Disparates.
¿Tú crees? ¿Dónde está el ayer? ¿Dónde están Glanton y Brown y dónde el cura? Se acercó un poco más. ¿Dónde está Shelby, a quien dejaste a merced de Elías en el desierto, y dónde está Tate, al que abandonaste en las montañas? ¿Dónde están las damas, ah, aquellas preciosas y tiernas damas con las que bailaste en el palacio del gobernador cuando eras un héroe ungido con la sangre de los enemigos de la república que habías elegido defender? ¿Y dónde está el violinista y dónde el baile?
Supongo que eso lo sabes tú.
Te diré una cosa. A medida que la guerra se vuelva ignominiosa y su nobleza sea puesta en tela de juicio los hombres honorables que reconocen la santidad de la sangre empezarán a ser excluidos de la danza, que es el derecho del guerrero, y en consecuencia la danza se convertirá en algo falso y los danzantes en falsos danzantes. Y sin embargo siempre habrá allí un verdadero bailarín y a ver si adivinas quién puede ser.
Tú no eres nada.
Eso es más cierto de lo que crees. Pero te voy a decir una cosa. Solo el hombre que se ha ofrecido enteramente a la sangre de la guerra, que ha estado en el fondo del hoyo y ha visto toda suerte de horrores y comprendido por fin que la guerra habla a lo más íntimo de su corazón, solo ese hombre es capaz de bailar.
Cualquier bestia puede.
El juez dejó la botella sobre el mostrador. Óyeme bien, dijo. En el escenario hay sitio para un único animal. Los demás están destinados a una noche que es eterna e innombrable. Las candilejas iluminarán su descenso uno por uno hacia la oscuridad. Los osos que bailan, los osos que no.
Se dejó llevar por el tropel de gente hacia la puerta del fondo. En la antesala había hombres jugando a las cartas, brumosos entre el humo. Una mujer iba recogiendo los vales a medida que los hombres pasaban al cobertizo que había en la parte posterior. La mujer le miró. Él no tenía vale. Le indicó una mesa donde una mujer vendía los vales y metía el dinero por la pequeña ranura de una caja fuerte metálica empujando con una piedra plana. Pagó el dólar, cogió la ficha estampillada, la entregó en la puerta y pasó.
Se encontró en una sala amplía con una plataforma para los músicos en un extremo y una gran estufa casera hecha de chapa de hierro en el otro. Había escuadrones enteros de prostitutas. Con sus sucias batas, sus medias verdes y sus bragas color melón, vagaban en la humosa luz de aceite como libertinas de ensueño, a la vez infantiles y lúbricas. Una de ellas, enana y morena, le cogió del brazo y le miró con una sonrisa.
Te he visto en seguida, dijo. Siempre elijo al que yo quiero.
Le hizo cruzar una puerta donde una mexicana vieja entregaba toallas y velas y subieron a oscuras como refugiados de alguna sórdida catástrofe la escalera de tablones que llevaba a las habitaciones de arriba.
Tumbado en aquel pequeño cubículo con los pantalones por las rodillas la observó. Vio que recogía su ropa y que se la volvía a poner y vio que acercaba la vela al espejo y se examinaba la cara. Ella giró la cabeza y le miró.
Vamos, dijo. He de irme.
Vete.
No puedes quedarte aquí. Venga. He de irme.
Se incorporó y pasó las piernas sobre el borde de la pequeña cama de hierro y se levantó y se subió los pantalones y se los abotonó y se abrochó el cinturón. El sombrero estaba en el suelo y lo recogió y lo sacudió contra su pierna antes de ponérselo.
Te convendría ir abajo y tomarte algo, dijo ella. Te pondrás bien.
Ya estoy bien ahora.
Salió. Al final del pasillo volvió la vista atrás. Luego bajó por la escalera. Ella había salido a la puerta. Sostenía la vela en una mano y con la otra se cepillaba el pelo hacia atrás y le miró mientras él se perdía en la oscuridad de la escalera y luego entró y cerró la puerta.
Estaba al borde de la pista de baile. Un corro de personas había tomado la pista y sonreían y se hablaban a voces cogidos de las manos. En el escenario había un violinista sentado en un taburete y un hombre iba de punta a punta gritando las figuras de la danza y haciendo los gestos y los pasos que pretendía enseñarles. En el patio ahora oscuro grupos de tonkawas miserables estaban parados en mitad del barro y sus rostros eran como extraños retratos dentro del bastidor formado por la luz de las ventanas. El violinista se levantó y encajó el instrumento bajo su mandíbula. Hubo un grito y la música empezó y el corro de danzantes se echó a girar pesadamente y con mucho arrastrar de pies. Salió por detrás.
La lluvia había cesado y el aire era frío. Se quedó de pie en el patio. Las estrellas surcaban el cielo, por miríadas y al azar, corriendo a lo largo de breves vectores desde sus orígenes en la noche hacia sus destinos en la nada y el polvo. En el salón de baile el violín chillaba y los bailarines ejecutaban sus pasos. En la calle unos hombres llamaban a la niña cuyo oso había muerto pues se había perdido. Iban por los solares oscuros armados de farolas y antorchas y gritaban su nombre.
Siguió acera abajo hacia el meadero. Se quedó afuera para escuchar las voces que se alejaban y contempló de nuevo las calladas trayectorias de las estrellas que morían del otro lado de las colinas. Luego abrió la puerta de madera basta del meadero y entró.
El juez estaba sentado en la taza. Estaba desnudo y se levantó sonriente y lo estrechó contra sus inmensas y terribles carnes y corrió el pestillo de madera de un manotazo.
En la taberna dos hombres que querían comprar la piel del oso estaban buscando al dueño. El animal yacía sobre el escenario en un inmenso charco de sangre. Todas las velas se habían extinguido salvo una, que se consumía en su propia grasa como una lámpara votiva. En el salón de baile un joven acompañaba al violinista siguiendo el compás con un par de cucharas que hacía chocar entre sus rodillas. Las putas se contoneaban medio desnudas, algunas con los pechos al aire. Detrás del local dos hombres bajaban por el entablado en dirección al meadero. Un tercero estaba allí de pie orinando en el fango.
¿Hay alguien dentro?, dijo el primer hombre.
El que se estaba aliviando no levantó la vista. Yo de vosotros no entraría, dijo.
¿Hay alguien dentro?
Yo no entraría.
Terminó y se abroché el pantalón y se encaminé por la acera hacia las luces. El primer hombre le vio alejarse y luego abrió la puerta del meadero.
Dios del cielo, dijo.
¿Qué pasa?
No respondió. Pasó junto al otro y regresó por el entablado. El segundo hombre se quedó mirando su espalda. Luego abrió la puerta y miró al interior.
En la taberna habían puesto al oso sobre una lona de carro y se pedían voluntarios para echar una mano. El humo del tabaco rodeaba las lámparas de la antesala como una niebla maligna y los hombres envidaban y tiraban sus cartas murmurando por lo bajo.
Se produjo una pausa en el baile y un segundo violinista subió al escenario y los dos pulsaron sus cuerdas y giraron las pequeñas clavijas de madera hasta quedar satisfechos con la afinación. Muchos de los presentes se tambaleaban ebrios por la sala y algunos se habían despojado de camisas y chaquetas y estaban con el torso desnudo y sudando aunque en la sala hacía frío suficiente para empañar el aliento. Una puta enorme estaba dando palmas en el estrado y pedía a gritos que siguiera la música. No llevaba otra cosa que unos calzones de hombre y varias de sus hermanas iban ataviadas igualmente con lo que parecían trofeos: sombreros o pantalones o guerreras de caballería en tela cruzada azul. Cuando la música empezó a sonar se produjo un clamor general y un voceador se situó delante y empezó a cantar los pasos y los danzantes saltaron y gritaron y se dieron de empellones.
Y bailaron, las tablas del suelo vapuleadas por las botas de montar y los violinistas sonriendo horriblemente sobre sus instrumentos decantados. Dominándolos a todos está el juez y el juez baila desnudo con sus pequeños pies vivaces y raudos y ahora dobla el tiempo, dedicando venias a las damas, titánico y pálido y pelado, como un infante enorme. El no duerme nunca, dice. Dice que nunca morirá. Saluda a los violinistas y luego recula y echa atrás la cabeza y ríe desde lo hondo de su garganta y es el favorito de todos, el juez. Agita su sombrero y el domo lunar de su cráneo luce pálido bajo las lámparas y luego gira y gira y se apodera de uno de los violines y hace una pirueta y luego un paso, dos pasos, bailando y tocando. Sus pies son ágiles y ligeros. Él nunca duerme. Dice que no morirá nunca. Baila a la luz y a la sombra y es el favorito de todos. No duerme nunca, el juez. Está bailando, bailando. Dice que nunca morirá.