El que está loco eres tú, dijo el chaval.
El juez sonrió. No, dijo. Yo nunca. Pero ¿por qué te escondes ahí en las sombras? Ven aquí y hablemos, tú y yo.
El chaval se quedó de espaldas a la pared del fondo. Él mismo apenas una sombra.
Vamos, dijo el juez. Acércate, tengo más cosas que decirte.
Miró hacia el corredor. No temas, dijo. Hablaré en voz baja. Lo que he de decir es solo para tus oídos. Deja que te vea. ¿Es que no sabes que te habría querido como a un hijo?
Metió la mano entre los barrotes. Ven, dijo. Deja que te toque.
El chaval permaneció con la espalda pegada a la pared.
Ven si no tienes miedo, dijo el juez.
Tú no me das miedo.
El juez sonrió. Habló en voz queda hacia el cubículo en penumbra. Te enrolaste, dijo, para un trabajo. Pero fuiste tu propio testigo de cargo. En tus propios actos estaba tu sentencia. Antepusiste tus opiniones a los juicios de la historia y rompiste con el grupo del que habías jurado formar parte y de este modo envenenaste todo el proyecto. Óyeme bien. En el desierto hablé para ti y solo para ti y tú hiciste oídos sordos. Si la guerra no es santa el hombre no es más barro viejo. Incluso el cretino obró de buena fe dentro de sus limitaciones. Pues a ningún hombre se le exigía más de lo que tenía y lo que uno aportaba no se comparaba con la aportación del otro. Pero a todos se les pidió que vaciaran su corazón en el corazón colectivo y solo uno no quiso hacerlo. ¿Puedes decirme quién fue?
Tú, susurró el chaval. Tú fuiste ese uno.
El juez le observó desde los barrotes, meneó la cabeza. Lo que une a los hombres, dijo, no es compartir el pan sino los enemigos. Pero si yo hubiera sido tu enemigo, ¿con quién me habrías compartido? Dime. ¿Con el cura? ¿Dónde anda el cura? Mírame. Nuestra animadversión existía ya antes de que tú y yo nos conociéramos. Pero aun así podrías haberlo cambiado todo.
Tú, dijo el chaval. Fuiste tú.
Yo nunca, dijo el juez. Escúchame. ¿Crees que Glanton era tonto? ¿No comprendes que él te habría matado?
Mentira, dijo el chaval. Todo mentira.
Piénsalo bien, dijo el juez.
Glanton nunca participó de tus locuras.
El juez sonrió. Se sacó el reloj del chaleco, lo abrió y lo acercó a la luz escasa.
Aunque tú hubieras aguantado el tipo, dijo, ¿qué sentido tenía?
Levantó la vista. Cerró la caja y devolvió el instrumento a su persona. Es hora de marchar, dijo. Tengo asuntos pendientes.
El chaval cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir el juez ya no estaba. Aquella noche llamó al cabo y se sentaron a cada lado de los barrotes y el chaval le habló de la multitud de monedas de oro y de plata escondidas en las montañas no muy lejos de aquel lugar. Estuvo hablando un buen rato. El cabo había dejado la vela en el suelo entre los dos y le miraba como quien mira a un niño locuaz y mentiroso. Cuando hubo terminado, el cabo se levantó y se llevó la vela y lo dejó a oscuras.
Dos días después era puesto en libertad. Un cura español había ido a bautizarle y le había arrojado agua a través de los barrotes como si estuviera ahuyentando a los espíritus. Al cabo de una hora cuando vinieron a sacarle estaba casi mareado de miedo. Lo llevaron a presencia del alcalde y el alcalde le habló como un padre en español y después lo soltaron a la calle.
El médico que encontró era un joven de una buena familia del este. Abrió la pernera del pantalón con unas tijeras y examinó el astil de la flecha y lo movió a un lado y a otro. A su alrededor se había formado una fístula blanda.
¿Sientes algún dolor?, dijo.
El chaval no respondió.
Presionó alrededor de la herida con el dedo pulgar. Dijo que podía operar y que le costaría cien dólares.
El chaval se levantó de la mesa y salió cojeando.
Al día siguiente mientras estaba sentado en la plaza se le acercó un chico y lo condujo de nuevo al cobertizo que había detrás del hotel y el médico le dijo que le operaría a la mañana siguiente.
Vendió la pistola a un inglés por cuarenta dólares y se despertó de madrugada en un solar metido bajo unos tablones. Estaba lloviendo y bajó por las desiertas calles mojadas y llamó a la tienda de comestibles hasta que salieron a abrirle. Cuando se presentó en el despacho del doctor estaba muy borracho y se quedó apoyado en la jamba de la puerta con una botella de whisky medio llena en la mano.
El ayudante del cirujano era un estudiante de Sinaloa que había aprendido el oficio aquí. Se produjo un altercado y el cirujano en persona hubo de acudir de la parte de atrás.
Tendrás que volver mañana, dijo.
No estaré más sobrio entonces.
El doctor le miró. Está bien, dijo. Dame la botella. Entró y el aprendiz cerró la puerta.
No vas a necesitar el whisky, dijo el doctor. Dámelo.
¿Por qué no lo voy a necesitar?
Tenemos éter. No te hará falta el whisky.
¿Es más fuerte?
Mucho más. De todos modos, no puedo operar a alguien que está borracho como una cuba.
Miró al ayudante y luego miró al cirujano. Dejó la botella encima de la mesa.
Bien, dijo el cirujano. Quiero que vayas con Marcelo. Él te preparará un baño y te dará ropa limpia y luego te acompañará a una cama.
Se sacó el reloj del chaleco y miró la hora sosteniéndolo en la palma de su mano.
Las ocho y cuarto. Operaremos a la una. Descansa un poco. Si necesitas alguna cosa, no dudes en avisar.
El ayudante le acompañó hasta un edificio de adobe con paredes encaladas que había al fondo del patio. Una nave con cuatro camas de hierro, todas desocupadas. Se bañó en un gran caldero de cobre con roblones que parecía rescatado de un barco y se tumbó en el áspero colchón escuchando a unos niños que jugaban del otro lado de la pared. No durmió. Cuando fueron a buscarle todavía estaba borracho. Lo sacaron del edificio y lo hicieron tumbarse sobre una mesa de caballete en una pieza vacía contigua a la nave y el ayudante le aplicó un paño helado a la nariz y le dijo que inspirara profundamente.
En aquel sueño y otros sueños sucesivos el juez le visitó. ¿Quién si no? Gran mutante de paso lerdo, silencioso y sereno. Al margen de sus antecedentes el juez era una cosa distinta de la suma de los mismos y tampoco había manera de dividirlo y reintegrarlo a sus elementos originales porque no se habría dejado. A buen seguro quienquiera que indagase en su historia a través de genealogías y padrones acabaría a dos velas y aturdido al borde de un vacío sin término ni origen y por más ciencias de que pudiera echar mano para interpretar la materia primigenia que nos trae el polvo de los milenios no descubriría el menor indicio de ningún huevo atávico por el cual determinar sus comienzos. En aquella blanca habitación vacía apareció con el traje de marras y el sombrero en la mano y miró con sus ojillos de cerdo sin pestañas, ojos en los que aquel muchacho de solo dieciséis años sobre la tierra pudo leer tomos enteros de decisiones no imputables a los tribunales de los hombres y vio su propio nombre, que no habría podido descifrar en ninguna otra parte, anotado en los registros como cosa ya caduca, viajero conocido en jurisdicciones que solo exiten en las pretensiones de ciertos mercenarios o en mapas anticuados.
En su delirio revolvió las sábanas de su jergón en busca de armas pero no había tal cosa. El juez sonreía. El tonto ya no estaba allí pero sí otro hombre, y a este hombre no podía verlo en su totalidad pero parecía un artesano y un obrero que trabajaba el metal. El juez le hacía sombra mientras el otro estaba trabajando en cuclillas pero era un forjador en frío que trabajaba con martillo y punzón, quizá acusado de algo y exiliado de los lares de los hombres, dando forma como su destino improbable en la larga noche de su devenir a una moneda para un amanecer que no llegaría nunca. Y es este falso acuñador con sus cinceles y sus buriles quien busca amistarse con el juez y trata de inventar en el crisol a partir de la escoria en bruto un rostro que sea aceptado, una imagen que convierta esta especie residual en moneda corriente en los mercados donde los hombres trocan. De esto es juez el juez y la noche no acaba nunca.