Выбрать главу

Glanton retiró su bota del estribo y empujó al médico con el pie y volvió grupas y regresó colina arriba. El juez estaba en el cerro silueteado contra el sol vespertino como un gran archimandrita calvo. Iba envuelto en una capa de tela con mucho vuelo debajo de la cual estaba desnudo. El negro Jackson salió de unos de los búnkeres de piedra vestido de idéntica guisa y se puso a su lado. Glanton remontó la cresta de la colina hasta sus aposentos.

Durante toda la noche se oyeron disparos intermitentes en la otra orilla así como risas e imprecaciones de borracho. Cuando despuntó el día no apareció nadie. La barcaza estaba atracada y un hombre bajó hasta el desembarcadero y sopló un cuerno y luego se marchó por donde había venido.

La barcaza estuvo parada durante todo el día. Por la tarde la borrachera y la jarana se habían reanudado y los chillidos de las muchachas llegaban de la otra orilla hasta los peregrinos acurrucados en su campamento. Alguien había dado whisky al idiota mezclado con zarzaparrilla y aquel ser que apenas sabía andar había empezado a bailar junto al fuego con saltos simiescos, moviéndose con gran seriedad y chupándose los flojos labios mojados.

Al amanecer el negro se llegó a pie hasta el desembarcadero y se puso a orinar en el río. Los pontones estaban río abajo arrimados a la orilla con unos centímetros de agua arenosa sobre las tablas del fondo. Arrebujado en su manto se subió a la bancada y quedó allí balanceándose. El agua corrió por las tablas en dirección a él. Se quedó allí mirando. El sol no había salido todavía y sobre la superficie del agua flotaba una capa de niebla. Unos patos aparecieron río abajo de entre los sauces. Giraron en círculo en la tumultuosa corriente y luego alzaron el vuelo hacia el centro del río y giraron y se desviaron aguas arriba. En el suelo de la barcaza había una moneda pequeña. Algún pasajero se la habría guardado quizá debajo de la lengua. Se agachó para cogerla. Se incorporó y, la limpió de arena y la examinó y en ese instante una larga flecha de junco le atravesó la parte superior del abdomen y siguió volando y se hundió más lejos en el río y emergió a la superficie y empezó a girar y quedó a la deriva.

El negro dio media vuelta, sujetándose el hábito. Se apretaba la herida y con la otra mano buscaba entre sus ropas las armas que estaban allí y no estaban allí. Una segunda flecha pasó por su lado izquierdo y otras dos se alojaron de lleno en su pecho y en su ingle. Medían bastante más de un metro de largo y se combaban ligeramente como varitas ceremoniales con los movimientos que él hacía y el negro se agarró el muslo por donde brotaba la sangre arterial y dio un paso hacia la orilla y cayó de lado a la corriente.

El agua era poco profunda e intentaba con dificultad ponerse de pie cuando el primer yuma saltó a bordo de la barcaza. Completamente desnudo, el pelo teñido de naranja, la cara pintada de negro con una línea roja que la dividía desde el copete hasta el mentón. Descargó dos veces el pie sobre las tablas y abrió los brazos como un taumaturgo loco salido de un drama atávico y agarró por el hábito al negro que agonizaba en las aguas enrojecidas y lo izó y le aplastó la cabeza con su maza.

Subieron en masa hacia las fortificaciones en donde dormían los americanos y unos iban a caballo y otros a pie y todos ellos armados con arcos y mazas y las caras tiznadas de negro o pálidas de afeites y el cabello pegado con arcilla. El primer alojamiento al que entraron fue el de Lincoln. Cuando salieron de allí minutos después uno de ellos llevaba cogida del pelo la cabeza chorreante del médico y otros arrastraban a su perro, que se debatía con una correa alrededor del hocico haciendo cabriolas por la arcilla seca de la explanada. Entraron a una tienda hecha de vaqueta y varas de sauce y asesinaron uno detrás de otro a Gunn y Wilson y Henderson Smith mientras trataban de levantarse ebrios y partieron entre las toscas medias paredes en absoluto silencio, relucientes de pintura y grasa y sangre entre las franjas de luz con que el sol recién salido bañaba la parte más alta de la colina.

Cuando entraron en la habitación de Glanton este se incorporó al instante y miró a su alrededor con ojos desorbitados. Se alojaba en una pequeña pieza ocupada totalmente por una cama de cobre que había requisado a una familia de inmigrantes y se quedó allí sentado como un magnate feudal perturbado con sus armas colgadas de los remates en abundante panoplia. Caballo en Pelo se subió a la cama con él y se quedó allí de pie mientras uno de los asistentes le pasaba a su mano derecha un hacha corriente cuyo astil de nogal ostentaba motivos paganos y adornos de plumas de aves de presa. Glanton escupió.

Corta de una vez, fantoche piel roja, dijo, y el viejo levantó el hacha y hendió la cabeza de John Joel Glanton hasta la caña del pulmón.

Cuando entraron en los aposentos del juez encontraron al idiota y a una chica de unos doce años desnudos y encogidos en un rincón. Detrás de ellos estaba el juez, también desnudo. Sostenía el obús de bronce apuntado hacia ellos. La cureña de madera estaba en el suelo con las correas arrancadas de las gualderas. El juez sostenía el cañón debajo del brazo y un cigarro encendido a dos dedos del fogón. Los yumas chocaron entre sí al retroceder y el juez se puso el cigarro en la boca y cogió su portamanteo y salió por la puerta andando marcha atrás y bajó por el terraplén. El idiota, que solo le llegaba a la cintura, iba pegado a él y de esta forma penetraron en el bosque al pie de la colina y se perdieron de vista.

Los salvajes encendieron una hoguera en lo alto de la colina y la cebaron con los muebles de los blancos e izaron el cuerpo de Glanton y lo llevaron en volandas a la manera de un adalid asesinado y luego lo lanzaron a las llamas. El perro había sido atado a su cadáver y el perro prendió también como una estridente viuda inmolada para desaparecer crepitando en el arremolinado humo de la leña fresca. El cuerpo del médico fue arrastrado por los talones y levantado también y lanzado a la pira y su mastín entregado asimismo a las llamas. El perro se debatió y las correas con que estaba atado se habían roto sin duda al quemarse, porque salió reptando del fuego chamuscado y ciego y humeando y alguien lo mandó de nuevo a la hoguera con una pala. Los otros ocho cadáveres fueron amontonados sobre las llamas, donde chisporrotearon hediondos y el humo espeso se alejó hacia el río. La cabeza del médico había sido montada sobre una tranca para su exhibición pero al final acabó también en la pira. Los yumas se repartieron armas y ropas y repartieron también el oro y la plata del cofre hecho añicos que habían arrastrado hasta el exterior. Todo lo demás fue apilado sobre la hoguera y mientras el sol subía y brillaba en sus rostros pintarrajados se sentaron en el suelo cada cual con sus nuevas posesiones y contemplaron el fuego y fumaron sus pipas como habría hecho una troupe de mimos maquillados que hubiera ido a recuperar fuerzas a aquel desolado paraje lejos de las ciudades y de la chusma que los abucheaba del otro lado de las candilejas, pensando en futuras ciudades y en la mísera fanfarria de trompetas y tambores y las toscas tablas en que sus destinos estaban grabados, pues aquella gente no estaba menos cautiva y escriturada y vieron arder ante ellos como una prefiguración de su propio fin colectivo los cráneos carbonizados de sus enemigos, brillantes como sangre entre los rescoldos.

xx

La huida - En el desierto

Perseguidos por los yumas

Resistencia - Álamo Mucho - Otro refugiado

El sitio - Haciendo puntería - Hogueras

El juez vive - Un trueque en el desierto

De cómo el ex cura acaba abogando por el asesinato Adelante - Otro encuentro - Carrizo Creek