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Sus lumbres salpicaron el llano aquella noche y el chaval se sentó de espaldas al viento y bebió de una cantimplora del ejército y su cena consistió en un puñado de maíz seco. Por toda la región se sucedían los gemidos y ladridos de los lobos hambrientos y hacia el norte los relámpagos callados remedaban una lira rota sobre el oscuro confín del mundo. El aire olía a lluvia pero no llovió y las carretas pasaron en la noche cargadas de huesos como barcos oscuros y pudo oler los bueyes y oír su respiración. El acre olor de las osamentas lo invadía todo. Hacia la medianoche un grupo le saludó estando él en cuclillas frente a su lumbre.

Venid, dijo.

Salieron de la oscuridad, hoscos y maltrechos y vestidos con pieles. Portaban viejos fusiles militares salvo uno de ellos, que tenía un rifle de cazar búfalos, y no llevaban abrigo y uno de ellos calzaba unas botas hechas con los corvejones de algún animal arrancados de una pieza y las punteras estaban cerradas con sedal.

Buenas tardes, forastero, dijo en alto el mayor de los niños.

Los miró. Eran cuatro y un muchacho retrasado y se detuvieron al borde de la luz.

Venid, dijo.

Se acercaron despacio. Tres de ellos se pusieron en cuclillas y dos quedaron de pie.

¿Dónde está tu equipo?, dijo uno.

Ese no ha venido a buscar huesos.

No tendrás por ahí un poco de tabaco para mascar, ¿verdad?

Negó con la cabeza.

Supongo que tampoco tendrás whisky.

Ese no tiene whisky.

¿Adónde se dirige, señor?

¿Va hacia Griffin?

Los miró. Pues sí, dijo.

A buscar putas, seguro.

Ese no va de putas.

Está lleno de furcias en Griffin.

Bah, seguro que habrá estado allí más veces que tú.

¿Ha estado en Griffin, señor?

Aún no.

Está lleno de putas. Hasta en la sopa.

Dicen que a un día de viaje con el viento soplando de cara puedes pillar ladillas.

Se sientan en un árbol delante de un sitio que hay allí y si miras hacia arriba les ves las enaguas. Una noche llegué a contar hasta ocho en ese árbol. Sentadas como mapaches y fumando cigarrillos y llamándote a voces.

Dicen que es la ciudad más pecadora de todo el estado de Tejas.

En cuanto a asesinatos no hay un sitio mejor, para el que le interese ir.

Peleas a cuchillo. Todas las perrerías que uno pueda imaginar.

Los miró por turnos. Alcanzó un palo y avivó la lumbre y echó el palo a las llamas. ¿Es que os gusta todo eso?, dijo.

No hemos dicho tal cosa.

¿Os gusta beber whisky?

Habla por hablar. Ese no es un bebedor.

Pero si le has visto beber whisky no hace ni una hora.

También le he visto vomitarlo. ¿Qué son esas cosas que lleva alrededor del cuello?

Estiró el viejo escapulario que llevaba sobre el pecho y lo miró. Son orejas, dijo.

¿Qué?

Orejas.

¿Orejas de qué clase?

Tiró de la correa y las miró. Estaban totalmente negras y duras y secas y no tenían forma.

Humanas, dijo. Orejas humanas.

Eso no me lo trago, dijo el que tenía el rifle.

No le llames mentiroso, Elrod, podría matarte. Déjenos verlas si no le importa, señor.

Se sacó el escapulario por la cabeza y se lo pasó al chico que había hablado. Formaron un corro y palparon aquellos extraños colgantes.

Son de negro, ¿verdad?, dijeron.

Les rebana la oreja a los negros para que los reconozcan cuando se escapen.

¿Cuántas hay más o menos?

No sé. Antes había un centenar.

Levantaron el collar de modo que le diera la luz.

Orejas de negro, santo Dios.

No son de negro.

¿No?

No.

De qué, entonces.

De indios.

Y una mierda.

Elrod, estás avisado.

¿Cómo es que están tan negras si son de indio?

Se han puesto así ellas solas. Tan negras que ya no lo pueden estar más.

¿De dónde las ha sacado?

Mató a esos cerdos, ¿verdad, señor?

Haciendo de explorador en la pradera, ¿verdad?

Se las compré en California a un soldado que no tenía dinero para pagarse un trago.

Alargó el brazo y recuperó el escapulario.

Caracoles. Apuesto a que era explorador y se cargó a todos esos hijos de puta.

El que se llamaba Elrod señaló a los trofeos con el mentón y sorbió por la nariz. No sé para qué quiere esas cosas, dijo. Yo no las querría.

Los demás le miraron inquietos.

No sabe de dónde salen las orejas. Ese soldado al que se las quitó quizá dijo que eran de indio pero no es verdad.

El hombre guardó silencio.

Esas orejas podrían ser de caníbal o de cualquier otro negro extranjero. Me han dicho que en Nueva Orleans se pueden comprar cabezas enteras. Las traen por barco, las cabezas, y a cualquier hora del día las puedes comprar por cinco dólares.

Calla, Elrod.

El hombre se quedó con el collar en las manos. No eran caníbales, dijo. Eran apaches. Yo conocí al hombre que las cortó. No solo eso, he cabalgado con él y le vi colgar de una soga.

Elrod miró a los otros y sonrió. Apaches, dijo. Apuesto a que esos pobres apaches no asustarían ni a una sandía, ¿eh, chicos?

El hombre levantó cansinamente la vista. No me estarás llamando embustero, ¿verdad, hijo?

Yo no soy su hijo.

¿Cuántos años tienes?

Eso no es asunto suyo.

Tiene quince.

Tú calla.

Se volvió al hombre. Ese no habla por mí, dijo.

Yo creo que sí. La primera vez que me hirieron yo tenía quince años.

A mí no me han herido nunca.

Todavía no has cumplido los dieciséis.

¿Es que va a dispararme?

Trato de evitarlo.

Vamos, Elrod.

Usted no dispara a nadie. Como no sea por la espalda o a alguien que está dormido.

Elrod, nos vamos.

En cuanto le he visto he sabido de qué palo iba.

Es mejor que te vayas.

Amenazarme con que me vas a disparar. Nadie lo ha hecho todavía.

Los otros cuatro estaban al límite del círculo de luz. El menor de ellos miraba a hurtadillas hacia el oscuro santuario de la noche.

Vete, dijo el hombre. Te están esperando.

Escupió a la lumbre del hombre y se secó la boca. Un convoy de carros pasaba hacia el norte por la pradera, pálidos y silenciosos los bueyes enyugados a la luz de las estrellas y los carros crujiendo débilmente seguidos de un farol de cristal rojo que parecía un ojo extranjero. Aquella región estaba repleta de niños violentos privados de sus padres por la guerra. Los compañeros de Elrod habían dado marcha atrás para ir a buscarle y eso probablemente le envalentonó aún más y es probable que dijera otras cosas al hombre pues cuando llegaron al fuego el hombre se había puesto de pie. Procurad que no se me acerque, dijo. Si le veo otra vez por aquí le mataré.

Cuando se hubieron marchado avivó el fuego, fue a por el caballo, le quitó las maniotas y lo ató y ensilló y luego extendió su manta un trecho más allá y se estiró para dormir.

El este no se había iluminado aún cuando despertó. El muchacho estaba de pie junto a las pavesas del fuego con el rifle en la mano. El caballo había resollado y volvió a resollar.

Sabía que te esconderías, dijo el muchacho en voz alta.

Apartó la manta y rodó de costado y montó la pistola y apuntó al cielo donde las estrellas ardían eternamente. Centró el punto de mira en la ranura fresada del armazón y sosteniendo el arma de esta forma apuntó con ambas manos describiendo un arco desde la oscuridad de los árboles hasta la forma más oscura del visitante. Aquí me tienes, dijo.

El muchacho giró con el rifle e hizo fuego.

De todas formas, no habrías vivido mucho, dijo el hombre.

Amanecía gris cuando llegaron los otros. No traían caballos. Condujeron al retrasado hasta donde el joven yacía de espaldas con las manos juntas sobre el pecho.