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Un ataque - Entre los huesos

Jugando sobre seguro - Un exorcismo

Tobin sale herido - Asesoramiento

La matanza de los caballos

El juez hablando de agravios

Otra huida, otro desierto.

Toadvine y el chaval libraron un combate constante río arriba entre los helechos de la ribera con las flechas rebotando en los juncos que los rodeaban. Salieron de la salceda y treparon a las dunas y bajaron por el otro lado y reaparecieron, dos figuras oscuras afanándose por la arena, ora trotando ora agachándose, el estampido de la pistola opaco y seco en aquel descampado. Los yumas que estaban coronando las dunas eran cuatro y no les siguieron sino que se contentaron con localizarlos en el terreno a que se habían entregado por su cuenta y regresaron a su campamento.

El chaval llevaba una flecha clavada en la pierna, encajada en el hueso. Se detuvo y se sentó y partió el astil a unos centímetros de la herida y volvió a levantarse y siguieron andando. En lo alto del cerro se detuvieron para mirar atrás. Los yumas habían dejado las dunas y un humo oscuro ascendía por el risco que dominaba el río. Hacia el oeste todo eran colinas de arena donde uno podía esconderse pegado al suelo pero no había forma de esconderse del sol y solo el viento podía borrar las huellas.

¿Puedes andar?, dijo Toadvine.

No me queda más remedio.

¿Cuánta agua tienes?

No mucha.

¿Qué quieres hacer?

No sé.

Podríamos volver hasta al río y esperar, dijo Toadvine.

¿A qué?

Miró otra vez hacia el fuerte y miró el astil roto en la pierna del chaval y la sangre que brotaba. ¿Quieres probar a quitarte eso?

No.

¿Qué quieres hacer?

Seguir.

Corrigieron la dirección y tomaron la senda que seguían las caravanas y anduvieron toda la mañana y toda la tarde de aquel día. Al anochecer se habían quedado sin agua y siguieron caminando bajo la lenta rueda de las estrellas y durmieron tiritando entre las dunas y se levantaron al alba y reemprendieron camino. El chaval cojeaba con la pierna tiesa y un trozo de vara de carro a modo de muleta y por dos veces le dijo a Toadvine que siguiera solo pero Toadvine no quiso. Los aborígenes aparecieron antes del mediodía.

Los vieron reagruparse allá en el este como marionetas funestas sobre el tembloroso declive del horizonte. No llevaban caballos y parecían avanzar al trote y no había pasado una hora cuando ya estaban lanzando flechas contra los refugiados.

Siguieron caminando, el chaval con la pistola en mano, apartándose y esquivando las flechas que caían del sol, astiles relucientes contra el cielo lívido que escorzaban con un revoloteo atiplado para quedar clavados en tierra y vibrando. Partieron los astiles para que no pudieran servir de nuevo y avanzaron penosamente por la arena, de costado como los cangrejos, pero la lluvia de flechas era tan densa que hubieron de oponer resistencia. El chaval hincó los codos en el suelo y montó su revólver. Los yumas estaban a un centenar de metros y lanzaron un grito y Toadvine se agachó al lado del chaval. La pistola dio una sacudida y el humo gris flotó inmóvil en el aire y uno de los salvajes cayó como un actor por una trampilla. El chaval había amartillado de nuevo el arma pero Toadvine puso la mano sobre el cañón y el chaval le miró y bajó el percutor y luego se sentó para recargar la cámara vacía y se incorporó y recogió su muleta y siguieron andando. A sus espaldas se oía el clamor de los aborígenes agrupados en torno al que había caído muerto.

Aquella horda pintarrajeada los persiguió durante todo el día. Llevaban veinticuatro horas sin agua y el árido mural de arena y cielo empezaba a rielar y a dar vueltas y de vez en cuando una flecha partía sesgada de las dunas como un tallo copetudo de la mutante vegetación del desierto propagándose airadamente en el seco aire del desierto. No se detuvieron. Cuando llegaron a los pozos de Álamo Mucho el sol estaba bajo frente a ellos y había alguien sentado al borde del pilón. La figura se levantó y quedó velada por la temblorosa lente de aquel mundo y alzó una mano, no se sabía si en señal de bienvenida o de advertencia. Se protegieron los ojos y siguieron avanzando y aquel hombre les llamó a voces. Era el ex cura Tobin.

Estaba solo y desarmado. ¿Cuántos sois?, dijo.

Los que ves, dijo Toadvine.

¿Los demás están muertos? ¿Glanton, el juez?

No respondieron. Se deslizaron hasta el lecho del pozo donde quedaban unos centímetros de agua y se arrodillaron para beber.

El hoyo en que estaba excavado el pozo tendría unos tres metros de diámetro y se apostaron en torno a la pendiente interior de aquel saliente y vieron desplegarse a los indios por la llanura, desplazándose a un medio galope. Reunidos en pequeños grupos en los cuatro puntos cardinales empezaron a lanzar sus flechas sobre los defensores y los americanos anunciaban la llegada de los proyectiles como oficiales de artillería, tumbados en el labio expuesto del pozo y mirando desde el hoyo a los asaltantes de aquel sector, cerradas las manos a los costados y encogidas las piernas, tensos como felinos. El chaval se abstuvo de disparar y los salvajes del lado occidental, a los que favorecía la luz, pronto empezaron a aproximarse.

Alrededor del pozo había montículos de arena de antiguas excavaciones y probablemente los yumas trataban de llegar hasta allí. El chaval dejó su posición y fue hasta el lado occidental de la excavación y empezó a disparar a los que estaban de pie o agazapados como lobos en el hondón que espejeaba. El ex cura se arrodilló a su lado y miró hacia atrás y puso su sombrero entre el sol y el punto de mira de la pistola del chaval y el chaval apoyó la pistola con ambas manos en el borde de la zanja y abrió fuego. Al segundo disparo uno de los salvajes cayó al suelo y quedó inmóvil. El siguiente tiro hizo girar a otro sobre sí mismo y el salvaje cayó sentado y se levantó y dio unos pasos y se volvió a sentar. El ex cura le animaba tendido a su lado y el chaval amartilló la pistola y el ex cura ajustó la posición del sombrero para arrojar una sola sombra sobre el punto de mira y el ojo que apuntaba y el chaval disparó de nuevo. Había hecho puntería sobre el herido que había quedado sentado en tierra y su tiro lo dejó muerto. El ex cura silbó por lo bajo.

Menuda sangre fría, susurró. Pero esto va muy en serio y no sé si vas a tener arrojo suficiente.

Los yumas parecían paralizados por aquellos contratiempos y el chaval aprovechó para matar a otro de los suyos antes de que los salvajes se agruparan para retroceder, llevándose consigo a sus muertos, disparando una ráfaga de flechas y lanzando imprecaciones en su lengua paleolítica o invocaciones a dioses de la guerra o de la fortuna con cuyo apoyo contaban para batirse en retirada hasta que no fueron sino puntos en el hondón.

El chaval se echó al hombro el cebador y la cartuchera y se deslizó pendiente abajo hasta el fondo del pozo, donde cayó un segundo pilón con la pala vieja que allí había y en el agua que se filtró procedió a lavar los alesajes del barrilete y limpió el cañón e hizo pasar pedazos de su camisa por el ánima ayudándose de un palo hasta que salieron limpios. Luego volvió a ensamblar la pistola y finalmente dio unos golpecitos a la chaveta del cañón hasta que el barrilete quedó ajustado y dejó el arma a secar sobre la arena caliente.

Toadvine había bordeado la excavación hasta llegar a donde estaba Tobin y se quedaron observando la retirada de los salvajes por el hondón, que despedía un hálito de calor al último sol de la tarde.

Donde pone el ojo pone la bala, ¿eh?

Tobin asintió. Miró hacia el hoyo donde el chaval se había sentado para cargar la pistola, girando primero las cámaras llenas de pólvora y midiéndolas a ojo, asentando las balas con la rebaba hacia abajo.

¿Cuánta munición dirías que te queda?