Se puso a revolver otra vez y sacó una vieja marmita de latón y levantó la tapa y hurgó dentro con un dedo. Los restos de una liebre flaca de la pradera, enterrada en grasa fría y recubierta de un moho azulado. Volvió a cerrar la tapa de la marmita y colocó esta sobre el fuego. No es gran cosa pero lo compartiremos, dijo.
Muchas gracias.
Te has perdido en la oscuridad, dijo el viejo. Removió la lumbre, sacando de las cenizas pequeños colmillos de hueso.
El chaval no respondió nada.
El viejo movió la cabeza de atrás adelante. Duro es el camino del transgresor. Dios creó este mundo, pero no a gusto de todos, ¿verdad?
No creo que a mí me tuviera en cuenta.
Ya, dijo el viejo. Pero ¿dónde encuentra el hombre sus ideas? ¿Acaso ha visto otro mundo que le haya gustado más?
Se me ocurren sitios mejores y mejores caminos.
¿Puedes hacer que existan?
No.
No. Es un gran misterio. El hombre no puede conocer su mente porque la mente es el único medio de que dispone para conocerla. Puede conocer su corazón, pero no quiere. Y hace bien. Es mejor no mirar ahí dentro. No es el corazón de una criatura que siga el camino que Dios le ha marcado. Se puede encontrar maldad hasta en el más pequeño de los animales, pero cuando Dios creó al hombre el diablo estaba a su lado. Una criatura capaz de todo. Puede hacer una máquina. Y una máquina que fabrique esa máquina. Y si el mal puede durar mil años es que no necesita a nadie que lo maneje. ¿Lo crees así?
No sé qué decir.
Créeme.
Cuando la comida estuvo caliente, el viejo la sirvió y comieron en silencio. Los truenos iban hacia el norte y no pasó mucho rato antes de que empezaran a sonar sobre sus cabezas, provocando un fino goteo de trocitos de verdín procedentes del tubo de estufa. Encorvados sobre sus platos, rebañaron la grasa con los dedos y bebieron agua de la calabaza.
El chaval salió a fregar su taza y su plato con la arena y volvió entrechocando ambos utensilios como si quisiera ahuyentar a un fantasma asesino que acechara en la oscuridad. Una masa de cúmulos palpitaba a lo lejos contra el cielo eléctrico y fue absorbida de nuevo por la negrura. El ermitaño estaba pendiente del yermo que rugía afuera. El chaval cerró la puerta.
No tendrás tabaco por ahí, ¿verdad?
No, dijo e1 chaval.
Me lo figuraba.
¿Cree que lloverá?
Tiene toda la pinta. Probablemente no.
El chaval observó la lumbre. Empezaba a adormilarse. Se puso de pie y meneó la cabeza. El viejo le miró desde el otro lado de las llamas exangües. Ve a prepararte la cama, dijo.
Así lo hizo. Extendió la manta sobre la tierra apisonada y se quitó las botas. Apestaban. El humero gimió y pudo oír al mulo piafando y resoplando afuera y mientras dormía se agitó y murmuró como un perro con pesadillas.
Era aún de noche cuando despertó y la cabaña estaba casi totalmente a oscuras y el ermitaño inclinado sobre él, prácticamente en su petate.
¿Qué quiere?, dijo. Pero el ermitaño se apartó y por la mañana la cabaña estaba vacía y el chaval cogió sus cosas y se fue.
Durante todo el día vio hacia el norte una fina línea de polvo. Parecía estática y ya atardecía cuando se dio cuenta de que el polvo venía hacia él. Cruzó un bosque de robles verdes y abrevó al mulo en un arroyo y siguió adelante ya de anochecida y luego acampó sin encender fuego. Cuando los pájaros le despertaron se encontraba en un monte seco y polvoriento.
A mediodía estaba de nuevo en la pradera y la hilera de polvo se confundía con la línea del horizonte. Por la tarde apareció la avanzadilla de una vacada. Bestias ariscas y larguiruchas con enormes cornamentas. Aquella noche estuvo en el campamento de los boyeros y cenó alubias y galleta marinera y escuchó anécdotas de la trashumancia.
Venían de Abilene, a cuarenta días de viaje, y se dirigían a los mercados de Luisiana. Perseguidos por jaurías de lobos, coyotes e indios. Los gemidos de las reses se oían hasta de muy lejos en la oscuridad.
Los boyeros, tan andrajosos como él, no le hicieron preguntas. Había mestizos, negros libres, un par de indios.
Me han robado los avíos, dijo.
Ellos asintieron con la cabeza.
Se lo llevaron todo. Ni siquiera tengo un cuchillo.
Por qué no te quedas con nosotros. Hemos perdido a dos hombres. Decidieron largarse a California.
Yo llevo ese camino.
Me imaginaba que tú también ibas hacia California.
Podría ser. No lo he decidido aún.
Esos que te digo se juntaron con un grupo de Arkansas. Iban camino de Bexar. Pensaban tirar hasta México y luego hacia el oeste.
Apuesto a que se habrán gastado todo el dinero en whisky una vez en Bexar…
Y yo apuesto a que ese Lonnie se ha tirado a todas las putas del pueblo.
¿A cuánto está Bexar?
A un par de días.
No. Yo diría más bien cuatro.
Si uno quisiera llegair hasta allí, ¿qué tendría que hacer?
Si sigues derecho hacia el sur deberías encontrar el camino en cosa de media jornada.
¿Piensas ir a Bexar?
Puede.
Si ves a Lonnie por allí dile que se folle a una por mí. De parte de Oren. Te invitará a un trago si es que no se ha pulido ya todo el dinero.
Por la mañana comieron tortas de avena con melaza y los boyeros ensillaron y se pusieron en camino. Cuando fue a por el mulo encontró una pequeña bolsa de fibra atada al correaje y dentro de la bolsa había un buen puñado de alubias secas y unos pimientos y un viejo cuchillo Greenriver con una empuñadura hecha de cordel. Ensilló el mulo: el lomo empezaba a mostrar mataduras, las pezuñas tenían grietas. Sus costillas parecían espinas de pescado. Se pusieron en camino por la interminable llanura.
Llegó a Bexar la tarde del cuarto día y se detuvo sin desmontar en un otero y contempló la ciudad allá abajo, las casas de adobe, la línea de robles y álamos que señalaba el curso del río. La plaza repleta de carros con sus fuelles de algodón basto y los enjalbegados edificios públicos y la cúpula morisca surgiendo de entre los árboles y el fuerte y a lo lejos el alto polvorín de piedra. Una brisa ligera agitó las flecos de su sombrero, su pelo grasiento y apelmazado. Sus ojos parecían sendos túneles excavados en la cara hundida y obsesionada y de las profundidades de sus botas emanaba un hedor fétido. El sol acababa de ponerse y hacia poniente se veían bancos de nubes rojas como la sangre de las que surgían pequeños chotacabras del desierto como si huyeran de un pavoroso incendio en los confines de la tierra. Escupió una saliva seca y blanca y arrimó los agrietados estribos de madera a los flancos del mulo y se pusieron en marcha una vez más.
Bajando por un angosto camino de arena se cruzó con una carreta mortuoria cargada con un montón de cadáveres, su paso anunciado por una campana y un farol que colgaba del portón trasero. En el pescante iban sentados tres hombres no muy distintos de los muertos o de los espíritus, tan blancos de cal estaban y casi fosforescentes en el crepúsculo. Tiraban de la carreta un par de caballos y siguieron camino arriba dejando a su paso un ligero hedor a ácido fénico. Les vio perderse de vista. Los pies desnudos de los muertos saltaban tiesos de un lado al otro.
Era de noche cuando entró en la ciudad recibido por ladridos de perro, rostros que apartaban cortinas en las ventanas iluminadas. El ligero repicar de los cascos del mulo resonaba en las calles vacías. El mulo olfateó el aire y torció por un callejón que daba a una plaza en donde las estrellas iluminaban un pozo, un bebedero, un atadero para caballos. El chaval descabalgó y cogió el cubo del brocal de piedra y lo bajó al pozo. Se oyó el eco de un chapoteo. Sacó el cubo, rebosando agua en la oscuridad. Sumergió la calabaza y bebió y el mulo le empujó con el hocico. Cuando terminó de beber dejó el cubo en el suelo y se sentó en el brocal y miró beber al mulo.
Anduvo por la ciudad llevándolo de la mano. No se veía un alma. Por fin llegó a una plaza y pudo oír guitarras y una trompeta. Al fondo de la plaza se veían las luces de un café, se oían risas y gritos agudos. Cruzó con el mulo hacia las luces, pasando por delante de un largo pórtico.