Había un grupo de gente bailando en la calle, llevaban trajes vistosos y voceaban en español. Él y el mulo se quedaron mirando desde el borde del área iluminada. Junto a la pared de la taberna había unos viejos sentados y en el polvo jugaban niños. Todos llevaban trajes extraños, los hombres con oscuros sombreros de copa chata, camisolas blancas, pantalones abotonados por el exterior de la pernera, y las chicas con la cara muy pintada y peinetas de concha en sus cabellos de un negro azulado. El chaval cruzó la calle con el mulo y lo ató y entró en el café. Frente a la barra había unos cuantos hombres y cuando entró dejaron de hablar. Cruzó el pulido piso de arcilla y pasó junto a un perro soñoliento que abrió un ojo para mirarle y fue hasta la barra y apoyó ambas manos en el mostrador. El cantinero le saludó con un gesto de cabeza. Dígame.
No tengo dinero pero necesito un trago. Puedo fregar el suelo o sacar las lavazas o lo que sea.
El cantinero miró hacia una mesa donde dos hombres jugaban al dominó. Abuelito, dijo.
El más viejo de los dos alzó la cabeza.
¿Qué dice el muchacho?
El viejo miró al chaval y siguió con su partida.
El cantinero se encogió de hombros.
El chaval se volvió al viejo. ¿Habla americano?, dijo.
El viejo levantó la vista de sus fichas. Estudió al chaval sin expresión.
Explíquele que trabajaré a cambio de bebida. No tengo dinero.
El viejo adelantó la barbilla y chascó la lengua.
El chaval miró al cantinero.
El viejo formó un puño con el pulgar hacia arriba y el meñique hacia abajo e inclinó la cabeza hacia atrás y se echó un imaginario trago al gaznate. Quiere tomar una copa, dijo. Pero no puede pagar.
Los que estaban en la barra observaban.
El cantinero miró al chaval.
Quiere trabajo, dijo el viejo. Quién sabe. Volvió a su partida y ya no dijo más.
Quieres trabajar, dijo uno de los que estaban en la barra.
Se pusieron a reír.
¿De qué se ríen?, dijo el muchacho.
Callaron. Algunos se lo quedaron mirando, otros fruncieron los labios o encogieron los hombros. El muchacho se dirigió al cantinero. Estoy seguro de se puede hacer alguna cosa a cambio de un par de copas, que me zurzan si no.
Uno de los que estaba en la barra dijo algo en español. El muchacho le lanzó una mirada asesina. Los otros se guiñaron un ojo, levantaron sus vasos.
Se volvió de nuevo al cantinero. Sus ojos eran oscuros y pequeños. Barrer el suelo, dijo.
El cantinero parpadeó.
El chaval dio un paso atrás e hizo como que barría, parodia que provocó calladas risas en los que estaban bebiendo. Barrer, dijo, señalando al piso.
No está sucio, dijo el cantinero.
Repitió el gesto. Barrer, hombre, dijo.
El cantinero se encogió de hombros, fue hasta el final de la barra y volvió con una escoba. El muchacho la agarró y se fue al fondo del local.
La sala era enorme. Barrió en los rincones donde unos pequeños árboles se erguían silenciosos en sus macetas en medio de la oscuridad. Barrió junto a las escupideras y barrió en torno a la mesa de los jugadores y barrió alrededor del perro. Barrió a todo lo largo de la barra y cuando llegó a donde estaban los que bebían se enderezó apoyándose en la escoba y los miró. Ellos conferenciaron entre sí en voz baja y finalmente uno de ellos agarró su vaso y se apartó. Los otros le imitaron. El chaval siguió barriendo hasta la puerta.
Los bailarines no estaban, no había música. Al otro lado de la calle había un hombre sentado en un banco y ligeramente iluminado por la luz que salía del café. El mulo seguía donde él lo había dejado. Sacudió la escoba contra los escalones y volvió a entrar y llevó la escoba hasta la esquina de donde la había cogido el cantinero. Después se llegó a la barra.
El cantinero no le hizo caso.
El chaval golpeó la barra con sus nudillos.
El cantinero se volvió y se llevó una mano a la cadera y frunció los labios.
Qué hay de ese trago, dijo el chaval.
El cantinero no hizo nada.
El chaval imitó los gestos de beber que el viejo había hecho antes y el cantinero sacudió el trapo ociosamente.
Ándale, dijo. Hizo un gesto como si le mandara a otra parte.
El chaval puso mala cara. Hijo de puta, dijo. Avanzó hacia él. La expresión del cantinero no varió. De detrás de la barra sacó una anticuada pistola militar con llave de pedernal y la amartilló con el canto de la mano. Un chasquido de madera en mitad del silencio. Un tintineo de vasos en toda la barra. Luego un arrastrar de sillas retiradas por los jugadores.
El chaval se quedó inmóvil. Abuelo, dijo.
El viejo no respondió. En el local no se oía una mosca. El chaval se volvió para buscarlo con la mirada.
Está borracho, dijo el viejo.
El muchacho vigilaba los ojos del cantinero.
El cantinero señaló hacia la puerta con su pistola.
El viejo habló en español sin dirigirse a nadie en concreto. Luego le habló al cantinero. Después se puso el sombrero y salió.
La cara del cantinero estaba exangüe. Cuando rodeó el extremo de la barra había dejado la pistola y empuñaba un mazo con una mano.
El chaval retrocedió hasta el centro de la sala y el cantinero se le fue acercando despacio como quien se dirige a cumplir una tarea. Arremetió dos veces contra el chaval y este se apartó dos veces hacia la derecha. Luego dio un paso atrás. El cantinero se quedó quieto. El chaval tomó impulso y alcanzó la pistola que estaba detrás de la barra. Nadie se movió. Abrió el rastrillo acerado frotándolo contra el mostrador e hizo caer la pólvora detonante y dejó otra vez la pistola. Luego eligió un par de botellas llenas de los estantes que tenía detrás y rodeó el extremo de la barra con una en cada mano.
El cantinero estaba en mitad del local. Respiraba con dificultad y giró siguiendo los movimientos del muchacho. Cuando el chaval se le acercó levantó el mazo en alto. El chaval se agachó ligeramente sin soltar las botellas y hurtó el cuerpo y luego descargó la que llevaba en la mano derecha en la cabeza del otro. Sangre y licor se desparramaron y el hombre se dobló por las rodillas y puso los ojos en blanco. El chaval había soltado ya el cuello de botella y se pasó la otra a la mano derecha al estilo bandolero sin dejarla caer y de revés la sacudió contra el cráneo del cantinero y justo cuando el otro caía le incrustó el borde mellado en el ojo.
Miró en derredor. Algunos de aquellos hombres llevaban pistola al cinto pero ninguno se movió. El chaval salvó la barra de un salto y agarró otra botella y se la metió bajo el brazo y salió por la puerta. El perro ya no estaba. El hombre que había visto en el banco se había ido también. Desenganchó el mulo y lo guió a pie por la plaza.
Despertó en la nave de una iglesia en ruinas, mirando deslumbrado a la bóveda del techo y las altas paredes combadas con sus frescos descoloridos. El piso de la iglesia tenía dos palmos de guano seco y excrementos de vaca y oveja. Aleteaban palomas entre las columnas de luz polvorienta y en el presbiterio tres ratoneros anadeaban junto al cadáver roído de un animal muerto.
Sentía cargazón en la cabeza y su lengua estaba hinchada por la sed. Miró a su alrededor. Había metido la botella bajo la silla de montar y la buscó y la sostuvo en alto y la agitó y quitó el tapón para beber. Se quedó sentado con los ojos cerrados y la frente perlada de sudor. Luego abrió los ojos y bebió de nuevo. Los ratoneros se alejaron trotando uno detrás de otro hacia la sacristía. Al rato se levantó y salió a buscar al mulo.