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A mediodía encontraron una bodega regentada por un tal Frank Carroll, un garito de techo bajo antaño cuadra cuyas puertas permanecían abiertas hacia la calle para dejar entrar un poco de luz. El violinista los había seguido con lo que parecía ser una gran tristeza y tomó posiciones junto a la puerta, lo que le permitía ver cómo bebían los extranjeros y cómo dejaban sus doblones de oro sobre el mostrador. En el portal había un viejo tomando el sol y el viejo se inclinó hacia el ruidoso interior con una trompetilla de cuerno de cabra, asintiendo como en señal de aquiescencia pese a que no se habló en ningún idioma que él pudiera entender.

El juez había reparado en el músico y dio una voz y le lanzó una moneda que repicó en las piedras de la calle. El violinista la examinó como si pudiera no valer nada y se la guardó entre la ropa y se ajustó el instrumento bajo la barbilla y atacó una tonada que ya era antigua entre los que hablaban castellano de España de doscientos años atrás. El juez salió al vano iluminado por el sol y ejecutó una serie de pasos con extraña precisión y se habría dicho que el violinista y él eran ministriles extranjeros que habían coincidido casualmente en aquella ciudad medieval. El juez se quitó el sombrero y dedicó una reverencia a dos damas que habían dado un rodeo para evitar el garito y luego hizo alocadas piruetas sobre sus pies menudos y vertió un poco de pulque de su vaso en la trompetilla del viejo. Este tapó rápidamente el cuerno con la yema del pulgar y lo sostuvo ante él con mucho cuidado barrenándose la oreja con un dedo. Después bebió.

Al anochecer las calles se llenaron de lunáticos entontecidos que se tambaleaban y maldecían y disparaban a las campanas de la iglesia en una cencerrada impía hasta que salió el cura portando ante él al Cristo crucificado y exhortándolos con latinajos. El hombre fue apaleado y zarandeado obscenamente y le tiraron monedas de oro con él en el suelo aferrado a su cruz. Cuando se levantó no quiso coger las monedas hasta que unos niños corrieron a reunirlas y entonces les ordenó que se las entregaran mientras los bárbaros vociferaban y brindaban por él.

La gente fue desfilando, la calle quedó vacía. Algunos americanos se habían metido en las frías aguas del torrente y estaban chapoteando y subieron empapados a la calle y quedaron sombríos y humeantes y apocalípticos a la media luz de las farolas. Hacía frío y recorrieron la adoquinada población despidiendo vapor como ogros de cuento y se había puesto a llover otra vez.

El día siguiente era la festividad de las Ánimas y hubo una procesión por las calles con una carreta tirada por caballos que portaba un Cristo de tosca factura en un catafalco viejo y manchado. Detrás iba el grupo de acólitos laicos, el cura iba delante haciendo sonar una campanilla. Una cofradía descalza vestida de negro marchaba al final portando cetros de hierbas. El Cristo pasó bamboleándose, pobre figura de paja con la cabeza y los pies tallados. Lucía una corona de escaramujo y unas gotas de sangre pintadas en la frente y lágrimas de color azul en sus cuarteadas mejillas de madera. Los lugareños se arrodillaban y santiguaban y los había que se aproximaban para tocar el manto de la figura y besarle los dedos. La comitiva fue pasando y los niños sentados en los portales comían calaveras de pastel y observaban el desfile y la lluvia en la calle.

El juez estaba a solas en la cantina. También él estaba viendo llover con los ojos menudos de su enorme rostro pelado. Se había llenado los bolsillos de calaveras de caramelo y estaba sentado junto a la puerta ofreciéndolas a los niños que pasaban bajo los aleros pero ellos se alejaban asustados como potrillos.

Por la tarde grupos de lugareños bajaron del cementerio por el lado de la colina y ya de anochecida con velas o fanales aparecieron de nuevo y subieron a la iglesia para rezar. Era casi imposible no cruzarse con grupos de americanos temulentos y aquellos roñosos visitantes se quitaban el sombrero con torpeza y se tambaleaban y reían y hacían proposiciones obscenas a las chicas. Carroll había cerrado su sórdido bar al atardecer pero lo volvió a abrir para que no le desfondaran las puertas. Era ya de noche cuando llegó un grupo de jinetes que se dirigía a California, todo ellos al borde de la extenuación. Pero antes de transcurrida una hora partían de nuevo. A medianoche, cuando se decía que las almas de los muertos rondaban por allí, los cazadores de cabelleras volvían a estar en la calle chillando y disparando a pesar de la lluvia y de la muerte y aquello se prolongó esporádicamente hasta el amanecer.

Al mediodía siguiente Glanton tuvo una especie de acceso debido a su embriaguez y se precipitó desgreñado y loco a un pequeño patio y empezó a abrir fuego con sus pistolas. Por la tarde estaba atado a su cama como un demente y el juez le hacía compañía y le refrescaba la frente con trapos húmedos y le hablaba en voz baja. Mientras, otras voces se oían en las empinadas laderas. Había desaparecido una niña y grupos de ciudadanos habían salido a registrar los pozos de mina. Al poco rato Glanton se durmió y el juez se levantó y salió a la calle.

Estaba gris y llovía, caían hojas. Un mozalbete harapiento salió de un portal junto a un canalón de madera y le tironeó del brazo. Llevaba dos cachorros en la pechera de la camisa y los ofreció al juez por si quería comprarlos, agarrando a uno de ellos por el pescuezo.

El juez estaba mirando calle arriba. Al bajar la vista y ver al niño el niño le ofreció el otro perro. Colgaban los dos flácidos. Se venden perros, dijo.

¿Cuánto quieres?, dijo el juez.

El niño miró alternativamente a los cachorros. Quizá para escoger el que más se ajustara al carácter del juez, como si semejante perro pudiera existir. Adelantó el que sostenía con la mano izquierda. Cincuenta centavos, dijo.

El cachorrillo se retorció y trató de volver al interior de la mano como un animal se mete en la madriguera, imparciales sus ojos azul claro, temeroso por igual del frío y de la lluvia y del juez.

Ambos, dijo Holden. Buscó monedas en sus bolsillos.

El vendedor de perros pensó que le estaba regateando y volvió a examinar los cachorros para mejor determinar su valor, pero el juez había sacado ya de sus sucias ropas una pequeña moneda de oro con la que se habría podido comprar una tonelada de aquellos perros. Adelantó la mano con la moneda en la palma y con la otra agarró los cachorros que sujetaba el niño sosteniéndolos en una mano como un par de calcetines. Hizo un gesto con la moneda.

Andale, dijo.

El chico miró el oro.

El juez cerró el puño y lo volvió a abrir. La moneda no estaba. Agitó los dedos en el vacío y buscó detrás de la oreja del niño y sacó la moneda y se la dio. El chico la sostuvo con las dos manos como si fuera un pequeño copón y luego miró al juez. Pero el juez había echado a andar con los cachorros colgando. Fue por el puente de piedra y miró hacia la corriente crecida y levantó los cachorros y los lanzó al agua.

Al otro lado el puente daba a una callejuela paralela al río. Y allí estaba el tasmanio orinando al agua desde un murete de piedra. Cuando vio que el juez lanzaba los perros al agua sacó su pistola y dio una voz.