Los perros desaparecieron en la espuma. Fueron arrastrados uno detrás del otro por un raudal de agua verde sobre las losas de roca pulida hasta una poza que había más abajo. El tasmanio levantó y amartilló el arma. En las transparentes aguas de la poza giraban hojas de sauce como albures de jade. La pistola dio una sacudida en su mano y uno de los perros saltó en el agua y el tasmanio la armó de nuevo y volvió a disparar y una mancha rosa se difuminó. Amartilló y disparó la pistola por tercera vez y el otro perro reventó también y se hundió.
El juez siguió andando por el puente. Cuando el niño llegó corriendo y miró hacia abajo todavía tenía la moneda en la mano. El tasmanio estaba en la calle de enfrente con la picha en una mano y el revólver en la otra. El humo había flotado aguas arriba y en la poza ya no había nada.
Glanton despertó a media tarde y consiguió librarse de sus ligaduras. La primera noticia que tuvieron de él fue que había rajado la bandera mexicana que ondeaba delante del cuartel y que la había atado al rabo de una mula. Luego había montado en la mula y la había hecho cruzar la plaza arrastrando por el polvo la sagrada bandera.
Dio una vuelta por las calles y salió de nuevo a la plaza, maltratando duramente los flancos del animal. Al volver grupas sonó un disparo y la mula cayó muerta en el acto debajo de él con una bala de fusil en el cerebro. Glanton giró en redondo y se puso en pie disparando como un loco. Una anciana cayó sin chistar a las piedras. El juez y Tobin y Doc Irving llegaron del bar de Frank Carroll a la carrera y se arrodillaron a la sombra de una pared y empezaron a disparar a las ventanas superiores. Otra media docena de americanos dobló la esquina por el lado opuesto de la plaza y en un intercambio de tiros dos de ellos cayeron a tierra. Escorias de plomo rebotaban en las piedras y el humo quedó flotando en el aire húmedo de las calles. Glanton y John Gunn habían conseguido llegar al cobertizo contiguo a la posada donde estaban los caballos y empezaron a sacar a los animales. Tres miembros más de la compañía entraron corriendo y empezaron a sacar arreos del edificio y ensillar a los caballos. El tiroteo en la calle era ahora continuo, dos americanos estaban muertos y otros tirados en el suelo gritando. Cuando la compañía partió treinta minutos más tarde hubo de pasar bajo una lluvia de balas y piedras y botellas y dejaron a seis de ellos atrás.
Una hora después Carroll y otro americano llamado Sanford que residía en el pueblo los alcanzaron. Los ciudadanos habían incendiado la taberna. Después de bautizar a los americanos heridos el ex cura se apartó mientras los mataban de sendos tiros a la cabeza.
Al atardecer encontraron subiendo por la cara occidental de la montaña una recua de ciento veintidós mulos que transportaban matraces de mercurio para las minas. Oyeron los gritos y latigazos de los arrieros en los toboganes un poco más abajo y vieron a las bestias afanarse como cabras por una línea de falla en la roca viva. Mala suerte. A veintiséis días del mar y menos de dos horas de las minas. Los mulos resollaban y tanteaban en el talud y los muleros, harapientos en sus coloreados vestidos, los arreaban. Cuando el primero de ellos vio a los jinetes allá arriba se irguió sobre los estribos y miró hacia atrás. La columna de mulos siguió serpenteando por la vereda unos mil metros más y cuando se agrupaban o se detenían podían verse otras secciones del convoy en distintos toboganes, grupos de ocho y diez mulas, mirando ahora a un lado ahora a otro, cada cual con la cola roída por la que iba detrás y el mercurio palpitando pesadamente dentro de los matraces de gutapercha como si contuvieran bestias secretas, cosas a pares que se agitaban y respiraban inquietas dentro de los panzudos talegos. El arriero gritó y miró sendero arriba. Glanton le había alcanzado. El hombre saludó cordialmente al americano. Glanton pasó de largo sin hablar, tomando el lado superior de aquel estrecho pedregoso y empujando peligrosamente al mulo del arriero hacia las piedras sueltas del camino. El hombre puso mala cara y giró y dio una voz hacia los de abajo. Los otros jinetes le arrinconaron también al pasar, los ojos pequeños y las caras negras como fogoneros debido al humo del tiroteo. Se apeó del mulo y agarró la escopeta que llevaba bajo el alero de la silla. David Brown estaba pasando en ese momento, pistola en mano, del lado izquierdo de su caballo. Levantó el arma por encima del fuste de la silla y mató al hombre de un tiro en el pecho. El arriero cayó sentado y Brown le disparó otra vez haciéndolo precipitarse al abismo.
El resto de la compañía apenas se molestó en mirar qué es lo que había pasado. Todos ellos estaban disparando a quemarropa a los muleros. Caían de sus monturas y quedaban tendidos en el sendero o resbalaban pendiente abajo y desaparecían de la vista. Los que estaban más abajo hicieron girar a sus mulas y trataron de escapar y las agotadas acémilas empezaron a encaramarse frenéticamente a la escarpada pared del risco como ratas enormes. Los jinetes se abrían paso entre las bestias y la roca y las empujaban metódicamente al precipicio, los animales cayendo silenciosamente como mártires, girando en el aire vacío para explotar en las rocas de más abajo entre estallidos de sangre y argento vivo a medida que los matraces se rompían y el mercurio rodaba en el aire formando lienzos y lóbulos y pequeños satélites trémulos y todas esas formas se agrupaban abajo y corrían por el cauce pedregoso de los arroyos a modo de irrupción de algún nuevo experimento alquímico urdido en la secreta oscuridad del corazón de la tierra, el ciervo de los antiguos fugitivo en la ladera de la montaña, luminosos y raudos en los regueros secos de las tormentas y moldeando las anfractuosidades de la roca y brincando de saliente en saliente siempre cuesta abajo, esplendorosos y ágiles como anguilas.
Los muleros se desviaron del camino al llegar a un recodo en que el precipicio era casi transitable y continuaron y cayeron con estrépito entre enebros y pinos enanos en medio de una confusión de gritos mientras los jinetes se llevaban a las mulas rezagadas y descendían a lo loco por la vereda de roca como si también ellos estuvieran a merced de algo terrible. Carroll y Sanford se habían distanciado de la compañía y cuando llegaron al bancal por donde el último de los arrieros había desaparecido tiraron de las riendas y miraron hacia atrás. La vereda estaba desierta a excepción de varios mulateros muertos. En la curva que describía el risco pudieron ver las formas reventadas de un centenar de mulas que habían sido despedidas escarpa abajo y pudieron ver los aspectos brillantes del mercurio encharcados a la luz del crepúsculo. Los caballos piafaron y arquearon sus pescuezos. Los jinetes desviaron la vista hacia la espantosa sima que se abría a sus pies y se miraron unos a otros pero no les hizo falta parlamentar, tiraron de los bocados de sus caballos y los espolearon montaña abajo.
Al atardecer dieron alcance a la compañía. Habían desmontado al otro lado de un río y el chaval y un delaware arreaban a los caballos para sacarlos del borde del agua. Llevaron sus animales al vado y cruzaron con el agua rozando las panzas de los caballos y estos tanteando las piedras y mirando espantados de soslayo la catarata que atronaba aguas arriba cayendo de un bosque oscuro a la hirviente poza de más abajo. Cuando salieron del vado el juez se adelantó y agarró con la mano la quijada del caballo de Carroll.
¿Dónde está el negro?, dijo.
Carroll miró al juez. Estaban casi a la misma altura y Carroll a caballo. No lo sé, dijo.
El juez miró a Glanton. Glanton escupió.
¿Cuántos hombres has visto en la plaza?
No he tenido tiempo de contarlos. Creo que eran tres o cuatro.
¿Pero el negro no?
A él no le vi.
Sanford se adelantó en su caballo. No había ningún negro en la plaza, dijo. Vi cómo mataban a los muchachos y eran todos tan blancos como tú y como yo.