A la luz del día las mujeres que estaban en el paso habían descubierto la jaula con el idiota dentro. Formaron allí un corro sin que pareciera chocarles su desnudez ni la inmundicia. Le hablaron canturreando y consultaron entre ellas y una que se llamaba Sarah Borginnis encabezó la comitiva para ir en busca del hermano. Era una mujer enorme con una cara grande y colorada y le puso de vuelta y media.
¿Y cómo es que te llamas?, dijo la mujer.
Cloyce Bell, señora.
¿Y él?
Se llama James Robert pero nadie le llama así.
Si vuestra madre le viera, ¿qué crees que diría?
No lo sé. Está muerta.
No te da vergüenza?
No señora.
A mí no me repliques.
No era mi intención. Si lo quiere, lléveselo. Se lo regalo. No puedo hacer más de lo que ya he hecho.
Me das pena. Se volvió a las otras mujeres.
Ayudadme todas. Hemos de bañarlo y buscarle algo con que vestirse. Que alguien vaya a buscar jabón.
Señora, dijo el hermano.
Vosotras llevadlo al río.
Toadvine y el chaval pasaron por allí cuando ellas iban arrastrando la carreta. Se apartaron del camino para verlas pasar. El idiota estaba agarrado a los barrotes y aulló al ver el agua mientras varias mujeres entonaban un himno.
¿Adónde lo llevan?, dijo Toadvine.
El chaval no lo sabía. Estaban empujando la carreta marcha atrás por la arena floja hasta el borde del río y bajaron y abrieron la jaula. La Borginnis se plantó delante del imbécil.
James Robert, sal de ahí.
Alargó el brazo y cogió al idiota de la mano. El miró primero al agua y luego le tendió los brazos.
Las mujeres prorrumpieron en suspiros, varias se habían levantado las faldas hasta la cintura y estaban en el río para recibirle.
Sarah lo depositó en el agua mientras él se aferraba a su cuello. Cuando sus pies tocaron el suelo, giró hacia el agua. La Borginnis estaba sucia de heces pero no parecía darse cuenta. Miró hacia las que estaban en la orilla.
Quemad eso, dijo.
Alguien se llegó corriendo al fuego en busca de una tea y mientras James Robert era conducido hacia la corriente otras prendieron fuego a la jaula.
Él se les agarraba a las faldas, tendía una mano que parecía garra, sollozaba, babeaba.
Se ve a sí mismo ahí dentro, dijeron.
Claro. Imagínate, tener a este niño encerrado como si fuera un animal salvaje.
Las llamas de la carreta crepitaban en el aire seco y el ruido debió de llamar la atención del idiota, pues volvió hacia allí sus vacuos ojos negros. Lo sabe, dijeron. Todas estuvieron de acuerdo. La Borginnis avanzó con el vestido flotando a su alrededor y atrajo hacia sí al idiota y lo tomó en sus recios brazos aunque ya era un adulto. Lo sostuvo en alto, le canturreó. Sus pálidos cabellos flotaban en la superficie del agua.
Sus antiguos compañeros vieron esa noche al idiota junto al fuego de los inmigrantes envuelto en un vestido de lana burda. Su delgado pescuezo giraba con cautela en el cuello de una camisa demasiado grande. Le habían engrasado el pelo y se lo habían peinado de tal manera que parecía pintado encima del cráneo. Le llevaron dulces y él babeaba contemplando el fuego, para gran admiración de los otros. En la oscuridad el río corría sin fin y una luna color de pez se elevó al este sobre el desierto y su árida luz dibujó sombras al lado de ellos. Las lumbres se fueron apagando y el humo fotó gris y encerrado en la noche. Los pequeños chacales aullaban desde la otra orilla y los perros del campamento empezaron a agitarse y gruñir por lo bajo. La Borginnis llevó al idiota a su jergón bajo un toldo de carro y lo dejó en su ropa interior nueva y le arropó y le dio un beso de buenas noches y el campamento quedó en silencio. Cuando el idiota cruzó aquel azul anfiteatro fumante volvía a estar desnudo y se alejaba arrastrando los pies como un calípedes sin pelo. Se detuvo un momento para olfatear el aire y siguió andando. Evitó el desembarcadero y se metió entre los sauces de la orilla, gimoteando y apartando aquellas cosas de la noche con sus débiles brazos. Y ya estaba a solas al borde del agua. Ululó flojo y su voz salió de él como una ofrenda que también fuera necesaria, pues no hubo de ella ningún eco. Entró en el agua. La corriente le llegaba poco más arriba de la cintura cuando perdió pie y se fue abajo.
El juez estaba haciendo su ronda nocturna totalmente desnudo y pasó por aquel preciso lugar -siendo tales encuentros más corrientes de lo que suponemos o cuántos sobrevivirían a una travesía en plena noche- y se metió en el río y agarró al idiota que ya se ahogaba, sacándolo por los talones como una inmensa comadrona y palmeándole la espalda con vigor para que expulsara el agua. Una escena de parto o bautismo o ritual no recogida en ninguna liturgia conocida. Le escurrió el cabello y lo cogió, desnudo y sollozante, en brazos y lo llevó al campamento y lo dejó entre sus compañeros como le correspondía.
XIX
El obús - Los yumas atacan - Escaramuza
Glanton se hace con la balsa - El judas ahorcado
Los cofres - Delegación hacia la costa - San Diego
Organizando la intendencia - Brown en la herrería
Disputa - Webster y Toadvine liberados - El océano
Un altercado - Un hombre quemado vivo
Brown lo pasa mal - Historias de tesoros
La evasión - Asesinato en las montañas
Glanton se va de Yuma - El alcalde ahorcado
Rehenes - Regreso a Yuma
Médico y juez, negro y tonto - Amanecer en el río Carretas sin ruedas - El asesinato de Jackson
Matanza en Yuma.
El médico se dirigía a California cuando la barcaza le cayó en las manos casi por azar. En los meses que siguieron había amasado una considerable fortuna en oro y plata y joyas. El y los dos hombres que trabajaban para él vivían en la orilla occidental del río a media colina con vistas al embarcadero entre los contrafuertes de una fortificación inacabada hecha de barro y piedra. Además de los dos carros que había heredado de las tropas del comandante Graham contaba también con un obús de montaña -un pieza de bronce de doce libras con un ánima del diámetro de un platillo- y esta pieza de artillería descansaba inútil y sin cargar en su cureña de madera. En los raquíticos aposentos del médico este y Glanton y el juez estaban tomando té junto con Brown e Irving y Glanton le explicó al médico a grandes rasgos algunas de sus aventuras indias y le aconsejó firmemente que asegurara su posición. El médico puso reparos. Según él, no tenía problemas con los yumas. Glanton le dijo a la cara que todo aquel que se fiaba de un indio era un imbécil. El médico se acaloró pero se abstuvo de replicar. Intervino el juez. Preguntó al médico si consideraba que los peregrinos que había en la otra orilla estaban bajo su protección. El médico dijo que así lo creía. El juez habló sensatamente y preocupado y cuando Glanton y su destacamento volvieron colina abajo a su campamento contaban ya con la autorización del médico para fortificar la posición y cargar el obús y a tal efecto procedieron a colar todo el plomo que les quedaba, el equivalente a un sombrero lleno de balas de rifle.