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Fue en una de estas donde Brown despertó a la mañana siguiente. Recordaba muy poco de la víspera y no había nadie más en la cabaña. El resto del dinero estaba en un saquito colgado de su cuello. Empujó la puerta de cuero con bastidor y salió a la neblinosa penumbra. No habían guardado ni dado de comer a sus animales y decidió volver a la tienda frente a la cual los tenían atados y se sentó en la accra y vio bajar la aurora de las colinas que había detrás de la ciudad.

A mediodía se presentó en la oficina del alcalde con los ojos rojos y apestando para exigir que pusieran en libertad a sus compañeros. El alcalde se escabullé por la parte posterior del edificio y al poco rato llegaron un cabo y dos soldados americanos que le aconsejaron se marchara de allí. Una hora más tarde estaba en la herrería. Se demoró un rato antes de entrar, escudriñando la penumbra hasta que empezó a distinguir los objetos que había dentro.

El herrero estaba en su banco de trabajo y Brown entró y le puso delante una caja de caoba con una chapa de latón claveteada a la tapa. Accionó las cerraduras y abrió la caja y sacó de sus compartimientos un par de cañones de escopeta y cogió la culata con la otra mano. Engarzó los cañones al cerrojo patentado y puso la escopeta derecha encima del banco y encajó la clavija acoplada a fin de bloquear la caña. Amartilló el arma presionando con ambos pulgares y volvió a bajar los gatillos. La escopeta era de fabricación inglesa y tenía cañones de damasco y llaves historiadas y una caja de caoba maciza. Levantó la vista. El herrero le estaba mirando.

¿Entiende de armas?, dijo Brown.

Un poco.

Quiero que me recorte estos cañones.

El herrero sostenía el arma con las dos manos. Entre los cañones había una pestaña central elevada con el nombre del fabricante incrustado en oro, Londres. En el cerrojo patentado había dos tiras de platino y tanto los mecanismos como los gatillos ostentaban volutas cinceladas profundamente en el acero y llevaba sendas perdices grabadas a cada lado del nombre del armero. Los cañones de color granate estaban soldados a partir de flejes triples y en el hierro y el acero batidos se apreciaban aguas como las marcas de una ignota serpiente antigua, rara y bella y letal a la vez, y la madera presentaba un granulado de un rojo intenso en la culata, cuyo mocho contenía una cajita de cebos montada en plata y accionada a resorte.

El herrero examinó la escopeta y luego miró a Brown. Miró el estuche. Iba forrado de pañeta verde y tenía pequeños compartimientos en los que había un cortatacos, un chifle de peltre, gratas de limpieza, un calepino de peltre patentado.

¿Que quiere qué?, dijo.

Recortar los cañones. Por aquí más o menos. Señaló con el dedo.

No puedo hacer eso.

Brown le miró.

¿No puede?

No señor.

Echó un vistazo al taller. Bien, dijo. Yo pensaba que cualquier imbécil podía cortar los cañones de una esco peta.

Se ha vuelto loco. ¿Para qué querría nadie cortar los cañones de un arma tan bonita?

Cómo ha dicho?

El hombre le entregó nervioso la escopeta. Sencillamente que no entiendo por qué quiere estropear un arma como esta. ¿Qué me cobraría por ella?

No está en venta. Así que me he vuelto loco, ¿eh?

Bueno, no lo decía en ese sentido.

¿Va a recortar los cañones o no?

No puedo hacerlo.

¿No puede o no quiere?

Elija usted.

Brown dejó la escopeta sobre el banco de trabajo.

¿Qué me cobraría por hacerlo?, dijo.

No lo haría por nada del mundo.

Si alguien se lo pidiera ¿cuál sería el precio?

No sé. Un dólar.

Brown sacó de su bolsillo un puñado de monedas. Dejó una pieza de oro de dos dólares y medio encima del banco. Muy bien, dijo. Le pagaré dos dólares y medio.

El herrero miró la moneda nervioso. No quiero su dinero, dijo. No puede pagarme para que arruine esa escopeta.

Acabo de pagarle.

No señor.

Ahí lo tiene. Una de dos, o se pone a serrar o falta a su palabra. En cuyo caso, va a saber lo que es bueno.

El herrero no le quitaba ojo de encima. Empezó a retroceder del banco y luego dio media vuelta y corrió.

Cuando llegó el sargento de la guardia, Brown tenía la escopeta fijada en el torno y estaba atacando los cañones con una segueta. El sargento se colocó donde pudiera verle la cara. ¿Qué busca?, dijo Brown.

Este hombre dice que le ha amenazado con matarle.

¿Qué hombre?

Este. El sargento hizo un gesto hacia la púerta del alpende.

Brown continuó serrando. ¿A eso lo llama hombre?, dijo.

Yo no le he dado permiso para entrar aquí y utilizar mis herramientas, dijo el herrero.

¿Qué responde?, dijo el sargento.

¿Qué respondo a qué?

¿Qué responde a estas acusaciones?

Ese tipo miente.

¿Usted no le amenazó?

En absoluto.

Y una mierda que no.

Yo no voy por ahí amenazando a nadie. Le he dicho que le desollaría vivo y eso vale como si lo hubiera dicho ante notario.

¿No lo llamaría una amenaza?

Brown levantó la vista. Amenaza no. Era una promesa.

Se puso a trabajar otra vez y tras unos cuantos vaivenes de la segueta los cañones cayeron a tierra. Dejó la sierra y retiró las mordazas del torno y separó los cañones de la caja de la escopeta y metió las dos piezas en el estuche y cerró la tapa y ajustó la cerradura.

¿Por qué discutían?, dijo el sargento.

Que yo sepa, no ha habido ninguna discusión.

Pregúntele de dónde ha sacado esa escopeta que acaba de echar a perder. La ha robado de alguna parte, me juego lo que sea.

¿Dónde consiguió esa escopeta?, dijo el sargento.

Brown se agachó para recoger los trozos cortados de cañón. Medían unos cincuenta centímetros de largo y los sostuvo por el extremo delgado. Rodeó el banco y pasó por delante del sargento. Se puso el estuche bajo el brazo y una vez en la puerta se volvió. El herrero no estaba en ninguna parte. Miró al sargento.

Me parece que ese hombre ha retirado sus acusaciones, dijo. Seguramente estaba borracho.

Cruzando la plaza hacia el pequeño cabildo de adobe se encontró con Toadvine y Webster recién puestos en libertad. Apestaban y tenían la mirada extraviada. Bajaron los tres a la playa y se sentaron a contemplar las largas olas grises y se fueron pasando la botella de Brown. Ninguno de ellos había visto antes el océano. Brown se acercó para rozar con la mano la capa de espuma que lamía la arena oscura. Levantó la mano y saboreó la sal en sus dedos y miró hacia ambos lados de la costa y volvieron a la ciudad siguiendo la playa.

Pasaron la tarde bebiendo en una bodega infecta regentada por un mexicano. Entraron unos soldados. Se produjo una reyerta. Toadvine se levantó, tambaleándose. Uno de los soldados fue a poner paz y al poco rato todos se sentaron de nuevo. Pero minutos después volviendo de la barra Brown derramó un jarro de aguardiente encima de un joven soldado y le prendió fuego con su cigarro. El joven salió corriendo de la bodega sin más ruido que el rumor de las llamas y las llamas eran azuladas y se podían ver a la luz del sol y bregó con ellas en la calle como un hombre acosado por abejas o por la locura y luego cayó al suelo y se acabó de quemar. Cuando llegaron hasta él con un cubo de agua el soldado estaba negro y encogido en el barro como una araña enorme.

Brown despertó en una pequeña celda esposado y muerto de sed. Lo primero que miró fue si tenía la bolsa de monedas. Seguía dentro de su camisa. Se levantó de la paja y aplicó un ojo a la mirilla. Era de día. Pidió a voces que viniera alguien. Se sentó y con las manos encadenadas contó las monedas y las devolvió a su bolsa.