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El capitán tenía su puesto de mando en un hotel de una plaza con árboles y una pequeña glorieta verde con bancos. Una verja de hierro en la fachada del hotel daba a un pasadizo con un patio al fondo. Las paredes estaban encaladas y adornadas con pequeñas baldosas de colores. El hombre del capitán llevaba unas botas labradas de tacón alto que repicaron en el piso embaldosado y en la escalera que subía del patio a las habitaciones. En el patio había plantas verdes y las habían regado hacía poco y echaban humo. El hombre del capitán fue hasta el fondo de la larga galería y llamó con fuerza a la última puerta. Una voz les dijo que pasaran.

Estaba, el capitán, sentado a una mesa de mimbre escribiendo cartas. Ellos se quedaron firmes, el hombre del capitán con el sombrero negro en las manos. El capitán siguió escribiendo y ni siquiera levantó los ojos. Afuera se oyó a una mujer que hablaba en español. Aparte de eso el único sonido era el raspar de la pluma sobre el papel.

Cuando hubo terminado dejó la pluma y alzó los ojos. Miró a su subordinado y luego miró al chaval y luego inclinó la cabeza para leer lo que había escrito. Asintió para sí y espolvoreó la carta con arena de una cajita de ónice y la dobló. Sacó un fósforo de la caja que había encima de la mesa, lo encendió y lo acercó a una barrita de lacre hasta que un pequeño medallón rojo se hubo formado sobre el papel. Apagó el fósforo, sopló un poco hacia el papel y aplicó su anillo al lacre. Luego puso la carta entre dos libros que tenía sobre la mesa y se retrepó en su silla y volvió a mirar al chaval. Asintió con cara seria. Siéntense, dijo.

Así lo hicieron en una especie de banco tallado en una madera oscura. El hombre del capitán llevaba un enorme revólver al cinto y al sentarse hizo girar el cinturón de forma que el arma quedó entre sus muslos. Puso el sombrero encima y se apoyó en el respaldo. El chaval cruzó los pies por sus botas reventadas y se sentó muy erguido.

El capitán retiró su silla y se levantó y rodeó el escritorio. Permaneció de espaldas a él un minuto entero y entonces se subió a la mesa y se quedó con las botas colgando. Tenía canas en el pelo y en el majestuoso bigote que lucía, pero no era viejo. Conque tú eres el hombre, dijo.

¿Qué hombre?, dijo el chaval.

Qué hombre, señor, dijo el hombre del capitán.

¿Cuántos años tienes, muchacho?

Diecinueve.

El capitán asintió con la cabeza. Estaba repasando al chico de arriba abajo. ¿Qué te ha pasado?

¿Cómo?

Di señor, dijo el otro.

Señor…

Digo que qué te ha pasado.

El chaval miró al hombre que tenía aliado. Se miró a sí mismo y luego de nuevo al capitán. Me atacaron unos bandidos, dijo.

Ya, dijo el capitán.

Se me llevaron el reloj. Me dejaron sin nada. ¿Tienes rifle?

No, ya no.

¿Dónde fue que te asaltaron?

No lo sé. El lugar no tenía nombre. Fue en un sitio desierto.

¿De dónde venías?

Pues de Naca, Naca…

¿De Nacogdoches?

Eso.

Sí señor.

Sí señor.

¿Cuántos eran?

El chaval se lo quedó mirando.

Los ladrones. Cuántos.

Siete u ocho, creo. Me dieron en la cabeza con un cuartón de madera.

El capitán le miró entornando un ojo. ¿No serían mexicanos?

Algunos sí. Mexicanos y negros. Y un par de blancos también. Traían unas cuantas reses que habían robado. Lo único que no se llevaron fue un cuchillo viejo que tenía metido en una bota.

El capitán asintió, dobló las manos entre sus rodillas. ¿Qué opinas del tratado?, dijo.

El chaval miró al hombre que estaba junto a él. Tenía los ojos cerrados. Bajó la vista. Yo no sé nada de tratados, dijo.

Mucho me temo que eso les pasa a buena parte de los americanos, dijo el capitán. ¿De dónde eres, hijo?

De Tennessee.

No estarías con los voluntarios en Monterrey, ¿verdad?

No señor.

Los hombres más valientes bajo el fuego enemigo que yo haya visto nunca. Creo que en los campos de batalla al norte de México murieron más hombres de Tennessee que de cualquier otro estado. ¿Lo sabías?

No señor.

Los abandonaron, sabes. Pelearon y murieron en aquel desierto de México y luego su propio país los traicionó.

El chaval no dijo nada.

El capitán se inclinó al frente. Nosotros peleamos por México. Perdimos allí amigos o hermanos. Y luego va y lo devolvemos. Lo dejamos en manos de un hatajo de bárbaros que no tienen ni idea de lo que es el honor o la justicia o lo que significa un gobierno republicano, y eso lo reconocen hasta sus más acérrimos partidarios. Un pueblo tan cobarde que ha estado pagando tributo durante un siglo a tribus de salvajes desnudos. Que ha renunciado al ganado y a las cosechas. Que ha cerrado las minas. Que ha abandonado pueblos enteros. Mientras una horda de paganos campa por la región saqueando y asesinando con absoluta impunidad. Sin que nadie oponga resistencia. ¿Qué clase de gente es esa? Los apaches ni siquiera les disparan, qué te parece. Los matan a pedradas. El capitán meneó la cabeza. Parecía entristecido por lo que tenía que explicar.

¿Sabías que cuando el coronel Doniphan tomó la ciudad de Chihuahua infligió al enemigo más de un millar de víctimas y él solamente perdió a un hombre y eso porque se suicidó? ¿Con un ejército de irregulares que no cobraban y que le llamaban Bill, que iban medio desnudos y habían llegado a pie desde Misuri?

No señor.

El capitán se retrepó y cruzó los brazos. Nos enfrentamos, dijo, a una raza de degenerados. Una raza mestiza, poco mejor que los negros. Puede que ni eso. En México no hay gobierno. Qué diablos, en México no hay Dios. Ni lo habrá nunca. Nos enfrentamos a un pueblo manifiestamente incapacitado para gobernarse. ¿Y sabes lo que ocurre con el pueblo que no sabe gobernarse? Exacto: Que vienen otros a gobernar por ellos.

En el estado de Sonora hay ya unos catorce mil colonos franceses. Les están regalando tierras para que se establezcan. Les están regalando herramientas y ganado. Son mexicanos ilustrados quienes lo fomentan. Paredes ya está exigiendo disociarse de la nación mexicana. Prefieren ser gobernados por lameculos que por imbéciles y ladrones. El coronel Carrasco reclama la intervención de Estados Unidos. Y la va a tener.

Ahora mismo se está formando en Washington una comisión para venir a esta zona y trazar las fronteras entre nuestro país y México. No me cabe duda de que al final Sonora acabará siendo territorio estadounidense, y Guaymas un puerto de Estados Unidos. Los americanos podrán llegar a California sin tener que pasar por la atrasada república hermana y nuestros conciudadanos estarán finalmente a salvo de las escandalosas bandas de forajidos que infestan las rutas que se ven obligados a tomar.

El capitán estaba observando al chaval. El chaval parecía intranquilo. Muchacho, dijo el capitán. Nosotros seremos el instrumento de liberación de un país lóbrego y atribulado. Eso es. Nosotros encabezaremos el ataque. Tenemos el apoyo tácito del gobernador Burnett de California.

Se inclinó al frente y apoyó las manos en las rodillas. Y seremos nosotros los que nos repartiremos el botín. Habrá una parcela de tierra para cada hombre de la compañía. Buenos pastos. De los mejores del mundo. Una región rica en minerales, en oro y plata diría yo sin atenerme a conjeturas. Eres joven. Pero sé lo que piensas. Raramente me equivoco con un hombre. Yo creo que te gustaría dejar huella en este mundo. ¿Es así?

Sí señor.

Claro. Y no te veo abandonando a una potencia extranjera una tierra por la que pelearon y murieron compatriotas nuestros. Y te diré una cosa. Si los norteamericanos no actúan, me refiero a gente como tú y como yo que se toma en serio a su país mientras esos maricas de Washington se dedican a calentar el banco, si no actuamos, México (y quiero decir el conjunto del país) enarbolará muy pronto una bandera europea. Con o sin Doctrina Monroe.