre por la cabeza. Cuando Grimley se dio la vuelta vieron que el mango de madera del cuchillo sobresalía de su camisa ensangrentada.

Otras armas blancas habían hecho su aparición. Dorsey luchaba cuerpo a cuerpo con los mexicanos y Henderson Smith había sacado su cuchillo de caza y casi cercenado con él el brazo de un hombre y la víctima tenía la mano cubierta de oscura sangre arterial pues intentaba cerrar con ella la herida. El juez ayudó a Dorsey a levantarse y retrocedieron hacia el interior de la cantina mientras los mexicanos hacían amagos y les tiraban cuchilladas. De dentro llegaba el sonido ininterrumpido de los pistoletazos y la puerta se estaba llenando de humo. El juez se dio la vuelta en el umbral y pasó sobre los cadáveres allí desparramados. En el interior las pistolas vomitaban fuego sin interrupción y la veintena de mexicanos que había en la cantina yacían ahora tendidos de cualquier manera, acribillados entre sillas y mesas volcadas con esquirlas recién levantadas de la madera y las paredes de adobe mostraban las picaduras de las gruesas balas cónicas. Los supervivientes trataban de salir a la luz del día y el primero de ellos encontró al juez allí y le embistió con su cuchillo. Pero el juez era como un gato grande y esquivó al mexicano y le agarró el brazo y se lo rompió y levantó al hombre asiéndolo de la cabeza. Lo puso contra la pared y le sonrió pero el hombre había empezado a sangrar por las orejas y la sangre corría por los dedos del juez y por sus manos y cuando el juez lo soltó vio que algo raro le pasaba a la cabeza del hombre, que resbaló hasta el suelo y ya no pudo levantarse. Mientras tanto, los que estaban detrás de él se habían topado con fuego de batería y la entrada de la cantina estaba atestada de muertos y moribundos cuando de pronto se produjo un gran silencio vibrante. El juez estaba de pie con la espalda contra la pared. El humo era como una niebla a la deriva y los hombres se quedaron inmóviles bajo la mortaja. En mitad de la estancia Toadvine y el chaval estaban espalda contra espalda con las pistolas a la altura del pecho como dos duelistas. El juez fue hasta la puerta taponada de cuerpos y gritó algo al ex cura que estaba entre los caballos con el revólver desenfundado.

Los fugitivos, cura, los fugitivos.

No deberían haber matado gente en público en un pueblo tan grande pero ya no había nada que hacer. Tres hombres corrían por la calle y otros dos cruzaban la plaza a pie. Si había más no se los veía. Tobin salió de entre los caballos y sujetó el pistolón con ambas manos y empezó a disparar, el arma dando saltos y reculadas y los que corrían bamboleándose para caer de cabeza al suelo. Tobin mató a los dos que había en la plaza y asestó su pistola y disparó a los que huían por la calle. El último cayó en un portal y Tobin desenfundó la segunda pistola y pasó al otro lado del caballo y miró calle arriba y hacia la plaza por si veía moverse a alguien entre las casas. El juez volvió adentro. Los americanos se miraban entre sí y a los cadáveres con expresiones de asombro. Miraron a Glanton. Sus ojos cortaron la estancia llena de humo. Su sombrero descansaba sobre una mesa. Fue a por él y se lo puso en la cabeza y se lo ajustó por delante y por detrás. Miró en derredor. Los hombres estaban recargando sus pistolas vacías. A los caballos, chicos, dijo. Todavía queda mucho que hacer.

Cuando dejaron la cantina diez minutos después las calles estaban desiertas. Habían escalpado hasta al último muerto, resbalando en el suelo antes de arcilla apisonada y ahora un fango color de vino. Había veintiocho mexicanos dentro de la taberna y ocho más en la calle contando a los cinco que había matado el ex cura. Montaron. Grimley estaba sentado contra la pared del edificio hecho un guiñapo. No levantó la vista. Tenía la pistola sobre el regazo y la mirada perdida calle abajo y el grupo dio media vuelta y se alejó por el lado norte de la plaza y se perdió de vista.

Pasaron treinta minutos antes de que nadie apareciera en la calle. Hablaban en susurros. Al acercarse a la cantina uno de los hombres que estaba dentro apareció en el umbral como un espectro ensangrentado. Le habían cortado la cabellera y la sangre se le metía en los ojos y tenía un enorme agujero en el pecho del que entraba y salía una espuma rosada. Uno de los ciudadanos le puso una mano en el hombro.

A dónde vas?, dijo.

A casa, dijo el otro.

El siguiente pueblo donde entraron estaba a dos días de camino metido en unas sierras. No llegaron a saber cómo se llamaba. Una serie de chozas de barro en mitad de la desnuda altiplanicie. Al hacer su aparición a caballo la gente se puso a correr como animales acorralados. Sus gritos o tal vez su visible fragilidad parecieron suscitar algo dentro de Glanton. Brown le observó. Metió piernas al caballo y sacó su pistola y aquel somnoliento pueblo fue convertido en el acto en un degolladero. Muchos habían corrido hacia la iglesia y estaban aferrados al altar y de dicho refugio fueron sacados a rastras uno por uno y uno por uno asesinados y escalpados en el presbiterio. Cuando la compañía volvió a pasar por el pueblo cuatro días más tarde los muertos todavía estaban en las calles y servían de alimento a zopilotes y cerdos. Los carroñeros observaron en silencio mientras los jinetes pasaban como figurantes en un sueño. Cuando el último se hubo perdido de vista, se pusieron a comer otra vez.