Cargaron el obús aquella tarde con una libra de pólvora y la totalidad de la carga fundida y transportaron la pieza hasta un lugar desde el que se dominaba el río y el desembarcadero.
Dos días después los yumas atacaron el paso. Las barcazas estaban en la orilla oeste del río procediendo como habían convenido a descargar y los viajeros esperaban para llevarse sus enseres. Los salvajes salieron sin previo aviso de entre los sauces, a caballo y a pie, y se lanzaron a campo abierto camino del transbordador. En la colina de más arriba Brown y Long Webster giraron el obús y lo bloquearon y Brown arrimó un cigarro encendido al fogón.
Aun en aquel espacio abierto la explosión fue inmensa. Obús y soporte saltaron del suelo y recularon humeando por la arcilla apisonada. En la planicie que había al pie del fuerte se produjo una horrible destrucción y más de una docena de yumas yacían muertos o retorciéndose en la arena. Los supervivientes prorrumpieron en gritos y Glanton y sus jinetes salieron del ribazo arbolado y se lanzaron sobre ellos y los indios gritaron de rabia en vista de la traición. Sus caballos empezaron a encabritarse y los yumas los dominaron y lanzaron flechas a los dragones que se acercaban y fueron abatidos con una descarga cerrada de pistolas y los que habían desembarcado en el paso se desembarazaron de sus pertrechos y se arrodillaron y empezaron a disparar desde allí mientras mujeres y niños se tumbaban entre los baúles y las cajas. Los caballos yumas gritaban y se enarbolaban en la arena floja de la ribera, sus hocicos dilatados y sus ojos en blanco, y los supervivientes ganaron los sauces de donde habían salido dejando heridos y moribundos y muertos en el campo de batalla. Glanton y sus hombres no los persiguieron. Echaron pie a tierra y se pasearon metódicamente entre los caídos acabando a hombres y caballos por igual de un tiro en la cabeza y luego les cortaron las cabelleras mientras los pasajeros de la barcaza contemplaban la escena.
El médico observaba en silencio desde el parapeto bajo y vio cómo arrastraban los cuerpos por el desembarcadero y los tiraban al río a puntapiés. Giró y miró a Brown y Webster. Había devuelto el obús a su posición y Brown estaba sentado cómodamente sobre el cañón caliente fumando su cigarro y observando lo que sucedía abajo. El médico volvió a sus aposentos.
No apareció al día siguiente. Glanton se ocupó del transbordador. Gente que llevaba tres días esperando para cruzar a un dólar por cabeza se enteró ahora de que la tarifa había subido a cuatro dólares. Y que dicho importe no estaría en vigor más que unos pocos días. Pronto empezó a funcionar una especie de balsa de Procusto cuyas tarifas variaban en función del dinero de los pasajeros. Finalmente prescindieron de toda excusa y robaron sin más a los inmigrantes. Los viajeros eran apaleados y sus armas y bienes requisados y luego se los mandaba al desierto desamparados e indigentes. Cuando el médico bajó a reprenderlos se le pagó su parte de los beneficios y se lo mandó de vuelta a casa. Robaron caballos y violaron mujeres y los cadáveres empezaron a flotar río abajo más allá del campamento yuma. En vista de que estos ultrajes se multiplicaban, el médico se encerró en sus aposentos y ya no se le vio más.
Al mes siguiente llegó de Kentucky una compañía mandada por el general Patterson y desdeñando hacer tratos con Glanton construyeron una barcaza río abajo y cruzaron y siguieron su camino. Los yumas se adueñaron de la barcaza y pusieron a su cargo a un tal Gallaghan, pero a los pocos días fue quemada y el cuerpo decapitado de Gallaghan flotó anónimamente en el río con un buitre aposentado entre los omoplatos de riguroso negro clerical, viajero solitario hacia el mar.
La pascua de aquel año cayó el último día de marzo y al alba de aquel día el chaval y Toadvine y un chico llamado Billy Carr cruzaron el río para cortar varas de los sauces que crecían más arriba del campamento de inmigrantes. Al pasar por allí antes de que amaneciera encontraron levantado a un grupo de sonorenses y vieron colgar de una cimbra a un pobre judas hecho de paja y harapos en cuya cara de lienzo llevaba pintada una mueca que no reflejaba otra cosa por parte del ejecutante que una idea pueril del personaje y de su crimen. Los sonorenses estaban en pie y bebiendo desde la medianoche y habían encendido una hoguera en el suelo de marga donde estaba la horca y cuando los americanos pasaron cerca de su campamento les llamaron en español. Alguien había traído del fuego una caña larga con una estopa encendida en lo alto y estaba prendiendo fuego al judas. Sus remiendos habían sido atiborrados de mechas y petardos y cuando el fuego prendió la cosa empezó a reventar pedazo a pedazo en una lluvia de harapos en llamas y paja. Hasta que por último una bomba que llevaba metida en el pantalón explotó e hizo trizas el muñeco entre un hedor a hollín y azufre y los hombres lanzaron vítores y unos niños arrojaron las últimas piedras a los restos que colgaban del nudo del ahorcado. El chaval fue el último en pasar por el claro y los sonorenses le ofrecieron vino de un odre a voz en cuello pero él se arrebujó en su astrosa chaqueta y avivó el paso.
Mientras tanto, Glanton había esclavizado a algunos sonorenses y los tenía trabajando en la fortificación de la colina. Había además detenidas en su campamento una docena larga de chicas indias y mexicanas, algunas apenas niñas. Glanton supervisaba con cierto interés el levantamiento de los muros pero por lo demás dejaba que sus hombres manejaran la explotación del paso con absoluta libertad. No parecía tomar en cuenta la riqueza que estaban amasando, si bien cada día abría el cerrojo metálico con que estaba asegurado el cofre de madera y cuero que tenía en sus aposentos y levantaba la tapa y echaba en él sacos enteros de cosas valiosas, y eso que el cofre contenía ya miles de dólares en oro y plata y monedas, así como joyas, relojes, pistolas, oro en bruto dentro de bolsitas de cuero, plata en barras, cuchillos, vajillas, cuberterías, dientes.
El 2 de abril David Brown partió en compañía de Long Webster y Toadvine rumbo a San Diego en la antigua costa mexicana con la misión de conseguir suministros. Llevaban con ellos varios animales de carga y salieron al ponerse el sol, remontando la arboleda y girando hacia el río y guiando después a los caballos de costado por las dunas en el fresco crepúsculo azul.
Cruzaron el desierto en cinco días sin el menor incidente y atravesaron la sierra costera y guiaron a los mulos por la nieve del desfiladero y descendieron la ladera occidental llegando a la ciudad bajo una lenta llovizna. Sus vestiduras de pelleja les pesaban del agua acumulada y los animales estaban manchados por los sedimentos que habían rezumado de sus cuerpos y sus correajes. Se cruzaron en la calle fangosa con tropas de la caballería montada de Estados Unidos y a lo lejos oyeron las olas del mar vapuleando la costa gris y pedregosa.
Brown descolgó del borrén de su silla un morral de fibra lleno de monedas y los tres desmontaron y entraron a una tienda de licores y sin decir palabra vaciaron el saco encima del mostrador.
Había doblones acuñados en España y en Guadalajara y medios doblones y dólares de plata y pequeñas piezas de oro de medio dólar y monedas francesas de diez francos y águilas de oro y medias águilas y dólares con agujero y dólares acuñados en Carolina del Norte y en Georgia de una pureza de veintidós quilates. El tendero fue pesando las monedas en una balanza corriente, clasificadas por lotes según la acuñación, y descorchó y sirvió generosas raciones en cubiletes de estaño que llevaban marcado el nivel de una ración. Bebieron y dejaron los cubiletes y el tendero empujó la botella por los tablones mal ensamblados del mostrador.
Habían preparado una lista con las provisiones que necesitaban y una vez acordado el precio de la harina y el café y otros artículos de primera necesidad salieron a la calle cada cual con una botella en la mano. Recorrieron la pasarela de tablas y cruzaron por el barro y dejaron atrás varias hileras de chabolas y atravesaron una placita más allá de la cual pudieron ver el mar y unas tiendas de campaña y también una calle cuyas casas achaparradas estaban hechas de pieles y alineadas como curiosas falúas en el orillo de avenas de mar encima de la playa y se veían negras y relucientes bajo la lluvia.