No lo vio por ninguna parte. La misión ocupaba ocho o nueve áreas de terreno tapiado, un espacio árido donde había varias cabras y burros. Dentro del cercado de adobe había pesebres habitados por familias de intrusos y unos cuantos llares humeaban débilmente al sol. Rodeó la iglesia y entró en la sacristía. Los ratoneros se alejaron entre la paja y el yeso saltando como enormes aves de corral. Allá arriba las bóvedas estaban habitadas de una oscura masa peluda que se movía y respiraba y piaba. En la habitación había una mesa con unos cuantos cacharros de arcilla y junto a la pared del fondo los restos de varios cuerpos, uno de ellos de niño. Cruzó la sacristía para entrar de nuevo en la iglesia y recogió su silla de montar. Bebió el resto de la botella y se echó la silla al hombro y salió.
La fachada del edificio ostentaba una colección de santos en sus correspondientes nichos, santos que habían servido de blanco a soldados americanos en prácticas de tiro, de modo que las estatuas estaban jaspeadas por las marcas de plomo que se habían oxidado sobre la piedra y a más de una le faltaban las orejas y la nariz. Las enormes puertas de tablero colgaban torcidas de sus goznes y una talla en piedra de la Virgen sostenía en brazos un niño decapitado. Pestañeó al sol de mediodía. Entonces vio el rastro del mulo. No era más que una ligera perturbación en el polvo del camino y salía de la puerta de la iglesia y cruzaba hacia la verja de la pared oriental. Se afianzó la silla al hombro y echó a andar siguiendo las huellas.
Un perro que estaba a la sombra del portal se levantó y fue taciturno hacia el sol y cuando el chaval hubo pasado volvió a donde estaba antes. Tomó el camino que bajaba hacia el río, zarrapastroso como nunca. Penetró en un tupido bosque de nogales y robles y el camino subía un poco y le permitió ver el río más abajo. Unos negros limpiaban un carruaje en el vado y el chaval descendió y se quedó al borde del agua y al cabo de un rato los llamó a voces.
Estaban remojando con agua el barnizado negro y uno de ellos se enderezó y volvió la espalda. Los caballos estaban con el agua por las rodillas.
¿Qué?, gritó el negro.
¿Habéis visto un mulo?
¿Qué mulo?
He perdido mi mulo. Creo que venía hacia aquí.
El negro se enjugó la cara con el dorso del brazo. Hace como una hora he visto bajar algo por el camino. Creo que ha seguido río abajo. Puede que fuera un mulo. No tenía rabo y apenas pelo pero sí tenía dos orejas largas.
Los otros dos negros rieron. El chaval miró en aquella dirección. Escupió y tomó el sendero que pasaba entre sauces y montículos de hierba.
Lo encontró como un centenar de metros más abajo. Estaba mojado hasta la panza y levantó la cabeza y la volvió a bajar para seguir paciendo en la exuberante hierba de la ribera. El chaval bajó la silla y cogió el ronzal suelto y ató el animal a una rama y le dio una patada sin entusiasmo. El mulo se apartó un poco y siguió comiendo. Al ir a tocarse el sombrero recordó que lo había perdido en alguna parte. Siguió aguas abajo entre los árboles y se quedó contemplando la fría corriente impetuosa. Luego se metió en el agua como un derrengado candidato al bautismo.
III
Elegido para enrolarse en el ejército
Entrevista con el capitán Wbite - Sus opiniones
El campamento - Cambia su mulo
Una cantina en el Laredito - Un menonita
Compañero muerto.
Estaba desnudo y echado en el suelo con sus harapos puestos sobre unas ramas cuando otro jinete que iba río abajo tiró de las riendas y se detuvo.
Giró la cabeza. Por entre los sauces alcanzó a ver las patas del caballo. Se puso boca abajo.
El hombre descabalgó y se quedó al lado del caballo.
Alargó la mano y cogió el cuchillo por su empuñadura de guita.
Eh, hola, dijo el jinete.
No respondió. Se puso de costado para ver mejor entre las ramas.
Hola. ¿Dónde estás?
¿Qué quieres?
Hablar contigo.
¿De qué?
Será posible. Sal de ahí. Soy blanco y cristiano.
El chaval estaba alargando el brazo para ver de alcanzar sus pantalones. El cinturón pendía suelto y pudo agarrarlo pero los pantalones estaban enganchados en una rama.
Maldita sea, dijo el hombre. No estarás subido al árbol, ¿verdad?
Por qué no te largas y me dejas en paz.
Solo quería hablar contigo. No pretendía hacerte rabiar.
Pues lo has conseguido.
¿No eres tú el que le aplastó la cabeza a ese mexicano ayer por la tarde? No soy el alguacil.
¿Quién quiere saberlo?
El capitán White. Quiere convencer al que lo hizo para que se enrole en el ejército.
¿El ejército?
Eso.
¿Qué ejército?
La compañía que manda el capitán White. Vamos a darles una lección a los mexicanos.
La guerra ha terminado.
Él dice que no. ¿Dónde te has metido?
Se levantó y alcanzó los pantalones de donde los había colgado y se los puso. Se calzó y metió el cuchillo en la bota derecha y luego salió de los sauces poniéndose la camisa.
El hombre estaba sentado en la hierba con las piernas cruzadas. Vestía de ante y llevaba una polvorienta chistera de seda negra y entre los dientes sostenía un purito mexicano. Al ver lo que salía de entre los árboles meneó la cabeza.
Parece que las has pasado canutas, ¿verdad, hijo?
No he conocido otras.
¿Estás dispuesto a ir a México?
Allí no se me ha perdido nada.
Es una oportunidad que tienes de enmendar el camino. Te conviene tomar alguna decisión antes de hundirte del todo.
¿Qué es lo que dan?
Cada hombre recibe un caballo y municiones. En tu caso supongo que podríamos encontrarte algo de ropa.
No tengo rifle.
Te buscaremos uno.
¿Qué hay del sueldo?
Demonios, muchacho, no vas a necesitar ninguno. Podrás agenciarte todo lo que caiga en tus manos. Nos vamos a México. Botín de guerra. Volveremos todos convertidos en terratenientes. ¿Cuántas tierras posees ahora mismo?
Yo nunca he sido soldado.
El hombre le miró de arriba abajo. Se sacó el puro todavía por encender y giró la cabeza y escupió y se lo incrustó de nuevo entre los dientes. ¿De dónde eres?, dijo.
De Tennessee.
Tennessee. Pues pondría la mano en el fuego a que sabes disparar un rifle.
El chaval se acuclilló en la hierba. Miró el caballo del otro. El caballo llevaba arreos de cuero estampados con chapetones de obra blanca. Tenía en la frente una estrella blanca y era cuatralbo y estaba arrancando grandes bocados de hierba jugosa. ¿Y tú de dónde eres?, preguntó el chaval.
Llegué a Tejas en el treinta y ocho. Si no hubiera encontrado al capitán White no sé dónde estaría. Estaba peor de lo que estás tú ahora pero entonces llegó él y me resucitó como a Lázaro. Encaminó mis pasos por el camino de la virtud. Bebía y puteaba tanto que no me habrían aceptado ni en el infierno. El capitán vio algo en mí que valía la pena salvar, igual que yo lo veo en ti. ¿Qué me dices?
No sé.
Al menos ven a conocer al capitán.
El muchacho jugueteó con los tallos de hierba. Volvió a mirar al caballo. Bueno, dijo. Supongo que no pierdo nada.
Cruzaron la ciudad, el soldado espléndido en su caballo paticalzado y detrás el chaval en el mulo como si el otro le hubiera capturado. Pasaron por callejas angostas flanqueadas de cabañas de junco que humeaban al sol. Crecía hierba y crecían chumberas en los tejados y las cabras se paseaban libremente y en alguna parte de aquel miserable reino de barro se oía el débil tañido de un toque de muertos. Torcieron por Commerce Street hasta llegar a la plaza principal entre una multitud de carros y cruzaron otra plaza en donde unos chicos vendían higos y uvas de unas carretillas de mano. Varios perros famélicos se escabulleron a su paso. Atravesaron la plaza militar y pasaron por la callejuela en donde el muchacho y el mulo habían bebido la víspera y había grupos de mujeres y muchachas junto al pozo y a todo su alrededor variadas vasijas de arcilla con tapa de mimbre. Pasaron frente a una casa de cuyo interior sonaban gemidos de mujeres y el pequeño coche mortuorio esperaba a la puerta con los caballos pacientes aguantando el calor y las moscas.