Poca. Para unas cuantas salvas, no muchas.
El ex cura asintió. Anochecía y en la tierra roja del oeste los yumas se veían silueteados frente al sol.
Toda la noche sus fogatas ardieron en la oscura faja circular del mundo y el chaval separó el cañón de la pistola y utilizándolo como catalejo barrió la orla de arena tibia y escrutó los fuegos para ver si había movimiento. Difícilmente hay en el mundo un lugar tan desértico en el que alguna criatura no grite en la noche, pero así sucedía aquí y estuvieron escuchando su propia respiración en la oscuridad y el frío y escucharon la sístole de los corazones de carne roja que llevaban dentro. Al despuntar el día los fuegos se habían apagado y unas puntas de humo se elevaban del llano en tres puntos distintos de la brújula y el enemigo había desaparecido. Cruzando el hondón seco desde el este avanzaba hacia ellos una silueta grande acompañada de otra pequeña. Toadvine y el ex cura miraron.
¿Tú qué crees que son?
El ex cura meneó la cabeza.
Toadvine juntó dos dedos y lanzó un silbido hacia el pozo. El chaval se incorporó pistola en mano. Trepó por el declive con la pierna tiesa. Los tres se tumbaron a mirar.
Eran el juez y el imbécil. Iban los dos desnudos y se aproximaban en el amanecer del desierto como seres de una especie poco más que tangencial al resto del mundo, sus siluetas repentinamente claras y luego fugitivas debido a la extrañeza de la misma luz. Como objetos cuya propia premonición vuelve ambiguos. Como cosas tan cargadas de significado que sus formas aparecen desdibujadas. Los que estaban junto al pozo contemplaron en silencio aquel tránsito desde el despuntar del día. Aunque no tenían ya la menor duda acerca de qué era lo que se les acercaba, ninguno de los tres osó nombrarlo. Siguieron adelante, el juez de un rosa pálido bajo su talco de polvo como algo que acaba de nacer y el imbécil mucho más oscuro, trastabillando juntos por el hondón en los confines del exilio como un rey procaz despojado de sus vestiduras y expulsado al desierto en compañía de su bufón para morir allí.
Quienes viajan por lugares desérticos encuentran en efecto criaturas que superan toda descripción. Los del pozo se levantaron para ver mejor a los que se acercaban. El imbécil trotaba para no distanciarse del juez. El juez iba tocado con una peluca hecha de lodo seco del río de la que sobresalían briznas de paja y hierba y el imbécil llevaba atado a la cabeza un pedazo de piel animal con la parte renegrida de sangre vuelta hacia fuera. El juez sostenía en la mano una taleguilla de lona e iba cubierto de carne como un penitente medieval. Subió hasta las excavaciones y los saludó y bajaron él y el idiota por el terraplén y se arrodillaron y se pusieron a beber.
Incluso el idiota, a quien había que dar la comida a mano. De rodillas junto al juez sorbió ruidosamente el agua mineral y miró con sus oscuros ojos de larva a los tres hombres acuclillados más arriba en el borde del hoyo y luego se dobló y siguió bebiendo.
El juez se despojó de sus bandoleras de carne curtida al sol, cuyas formas habían dejado la piel de debajo extrañamente moteada de blanco y rosa. Se quitó su pequeño gorro de lodo y se echó agua al cráneo quemado y a la cara y bebió otra vez y se sentó en la arena. Miró a sus viejos camaradas. Tenía la boca agrietada y la lengua hinchada.
Louis, dijo. ¿Qué me cobrarías por ese sombrero?
Toadvine escupió. No está en venta, dijo.
Todo está en venta, replicó el juez. ¿Qué pides a cambio?
Toadvine miró inquieto al ex cura. Miró al fondo del pozo. Necesito mi sombrero, dijo.
¿Cuánto quieres?
Toadvine señaló con el mentón hacia las ristras de carne. Supongo que querrás cambiarlo por un pedazo de esa carne.
Te equivocas, dijo el juez. Lo que hay aquí es para todos. ¿Cuánto por el sombrero?
¿Tú qué me darías?, dijo Toadvine.
El juez le miró. Te doy cien dólares, dijo.
Nadie habló. Acuclillado sobre las nalgas, el idiota parecía estar esperando tamién el resultado de aquel diálogo. Toadvine se quitó el sombrero y se lo miró. El pelo negro y lacio se le pegaba a las sienes. No te irá bien, dijo.
El juez le citó alguna cosa en latín. Sonrió. No te preocupes por eso, dijo.
Toadvine se puso el sombrero y se lo ajustó. Supongo que es lo que llevas en esa talega, dijo.
Supones correctamente, dijo el juez.
Toadvine dirigió la vista hacia el sol.
Te doy ciento veinticinco y no preguntaré de dónde lo has sacado, dijo el juez.
Veamos tus cartas.
El juez abrió la talega y volcó su contenido sobre la arena. Un cuchillo y como medio cubo de monedas de oro de diverso valor. El juez apartó el cuchillo y esparció las monedas con la palma de la mano y miró hacia arriba.
Toadvine se quitó el sombrero. Empezó a bajar al pozo. Él y el juez se agacharon a cada lado del tesoro y el juez separó las monedas acordadas, adelantándolas con el dorso de la mano a la manera de un croupier. Toadvine le pasó el sombrero y recogió las monedas y el juez cogió el cuchillo y cortó la cinta del sombrero por la parte de atrás y rasgó el ala y abrió la copa y se colocó el sombrero en la cabeza y miró hacia Tobin y el chaval.
Bajad, dijo. Venid a compartir la carne.
Ellos no se movieron. Toadvine había cogido ya un trozo y tiraba de él con los dientes. Hacía fresco en el pozo y el sol de la mañana solo alcanzaba el borde superior. El juez metió el resto de las monedas en la talega y dejó la talega aparte y se puso a beber otra vez. El imbécil había estado mirando su reflejo en la charca y vio beber al juez y vio que el agua volvía a quedar quieta. El juez se secó la boca y miró a los que estaban arriba.
¿Cómo estáis de armas?, dijo.
El chaval había puesto un pie en el borde mismo del hoyo pero lo retiró. Tobin no se movió. Estaba observando al juez.
Solo tenemos una pistola, Holden.
¿Tenemos?, dijo el juez.
El muchacho.
El chaval estaba otra vez de pie. El ex cura, a su lado.
El juez se levantó también en el fondo del pozo y se ajustó el sombrero y se puso la talega bajo el brazo como un inmenso leguleyo desnudo desquiciado por aquella región.
Mide bien tus consejos, cura, dijo. Estamos todos en esto. Ese sol de allá arriba es como el ojo de Dios y te aseguro que nos asaremos todos por igual en esta enorme plancha silícea.
Ni soy cura ni tengo consejos que dar, dijo Tobin. Aquí el muchacho va por libre.
El juez sonrió. Muy bien, dijo. Miró a Toadvine y sonrió de nuevo al ex cura. Entonces ¿qué?, dijo. ¿Vamos a beber aquí por turnos como bandas de monos rivales?
El ex cura miró al chaval. Estaban cara al sol. Se agachó a fin de hablar mejor con el juez.
¿Crees que existe una lista donde se pueden registrar los pozos del desierto?
Ah, cura, esas cosas deberías saberlas tú mejor que yo. En esto no tengo voz. Ya te lo dije, soy un hombre sencillo. Sabes que puedes bajar y beber y llenar tu cantimplora cuando quieras.
Tobin no se movió.
Pásame la cantimplora, dijo el chaval. Se había sacado la pistola del cinto y se la pasó al ex cura y cogió el frasco de cuero y bajó por el terraplén.
El juez le siguió con la mirada. El chaval rodeó el lecho del pozo, en todo momento al alcance del juez, y se arrodilló frente al imbécil y sacó el tapón de la cantimplora y la sumergió en el pilón. Él y el imbécil miraron cómo el agua entraba por el cuello de la cantimplora y la vieron burbujear y cesar después. El chaval volvió a colocar el tapón y bebió de la charca y luego se sentó y miró a Toadvine.
¿Vienes con nosotros?
Toadvine miró al juez. No sé, dijo. Puede que allí me arresten. Si voy a California.
¿Arrestarte?
Toadvine no respondió. Estaba sentado en la arena y formó un trípode con tres dedos y los hundió en la arena y los hizo girar y los introdujo de nuevo de forma que quedaron seis agujeros en forma de estrella o de hexágono y luego lo borró todo. Alzó la vista.