Llegaron a Warner’s Ranch la tarde siguiente y recobraron fuerzas en las termas sulfurosas que allí había. No se veía un alma. Siguieron adelante. Hacia el oeste la región era ondulada y herbosa y al fondo había montañas que llegaban hasta la costa. Aquella noche durmieron entre cedros enanos y por la mañana la hierba estaba helada y pudieron oír cantos de pájaros que parecían un ensalmo contra las plomizas playas del vacío de donde acababan de subir.
Todo aquel día remontaron un valle alto poblado de yucas y rodeado de picos graníticos. Por la tarde bandadas de águilas pasaron frente a ellos remontando el desfiladero y en las herbosas terrazas pudieron ver las siluetas enormes de unos osos paciendo como reses en un brezal alto. Quedaban bolsas de nieve al abrigo de los resaltos de piedra y por la noche nevó ligeramente. La niebla avanzaba en escollos por las pendientes cuando partieron tiritando al amanecer y vieron en la nieve reciente las huellas de los osos que habían bajado a oler el viento antes de que clareara.
Aquel día no hubo sol, solo una palidez en la bruma, y la región estaba blanca de escarcha y los arbustos eran como isómeros polares de sus propias formas. Carneros salvajes subían como espectros por aquellos barrancos pedregosos y el viento bajaba arremolinado y frío y gris de las brumas nevadas, una región humeante de vapores silvestres que se colaban por e1 paso como si allá arriba el mundo estuviera en llamas. Hablaban cada vez menos entre ellos y al final callaron por completo, como suele ocurrir cuando los viajeros se aproximan al término de un trayecto. Bebieron en los fríos arroyos de montaña y lavaron sus heridas y mataron una cierva joven junto a una fuente y comieron lo que pudieron y ahumaron tiras finas de carne para el viaje. Aunque no vieron más osos sí vieron indicios de su proximidad y salvaron varias pendientes antes de encontrar un sitio donde pernoctar a un par de kilómetros de su campamento de caza. Por la mañana cruzaron un lecho de aerolitos agrupados en el brezal como huevos osificados de algún pájaro primitivo. Caminaron por la línea de sombra al pie de la montaña dejándose calentar apenas por el sol y aquella tarde divisaron por primera vez el mar, a sus pies, azul y sereno bajo la capa de nubes.
El sendero serpenteaba colina abajo e iba a parar al camino carretero. Lo siguieron por donde las ruedas trabadas habían patinado y los calces de hierro habían arañado la roca y allá abajo el mar se oscureció hasta quedar negro y el sol se puso y todo el paisaje se volvió azul y frío. Durmieron a tiritonas bajo un saliente arbolado entre el ulular de los búhos y la fragancia de los enebros mientras las estrellas hervían en la noche insondable.
Atardecía cuando al día siguiente entraron en San Diego. El ex cura fue a buscar un médico para los dos pero el chaval se dedicó a errar por las calles de barro seco y pasadas las hileras de cabañas cruzó el guijarral y llegó a la playa.
Ramales de algas ambarinas formaban un musgo elástico en la línea de marea. Una foca muerta. Más allá de la rada interior una franja de arrecife dibujando una línea delgada como algo que hubiera zozobrado allí y sobre lo cual el mar echara los dientes. Se acuclilló en la arena y observó el sol en la superficie martilleada del agua. Islotes de nubes embarcados en otro mar de color salmón. Aves acuáticas en silueta. Playa abajo la resaca golpeaba sorda. Había allí un caballo con la mirada fija en las aguas oscuras y un potrillo que daba cabriolas y se alejaba trotando y volvía.
Se quedó sentado mientras el sol se hundía siseando en las olas. El caballo se recortaba oscuro contra el cielo. El oleaje tronaba en las tinieblas y el manto negro del mar subía y bajaba a la luz de las estrellas y las largas olas encrespadas saltaban pálidas de la noche y rompían en la playa.
Se levantó y volvió la cabeza hacia las luces de la ciudad. Las balsas de marea brillantes como cubilotes entre las rocas oscuras donde gateaban los fosforescentes cangrejos de mar. Al pasar por las barrilleras miró hacia atrás. El caballo no se había movido. Las luces de un barco guiñaron en las olas. El potro estaba pegado al caballo con la cabeza gacha y el caballo miraba hacia lo lejos, más allá del saber del hombre, allí donde las estrellas se ahogan y las ballenas transportan su alma inmensa por el negro mar inconsútil.
XXII
Bajo arresto - El juez va de visita
Interrogatorio del acusado
Soldado, cura, magistrado
Libertad bajo fianza - Ve a un cirujano
Le extraen el astil de la pierna - Delirio
Viaja a Los Ángeles - Una ejecución pública
Los ahorcados – En busca del ex cura - Otro tonto
El escapulario - A Sacramento
Un viajero en el oeste - Abandona a su grupo
Los hermanos penitentes - La carreta fúnebre
Otra matanza - La anciana entre las rocas.
De regreso, al dejar atrás el resplandor amarillo de las ventanas y los perros que ladraban, se topó con un destacamento de soldados pero le creyeron más mayor de lo que era y siguieron su camino. Entró en una taberna y se sentó en un rincón en penumbra mirando a los hombres sentados a las mesas. Nadie le preguntó qué había ido a buscar allí. Parecía estar esperando que fueran a por él y al poco rato entraron cuatro soldados y le arrestaron. Ni siquiera le preguntaron cómo se llamaba.
Una vez en la celda empezó a hablar con extraño apremio de cosas que pocos hombres han tenido oportunidad de ver en la vida y los carceleros dijeron que se le había aflojado una tuerca de tanta sangre como había visto correr. Una mañana despertó y vio al juez plantado delante de su jaula, sombrero en mano, sonriéndole. Iba vestido con un traje de hilo gris y llevaba unas botas nuevas y relucientes. Su chaqueta no estaba abrochada y en el chaleco lucía una cadena de reloj y un alfiler de corbata y llevaba en el cinturón una pinza revestida de cuero a la que iba prendida una pequeña Derringer engastada en plata y con la culata de palisandro. Miró hacia el pasillo del tosco edificio de barro y se cubrió y sonrió nuevamente al preso.
Bueno, dijo. ¿Cómo estás?
El chaval no respondió.
Querían saber por mí si siempre has estado igual de loco, dijo el juez. Creen que es cosa del país. El país, que los vuelve locos.
¿Dónde está Tobin?
Les he dicho que hasta este marzo pasado ese cretino todavía era un respetado doctor en teología por el Harvard College. Que había mantenido la cabeza sentada hasta que llegamos a los montes Aquarius. Fue el país que vino después lo que le privó del juicio. Y de sus ropas.
Toadvine y Brown. ¿Dónde están?
Donde tú los dejaste, en el desierto. Qué crueldad. Tus propios camaradas. El juez meneó la cabeza.
¿Qué piensan hacer conmigo?
Tengo entendido que quieren colgarte.
¿Qué les has contado?
Solo la verdad. Que tú eras el responsable. Tampoco es que tengamos todos los detalles pero tienen claro que fuiste, tú y no otro quien provocó el calamitoso rumbo de los acontecimientos. Cuyo desenlace fue en la matanza perpetrada en el vado por los salvajes con quienes tú conspirabas. El medio y el fin no cuentan demasiado. Son especulaciones que no conducen a nada. Pero aunque te lleves a la tumba el borrador de tu plan homicida tu hacedor tendrá conocimiento del mismo en toda su infamia y como esto es así también lo sabrá hasta el más humilde de los hombres. Todo a su debido tiempo.