Выбрать главу

Por la tarde un soldado le trajo la cena. El soldado se llamaba Petit y Brown le enseñó su collar de orejas y le enseñó las monedas. Petit dijo que no quería saber nada. Brown le explicó que tenía treinta mil dólares enterrados en el desierto. Le habló de la barcaza, usurpando el papel de Glanton. Le mostró otra vez las monedas y le habló de sus lugares de origen con gran familiaridad, complementando los informes del juez con datos improvisados. A partes iguales, dijo. Tú y yo.

Observó al recluta a través de los barrotes. Petit se enjugó la frente con la manga. Brown echó las monedas a la bolsa y se las pasó a Petit.

¿Crees que podemos fiarnos el uno del otro?, dijo.

El chico se quedó con la bolsa en la mano sin saber qué pensar. Intentó devolverle la bolsa entre los barrotes. Brown retrocedió y levantó las manos.

No seas tonto, dijo entre dientes. ¿Qué crees que habría dado yo por tener una oportunidad así a tu edad?

Cuando Petit se hubo ido se sentó en la paja y contempló el plato de metal con las alubias y las tortillas. Al rato se puso a comer. Afuera llovía de nuevo y pudo oír jinetes pasando por la calle embarrada y pronto oscureció.

Partieron dos noches después. Tenían cada cual un pasable caballo de silla y un rifle y una manta y tenían una mula que llevaba provisiones de maíz y carne y dátiles. Se adentraron en las colinas y con la primera luz del día Brown levantó su rifle y mató al chico de un disparo en la nuca. El caballo salió disparado hacia adelante y el chico cayó de espaldas con la placa frontal reventada y los sesos al descubierto. Brown se detuvo y bajó de su montura y recuperó el saco de monedas y cogió el cuchillo del chico y también su rifle y su cebador y su chaqueta y le seccionó las orejas al chico y las colgó de su escapulario y luego montó y partió. La mula le siguió y al cabo de un rato también lo hizo el caballo que había montado el chico.

Cuando Toadvine y Webster llegaron al campamento en Yuma no tenían provisiones ni tenían los mulos con los que habían partido. Glanton cogió cinco hombres y partió al atardecer dejando al juez a cargo del transbordador. Llegaron a San Diego ya de noche y se dirigieron a la casa del alcalde. El alcalde salió a abrirles en camisa y gorro de dormir sosteniendo una vela. Glanton le empujó hacia el recibidor y envió a sus hombres a la parte de atrás, donde oyeron gritar a una mujer y unos golpes secos y luego silencio.

El alcalde tenía más de sesenta años y dio media vuelta para ir en ayuda de su esposa pero fue abatido con el cañón de una pistola. Se levantó sujetándose la cabeza. Glanton le empujó hacia la habitación de atrás. Llevaba en la mano una cuerda con el nudo preparado e hizo girar al alcalde y le pasó el nudo por la cabeza y lo tensó. La mujer estaba sentada en la cama y al verle empezó a gritar de nuevo. Tenía un ojo hinchado y casi cerrado y uno de los reclutas le pegó en la boca y la mujer cayó sobre la cama desarreglada y se llevó las manos a la cabeza. Glanton sostuvo la vela en alto y dio instrucciones a uno de los reclutas para que se subiera al otro a los hombros y el chico pasó la mano por una de las vigas hasta que encontró un espacio y pasó por él el extremo de la soga y lo dejó caer y tiraron de la cuerda y levantaron al alcalde, que forcejeaba mudo. No le habían atado las manos y el hombre trató frenéticamente de alcanzar la cuerda sobre su cabeza y subirse a ella para no quedar estrangulado y agitó las piernas y fue girando lentamente a la luz de la vela.

Válgame Dios, jadeó. ¿Qué quiere?

Quiero mi dinero, dijo Glanton. Quiero mi dinero y mis mulas y quiero a David Brown.

¿Cómo?, resolló el alcalde.

Alguien había encendido una lámpara. La vieja se levantó y vio primero la sombra y después la forma de su marido colgando de la cuerda y empezó a reptar hacia él por la cama.

Dígame, jadeó el alcalde.

Alguien intentó agarrar a la mujer pero Glanton le hizo señas de que se apartara y ella saltó de la cama y se agarró a las rodillas de su esposo para izarlo. Estaba sollozando y rezaba pidiendo clemencia tanto a Glanton como a Dios.

Glanton se situó de forma que el alcalde pudiera verle la cara. Quiero mi dinero, dijo. Mi dinero y mis mulas y el hombre que envié acá. El hombre que tiene usted. Mi compañero.

No, no, jadeó el colgado. Búsquele. Aquí no hay ningún hombre.

¿Dónde está?

Aquí no.

Claro que sí. Está en el juzgado.

No, no. Virgen santa. Aquí no. Se ha ido. Hace siete, ocho días.

¿Dónde está el juzgado?

¿Cómo?

El juzgado. ¿Dónde está?

La vieja se soltó con un brazo lo bastante largo para señalar, pegada la cara a la pierna del esposo. Allá, dijo. Allá.

Salieron dos hombres, uno con el cabo de la vela y protegiendo la llama con la mano ahuecada ante él. A su regreso informaron de que la pequeña mazmorra del edificio contiguo estaba vacía.

Glanton estudió al alcalde. La vieja se tambaleaba visiblemente. Habían hecho un cote con la cuerda en torno al poste de la cama y Glanton aflojó la cuerda y alcalde y vieja cayeron al suelo.

Los dejaron atados y amordazados y partieron para ir a ver al tendero. Tres días después encontraban al alcalde y al tendero y a la esposa del alcalde atados y entre sus propios excrementos en una choza abandonada cerca del mar diez kilómetros al sur del poblado. Les habían dejado un balde de agua del que bebían como perros y habían estado gritando entre el estruendo de las olas en aquel sitio perdido hasta quedar mudos como las piedras.

Glanton y sus hombres estuvieron dos días con sus noches en las calles, locos de embriaguez. El sargento que mandaba la pequeña guarnición de tropas americanas se les encaró en un intercambio de alcohol la tarde del segundo día y él y los tres hombres que le acompañaban fueron vapuleados y despojados de sus armas. Al alba, cuando los soldados echaron abajo la puerta de la posada, no encontraron a nadie.

Glanton regresó a Yuma en solitario mientras sus hombres partían hacia los yacimientos de oro. En aquel yermo plagado de huesos se cruzó con partidas de caminantes que le llamaban a gritos y muertos allí donde habían caído y hombres que no tardarían en morir y grupos de personas formando corro en torno a un último carro o carreta y gritándoles a los mulos o los bueyes y arreándolos como si en aquellos frágiles cajones llevaran la mismísima carta de la Alianza y aquellos animales morirían y con ellos aquella gente y gritaban al solitario jinete para advertirle del peligro que le aguardaba en el paso y el caballista siguió adelante en sentido contrario a la marea de refugiados como un héroe solitario hacia no se sabe qué monstruo de guerra o de epidemia o de hambruna siempre con aquel gesto en su implacable mandíbula.

Cuando llegó a Yuma estaba borracho. Arrastraba detrás suyo de un cordel dos pequeños barriletes cargados de whisky y galletas. Descansó sin desmontar y miró hacia el río que era cancerbero de todas las encrucijadas de aquel mundo y su perro se le acercó y arrimó el hocico al estribo.

Una muchacha mexicana estaba en cuclillas y desnuda a la sombra de la pared. Le vio pasar a caballo y se cubrió los pechos con las manos. Llevaba un collar de cuero crudo y estaba encadenada a un poste y a su lado había un cuenco de arcilla con restos de carne renegrida. Glanton ató los barriletes al poste y entró sin apearse del caballo.

No había nadie. Siguió hasta el desembarcadero. Mientras estaba mirando al río el médico bajó trastabillando por el talud y se agarró a un pie de Glanton y empezó a suplicarle farfullando cosas sin sentido. No se aseaba desde hacía semanas y estaba roñoso y desgreñado y se aferraba a la pernera de Glanton y señalaba hacia las fortificaciones. Ese hombre, dijo. Ese hombre.