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El juez soltó el caballo de Carroll y fue a buscar e1 suyo propio. Dos delaware se separaron del grupo. Cuando partieron sendero arriba era casi de noche y la compañía se había adentrado en el bosque y apostado centinelas en el vado y no encendieron fuego.

Nadie bajó por el camino. La primera parte de la noche fue muy oscura pero el primer relevo vio que empezaba a clarear en el vado y la luna salió sobre el cañón y vieron bajar un oso y pararse en la otra orilla y olisquear el aire y dar media vuelta. El juez y los delaware volvieron al rayar el alba. Traían al negro. Iba desnudo y envuelto en una manta. Ni siquiera llevaba botas. Montaba uno de los mulos de la recua y estaba tiritando de frío. Lo único que había podido salvar era su pistola. La llevaba contra el pecho debajo de la manta porque no tenía otro sitio mejor.

El camino que bajaba de las montañas hacia el mar occidental los condujo por verdes gargantas pobladas de enredaderas donde periquitos y vistosos guacamayos miraban de reojo y graznaban. El sendero seguía un río y el río venía crecido y lodoso y había muchos vados y la compañía cruzaba y volvía a cruzar el río a cada momento. Blanquecinas cascadas pendían de la escabrosa pared de la montaña, apartándose de la roca resbaladiza entre grandes exhalaciones de vapor. En ocho días no se cruzaron con ningún jinete. Al noveno vieron un viejo que intentaba apartarse del camino un poco más abajo, dando de bastonazos a un par de burros para meterlos en el bosque. Cuando llegaron a la altura de aquel punto se detuvieron y Glanton penetró en el bosque donde las hojas húmedas estaban removidas y encontró al viejo sentado entre los arbustos y más solo que un gnomo. Los burros alzaron la cabeza y luego la bajaron para seguir paciendo. El viejo le observó.

¿Por qué se esconde?, dijo Glanton.

El viejo no respondió nada.

¿De dónde viene?

El viejo parecía reacio a aceptar siquiera la posibilidad de un diálogo. Siguió agachado en la hojarasca con los brazos cruzados. Glanton se inclinó para escupir. Hizo un gesto con la barbilla hacia los burros.

¿Qué tiene allá?

El viejo encogió los hombros. Hierbas, dijo.

Glanton miró a los animales y miró al viejo. Luego se volvió por donde había venido para reunirse con el grupo.

¿Por qué me busca?, le gritó el viejo.

Siguieron adelante. En el valle había águilas y otras aves y muchos ciervos y había también orquídeas silvestres y bejucos de bambú. Aquí el río era grande y corría sobre enormes cantos rodados y de la enmarañada selva caían saltos de agua por todas partes. El juez cabalgaba en cabeza de la columna con uno de los delaware y había cargado su rifle con semillas duras de nopal y al atardecer aderezó con mano diestra los pájaros que había cazado, frotando las pieles con pólvora y rellenándolas con pelotas de hierba seca, y luego los guardó en sus alforjas. Metía hojas de árboles y plantas entre las páginas de su libro y cazaba mariposas de montaña persiguiéndolas de puntillas con la camisa extendida entre las manos, hablándoles en susurros, no menos objeto de estudio él también. Toadvine lo miró mientras el juez hacía anotaciones, arrimando el libro al fuego para tener más luz, y le preguntó qué pretendía con todo aquello.

La pluma del juez dejó de arañar el papel. Miró a Toadvine. Luego continuó escribiendo.

Toadvine escupió al fuego.

El juez siguió escribiendo y luego cerró el cuaderno y lo dejó a un lado, juntó las manos y las pasó por encima de la nariz y de la boca hasta dejarlas sobre sus rodillas con las palmas hacia abajo.

Todo aquello que existe, dijo. Todo cuanto existe sin yo saberlo existe sin mi aquiescencia.

Dirigió la vista hacia el bosque oscuro en que hacían vivaque. Señaló con la cabeza a los especímenes que había reunido. Estas criaturas anónimas, dijo, pueden parecer insignificantes en la inmensidad del mundo. Y sin embargo hasta la más pequeña miga puede devorarnos. La cosa más insignificante debajo de esa roca ajena al saber del hombre. Solo la naturaleza puede esclavizarnos y solo cuando la existencia de toda entidad última haya sido descubierta y expuesta en su desnudez ante el hombre podrá este considerarse soberano de la tierra.

¿Qué es un soberano?

Un amo. Amo o patrón.

Entonces ¿por qué no dices amo?

Porque es un amo muy especial. El soberano manda incluso allí donde hay otros que mandan. Su autoridad suprema anula toda jurisdicción local.

Toadvine escupió.

El juez apoyó las manos en el suelo. Miró a su inquiridor. Esta es mi pertenencia, dijo. Y sin embargo hay aquí multitud de zonas aisladas de vida autónoma. Autónoma. Para que yo la posea nada debe ocurrir en ella al margen de mi providencia.

Toadvine estaba sentado con las botas cruzadas. Nadie puede hacerse conocedor de todo cuanto hay en la tierra, dijo.

El juez inclinó su enorme cabeza. El hombre que cree que los secretos del mundo están ocultos para siempre vive inmerso en el misterio y el miedo. La superstición acabará con él. La lluvia erosionará los actos de su vida. Pero el hombre que se impone la tarea de reconocer el hilo conductor del orden de entre el tapiz habrá asumido por esa sola decisión la responsabilidad del mundo y es solo mediante esa asunción que producirá el modo de dictar los términos de su propio destino.

No sé qué tiene eso que ver con cazar pájaros.

La libertad de los pájaros es un insulto. Yo los metería a todos en el zoológico.

Menudo alboroto.

El juez sonrió. Sí, dijo. Incluso así.

Por la noche pasó una caravana. Caballos y mulos llevaban la cabeza envuelta en sarapes y eran conducidos en silencio por la oscuridad, los jinetes recomendándose cautela con dedos aplicados a los labios. El juez los vio pasar desde lo alto de un gran canto rodado.

Por la mañana reanudaron la marcha. Vadearon el fangoso río Yaqui y atravesaron campos de girasoles altos como un hombre a caballo, las caras secas mirando al oeste. La región empezó a abrirse y al poco rato vieron maizales en las faldas de las colinas y algunos claros en donde había cabañas de zarza y naranjos y tamarindos. Seres humanos no vieron ninguno. El 2 de diciembre de 1849 entraban en la ciudad de Ures, capital del estado de Sonora.

Apenas habían recorrido al trote media ciudad que ya les seguía una chusma distinta en variedad y sordidez a todas cuantas habían encontrado hasta entonces, mendigos y apoderados de mendigos y putas y alcahuetes y buhoneros y niños inmundos y delegaciones enteras de ciegos y lisiados e insolentes, todos ellos gritando por Dios y algunos montados a horcajadas de porteadores apiñándose detrás de los otros y gran número de personas de toda edad y toda condición que simplemente sentían curiosidad. Mujeres de fama local haraganeaban en los balcones con las caras pringadas de índigo y almagre, chillonas como las nalgas de ciertos monos, y miraban protegidas por sus abanicos con una suerte de coquetería espeluznante como travestidos de manicomio. El juez y Glanton encabezaban la pequeña columna hablando entre sí. Los caballos asentaban el paso nerviosos y silos jinetes rozaban con sus espuelas alguna mano furtiva que se agarraba a las cinchas la mano era retirada sin chistar.

Aquella noche se hospedaron a las afueras de la ciudad en un albergue regentado por un alemán que les entregó el edificio entero y no hizo más acto de presencia, ni para cobrar ni para prestar servicio. Glanton erró por las altas y polvorientas habitaciones con techo de junco y al final encontró una vieja criada que se había escondido en lo que debía de pasar por cocina aunque nada tenía de culinario aparte de un brasero y unos cuantos tarros de arcilla. Le hizo calentar agua para bañarse todos y le puso en la mano un puñado de monedas de plata y le encargó que les preparara una mesa. La vieja miró las monedas sin moverse de allí hasta que él la ahuyentó con un gesto y ella se fue pasillo abajo como un pajarito con las monedas en la mano. Se perdió en el hueco de escalera dando voces y al poco rato había unas cuantas mujeres atareadas.