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No encierra ningún misterio, dijo.

Los reclutas parpadearon como bobos.

Vuestro máximo deseo es que os cuente algún misterio. El misterio es que no hay ningún misterio.

Se puso de pie y se alejó hacia lo oscuro. Sí, dijo el ex cura, observándole con la pipa fría entre los dientes. Ningún misterio. Como si él mismo no fuera uno, maldito engañabobos.

Tres días más tarde llegaban al Colorado. Parados al borde del río observaron las turbias aguas color de arcilla que bajaban del desierto en un hervor constante. Dos grullas que había en la orilla se alejaron aleteando y los caballos y los mulos se aventuraron en los alfaques con precaución y se pusieron a beber levantando de vez en cuando el hocico mojado para observar la corriente y la orilla opuesta.

Río arriba encontraron en un campamento los restos de una caravana de carros arrasada por el cólera. Los supervivientes iban y venían entre las lumbres de mediodía o miraban con ojos hundidos a los dragones harapientos que llegaban de los sauces. Sus enseres estaban esparcidos por la arena y las irrisorias pertenencias de los fallecidos estaban en un aparte para ser repartidas entre los demás. Había en el campamento algunos indios yumas. Los hombres llevaban el pelo cortado bastante largo o en pelucas apelmazadas con fango e iban de acá para allá con pesadas mazas colgando de la mano. Tanto ellos como las mujeres tenían la cara tatuada y las mujeres no vestían otra cosa que unas faldas de corteza de sauce trenzada y muchas de ellas eran preciosas y muchas más tenían marcas de sífilis.

Glanton recorrió aquella desolada cochera con el perro pisándole los talones y el rifle en la mano. Los yumas estaban pasando al otro lado del río los pocos mulos dejados por la caravana y Glanton los observó desde la orilla. Aguas abajo habían ahogado a una de las bestias y la remolcaban hasta la orilla para descuartizarla. Un anciano vestido con un sayo y luciendo una barba larga estaba sentado con los pies en el agua y las botas a un lado.

¿Dónde están sus caballos?, dijo Glanton.

Nos los comimos.

Glanton miró detenidamente el río.

¿Cómo piensa cruzar?

En la balsa.

Miró hacia donde el anciano le señalaba. ¿Qué les cobra por llevarlos al otro lado?, dijo.

Un dólar por cabeza.

Glanton volvió la cabeza y miró a los peregrinos que había en la playa. El perro estaba bebiendo del río y él le dijo algo y el perro fue a sentarse a su lado.

La balsa dejó la ribera opuesta y fue a fondear aguas arriba a un desembarcadero en donde había un anclaje hecho de maderos de deriva. La balsa consistía en un par de viejas cajas de carro acopladas entre sí y calafateadas con brea. Un grupo de personas había acarreado sus bártulos y aguardaba en pie. Glanton remontó la orilla y fue a por su caballo.

El barquero era un tal Lincoln, médico del estado de Nueva York. Estaba supervisando la carga mientras los viajeros subían a bordo y se acomodaban con sus fardos junto a las barandillas de la barcaza mirando con incertidumbre el ancho cauce. Un mastín mestizo observaba la escena desde la orilla. Al aproximarse Glanton, erizó el pelo. El médico se dio la vuelta e hizo visera con la mano y Glanton se presentó. Se estrecharon la mano. Mucho gusto, capitán Glanton. Para servirle.

Glanton asintió con la cabeza. El médico dio instrucciones a los dos hombres que trabajaban para él y luego fue con Glanton río abajo por el camino de sirga, Glanton guiando al caballo de las riendas y el perro del médico unos diez pasos más atrás.

El grupo de Glanton había acampado en un arenal al que los sauces de la ribera daban un poco de sombra. Al ver que Glanton y el médico se aproximaban el idiota se levantó en su jaula y asió los barrotes y empezó a chillar como si quisiera advertir de algo al médico. Este dio un rodeo para evitar al monstruo, mirando siempre a su anfitrión, pero los lugartenientes de Glanton se habían adelantado y al poco rato el médico y el juez estaban platicando con exclusión de todos los demás.

Por la tarde Glanton y el juez y un destacamento de cinco cabalgaron río abajo hasta el campamento yuma. Pasaron por un bosque de sauces y sicomoros manchados de arcilla de las últimas crecidas y dejaron atrás viejas acequias y pequeños sembrados de invierno donde el viento agitaba las pequeñas farfollas de maíz y cruzaron el río por el vado de Algodones. Cuando los perros los anunciaron el so1 ya se había puesto y por el oeste la tierra estaba roja y cabalgaron en fila india, tallados en camafeo por la luz vinosa, con el lado oscuro mirando al río. Entre los árboles ardían sin llama las lumbres del campamento y una delegación de indios a caballo salió a recibirlos.

Se detuvieron sin desmontar. Los yumas venían ataviados con todas sus ridículas insignias y por añadidura lo hacían con tal aplomo que los jinetes más pálidos hubieron de esforzarse por mantener la compostura. El jefe era un hombre llamado Caballo en Pelo y este viejo magnate llevaba un tabardo de lana con cinturón propio de un clima mucho más frío y debajo del mismo una blusa de mujer en seda con bordados y unos bombachos de casinete gris. Era pequeño y nervudo y había perdido un ojo a manos de un maricopa y dedicó a los americanos un extraño rictus priápico que en tiempos pudo haber sido sonrisa. A su derecha, un cacique menor llamado Pascual que iba embutido en una guerrera con alamares y los codos rotos y que llevaba en la nariz un hueso del que colgaban pequeños pendientes. El tercer hombre era un tal Pablo e iba vestido con una chaqueta escarlata con galones deslustrados y deslustradas charreteras de hilo de plata. Nada llevaba en los pies y nada en las piernas y lucía en la cara unos anteojos redondos de color verde. De esta guisa se situaron frente a los americanos y saludaron con austeros gestos de cabeza.

Brown escupió al suelo y Glanton meneó la cabeza.

Vaya terceto de cafres, dijo.

Solo el juez pareció mostrarles alguna deferencia y fue sensato al hacerlo, considerando probablemente que las cosas rara vez son lo que parecen.

Buenas tardes, dijo.

El magnate adelantó la barbilla, un gesto leve atenuado por una cierta ambigüedad. Buenas tardes, dijo. ¿De dónde vienen?

XVIII

De vuelta al campamento - El idiota en libertad

Sarah Borginnis - Enfrentamiento

Un baño en el río - El chirrión quemado

James Robert en el campamento

Otro bautizo -Juez y tonto.

Partieron del campamento yuma en el crepúsculo matutino. El Cangrejo, la Virgen y el León corrían por la eclíptica en la noche del sur y hacia el norte la constelación de Casiopea ardía como una rúbrica de bruja en la negra faz del firmamento. En su larga charla nocturna habían acordado con los yumas apoderarse de la barcaza. Iban aguas arriba entre los árboles manchados por la crecida hablando quedo entre ellos como hombres que vuelven de una reunión social, de una boda o de un velorio.