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Tápate los oídos.

Tápate tú los tuyos.

El ex cura se llevó las manos a las orejas y miró al chaval. Tenía los ojos brillantes debido a toda la sangre perdida y parecía poseído por una gran ansiedad. Hazlo, susurró. ¿Crees que me habla a mí?

El chaval volvió la cabeza. Vio el sol agazapado en la margen occidental del desierto y ya no dijeron nada hasta que se hizo de noche y entonces se levantaron y salieron a descubierto.

Dejando atrás el hondón se pusieron en camino a través de las dunas y se volvieron una última vez para contemplar el valle donde a la vista de todos, palpitando al viento junto al muro de contención, estaba la fogata del juez. No hablaron de qué clase de combustible habría utilizado para encenderla y antes de que saliera la luna se habían adentrado mucho en el desierto.

En aquella región había lobos y chacales y estuvieron gritando sin parar hasta que salió la luna y luego dejaron de hacerlo como si les sorprendiera verla. Al rato empezaron otra vez a chillar. Las heridas debilitaban a los peregrinos. Se tumbaron a descansar pero no por mucho tiempo y no sin otear hacia el este por si surgía alguna silueta en el horizonte y tiritaron en el viento del desierto que soplaba frío y estéril de algún impío cuadrante sin traer noticias de nada en particular. Cuando amaneció se llegaron a un otero que sobresalía del llano interminable y se acuclillaron en los esquistos sueltos para ver salir el sol. Hacía frío y el ex cura se acurrucaba en sus harapos y su collar ensangrentado. Durmieron sobre aquel pequeño promontorio y cuando despertaron era ya de día y el sol estaba alto. Se incorporaron y miraron a su alrededor. Acercándose a ellos por la llanura a media distancia divisaron la figura del juez, la figura del tonto.

XXI

Náufragos del desierto - Retirada - Un escondite

El viento toma partido - El juez regresa

Una alocución - Los diegueños – San Felipe

Hospitalidad de los salvajes - En las montañas

Osos pardos - San Diego - El mar.

El chaval miró a Tobin pero el ex cura estaba impávido. Estaba ojeroso y postrado y nada parecía indicar que hubiera reparado en los viajeros que se aproximaban. Levantó ligeramente la cabeza y habló sin mirar al chaval.

Adelante, dijo. Sálvate tú.

El chaval cogió la cantimplora y la destapó y bebió agua y se la pasó a Tobin. El ex cura bebió y al cabo de un rato se levantaron los dos y giraron y se pusieron de nuevo en marcha.

Estaban muy mermados por sus heridas y el hambre y ofrecían un aspecto lamentable avanzando a trancas y barrancas. A eso del mediodía se habían quedado sin agua y se sentaron a contemplar la desolación que los rodeaba. Soplaba viento del norte. Tenían la boca muy seca. El desierto en el que estaban embarcados era un desierto absoluto y desprovisto de todo accidente y no había nada que pudiera señalar su avance. La tierra se perdía por igual en su curvatura hacia los cuatro puntos cardinales y de dichos límites estaban rodeados y de ellos eran lugar geométrico. Se levantaron y siguieron andando. El cielo era luminoso. No había otra pista que seguir más que los desperdicios dejados por otros viajeros, incluidos los huesos humanos expulsados de sus tumbas en las arenas festoneadas. Por la tarde el terreno empezó a empinarse y en la cresta de un esker bajo miraron hacia atrás y vieron al juez igual que antes a unos tres kilómetros en el llano. Siguieron andando.

La cercanía de un abrevadero estaba anunciada en aquel desierto por un número creciente de carcasas de animales muertos y así era ahora, como si los pozos estuvieran circundados por algún peligro letal para las bestias. Los viajeros miraron atrás. El juez quedaba oculto por el promontorio. Frente a ellos vieron los tablones blanquecinos de un carro y más adelante las formas de mulos y bueyes con el pellejo liso como una lona por la abrasión constante de la arena.

El chaval estuvo estudiando el panorama y luego retrocedió unos centenares de metros y se quedó mirando sus propias huellas someras en la arena. Miró la pendiente del esker que habían dejado atrás y se arrodilló y aplicó la mano al suelo y escuchó el tenue silbido silíceo del viento.

Cuando levantó la mano había una delgada arista de arena que el viento había arrastrado hacia ella y vio desvanecerse lentamente esta arista ante sus ojos.

Cuando regresó, el ex cura tenía un aspecto solemne y preocupado. El chaval se arrodilló y se lo quedó mirando.

Hemos de escondernos, dijo.

¿Escondernos?

Sí.

¿Y dónde piensas esconderte?

Aquí. Nos esconderemos aquí.

Eso es imposible, muchacho.

No.

¿Crees que no podrá seguir tu rastro?

El viento lo borrará. Ya lo ha hecho en esa pendiente de allá.

¿De veras?

No se ve nada.

El ex cura meneó la cabeza.

Vamos. Hemos de continuar.

No te puedes esconder.

Levanta.

El ex cura meneó la cabeza. Ah, muchacho, dijo.

Levanta, dijo el chaval.

Ve, márchate. Le animó con un gesto de la mano.

El chaval le habló. Holden no es nada. Tú mismo me lo dijiste. Los hombres están hechos del polvo de la tierra. Dijiste que no era una palá… pará…

Parábola.

Eso. Parábola. Que era la cruda realidad y que el juez era un hombre como cualquier otro.

Entonces enfréntate a él, dijo el ex cura. Hazlo si así lo crees.

El con un rifle y yo con una pistola. El con dos rifles. Levanta el culo.

Tobin se incorporó, tambaleante, se apoyó en el chaval. Partieron de nuevo, desviándose del rastro difuminado y dejando atrás el carro.

Pasaron junto al primero de los esqueletos y siguieron hasta un par de mulos que yacían muertos en sus arreos y el chaval se arrodilló y provisto de un pedazo de tabla empezó a excavar un refugio, vigilando el horizonte por el este mientras trabajaba. Luego se tumbaron al socaire de aquellos huesos pútridos como carroñeros saciados y esperaron la llegada del juez y el paso del juez si es que llegaba a pasar.

No hubieron de esperar mucho. Apareció sobre el promontorio e hizo una pausa breve antes de empezar a bajar, él y su babeante mayordomo. El terreno que se extendía ante él era ondulado y aunque se lo podía reconocer perfectamente desde el promontorio el juez no examinó la zona ni pareció haber perdido de vista a los fugitivos. Descendió la cuesta y echó a andar por el llano con el idiota delante atado por una traílla. Llevaba los dos rifles que habían pertenecido a Brown y llevaba cruzadas sobre el pecho dos cantimploras y llevaba asimismo un cebador y un cuerno y su portamanteo y una mochila de lona que seguramente había sido también de Brown. Cosa rara, llevaba un parasol hecho de jirones podridos de pelleja tensados sobre un armazón de costillas aseguradas mediante tiras de cincha. El mango había sido la pata delantera de algún animal y el juez que ya se acercaba apenas iba vestido con confetis, pues su indumento había sido rasgado aquí y allá para ajustarse a su físico. Con aquel tétrico paraguas y el idiota tirando de la traílla por su collar de cuero parecía un empresario degenerado huyendo de una feria y de la ira de los ciudadanos a quienes había embaucado.

Avanzaron por el páramo y el chaval tumbado boca abajo en el bañadero de arena los miró a través de las costillas de los mulos muertos. Distinguió sus propias huellas y las de Tobin viniendo por la arena, borrosas y redondeadas pero huellas al fin, y observó al juez y observó las huellas y escuchó la arena moverse en el suelo del desierto. El juez estaba como a un centenar de metros cuando se detuvo y examinó el terreno. El idiota quedó a gatas como un lémur desprovisto de pelo, inclinándose contra la traílla. Agitó la cabeza y olfateó el aire como si lo hubieran adiestrado para seguir rastros. Había perdido su sombrero, o quizá el juez había alzado el embargo, pues ahora llevaba unas curiosas babuchas burdamente confeccionadas con un trozo de cuero y ajustadas a las plantas de sus pies mediante envueltas de cáñamo rescatadas de un accidente en el desierto. El imbécil tiraba del collar y graznaba, los antebrazos colgando a la altura del pecho. Cuando sobrepasaron el carro y siguieron adelante el chaval supo que estaban más allá de donde él y Tobin se habían apartado del rastro. Miró las huellas: formas tenues que retrocedían por la arena hasta desvanecerse por completo. El ex cura le agarró del brazo y le avisó señalando hacia el juez que pasaba y el viento agitó los jirones de pellejo de la carcasa y juez e idiota pasaron de largo y se perdieron de vista.