"-¡Yo bien sabía, amiga mía querida, que habías de volver! ¡Acuérdate de que casados estamos y cuánto nos hemos amado!
"Lord Sweet al oír aquello requirió la espada, pero más súbito fue el desconocido, que por encima de mosiú Vermeil, con su larga espada milanesa, a lord Sweet le rompió el corazón. Lady Tear dio un gran grito, y cayó privada en el suelo, donde fracasó, migas de plata y vidrio que ahora están ahí, en esa caja de mérito. El desconocido homicida huyó, y al correr tocaba la campanilla que llevan al cuello en Florencia los malatos, para que oyéndola los transeúntes se separen. Nada pudo averiguar la policía del Papa, a no ser que de hecho mi señora estaba casada, velada y consumada con don Giovanni de Treviso d'Aragona, duque que fuera de las armadas del Papa, y de quien no se volviera a saber desde un mes de otoño, en que salió de su casa, ofrecido a Nuestra Señora la que está en Loreto. A lord Sweet lo metieron en un barril de almíbar especiado, a lady Tear en esa caja,
y mosiú Vermeil embarcó en Genova con ambos cuerpos muertos, y tardó siete días en llegar a Dover, que lo dejó delante de Lisboa un viento flaco. Y ahora, corriendo con los gastos el señor duque de Lancaster, pone la Corte de Inglaterra en las manos del señor don Merlín estos restos del que fue, y no hablo por mí, corazón enamorado al fin de quien tan gentil cantaba y bailaba al son de mi flauta dichosa, sino por todos cuantos vieron amanecer aquella rosa; del que fue, digo, el espejo de toda la hermosura de este mundo.
Sollozaba mestre Flute, y también a mí me hacía sollozar, dolorido tanto que me acerqué al inglés y le puse la mano en el hombro, como amigo querido. Y llevando a los labios la flauta, tocó mestre Flute una triste serenata. Lágrimas como cerezas bajaban por sus gordas mejillas, y se detenían en los rubios bigotes. Si la ocasión se hubiese presentado, no hubiese dejado mestre Flute de hacer cornudo a lord Sweet, su amo. Creo yo.
El señor Merlín se encerraba en el horno, y nada decía de cómo iba la soldadura, y ya iba pasada una semana cuando me mandó que llamase a mestre Flute, y con aquella gravedad y franqueza que mi señor amo tenía, le explicó cómo no era fácil soldar aquella princesa.
– Todo lo que pude soldar fueron los cinco dedos de la mano izquierda y la oreja derecha, pero pasarían cien años y no llegaría á recomponerla de todo, y en aquel jardín de Roma se debió perder por lo menos la punta de la nariz y alguna luz de sus ojos. Vuelve a decirle estas novedades al señor duque de Lancaster y a maese Hairy. Y hay, además, en lo que a mí toca, un caso de conciencia, y es que yo tuve cartas ayer de don Giovanni de Treviso, que es verdad que está leproso y a la muerte, y quiere que mande darle sagrado a la que fue su mujer legítima. Y en esto me pongo. Por quien más lo siento es por ti, amigo mío, que ya no volverás a tocar, para tan infeliz criatura, la pavana de los cisnes.
Mestre Flute pasó dos días llorando a escondidas, y al fin se marchó por el camino de Belvís, y yo fui con él hasta la Colpilleira. Y hubo función de entierro en Quintas, y predicó muy sensato el exclaustrado de las Goás, poniendo muy aparentes las vanidades de este mundo, que "la mujer casada la pierna quebrada y en casa", y que los pastos de Moucín eran de la abadía de Meira, y que ya verían los que andaban a comprarlos desamortizados, que a algunos ya les olía la cabeza a pólvora. ¡Era muy predicador aquel riojano!
El Espejo Del Moro
El moro de quien hablo era moro si Dios los siembra y hace florecer en las huertas de este mundo. Gastaba fez colorado, y traía en la nariz y en las orejas aros de plata, y era de semblante serio, pequeño de cuerpo; las piernas, que algo se las disimulaban los zaragüelles, muy torcidas, y si bien era porfiador y avaro en el trato mercantil, era de conversación larga y confiada, aunque las más de las cosas gustaba de contártelas a excuso, como quien te prende pasándote el peso de un secreto. Ya lo traía por nombre, que el de este mustafá lo era Alsir, que en nuestra lengua se declara "el secreto". Era vendedor de caramitas o agujas de marear, prospectos de la figura cata, toda clase de esencias y libros de historia, llevando siempre de éstos, entre los más conocidos, "Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno", "Genoveva de Brabante", "Los amores de Galiana la Bella", y la "Novela del Pedo del Diablo", que escribió mosiú Gui Tabarie. Pero por esta vez no venía como tal mercader a Miranda, con salvoconducto de la Puerta cual solía, que venía por descifrar las visiones que amanecían los sábados en un espejo que traía, y también inquirir el caso de un príncipe del Desierto que intentó envenenar a otro haciéndole oler un pejigo. Envenenar no lo envenenó, pero desde entonces quedó algo débil el jeque Rufas, y todas las noches soñaba que le sacaban los ojos con la punta de una espada, y despertaba a gritos, y ya tenía entrado el miedo al cuerpo, y moría de pavor, y con el miedo se hiciera cruel tirano y mandaba que le cortasen la cabeza a todo quisque que lo mirase a hurto. Hasta el médico inglés del jedive de Egipto fue a palparlo bien palpado, le oyó el eco de la frente con martillos de plata, lo sangró, le recetó parches de sebo en las sienes, friegas con aceite de nuez moscada, purgas de comino alterado, y baños fríos en las partes pudendas, a poder ser con té de Farkins, que es con lo que se sosiegan las solteronas en Inglaterra para poder asistir con algo de sentimiento a los oficios de la Protesta. Pero este doctor Gallows nombrado no hizo huir el sueño temeroso, y el señor Rufas va para loco de Conjo, y la conveniencia que hay en curarlo es grande, que es el único que entre todos los arábigos reyes sabe volar en la alfombra mágica y cuándo se capan los camellos de guerra, y es costumbre que pase estos secretos de la ciencia a la hora de la muerte a su hijo más joven, y si le viene la locura completa, seguro es que se le irá el saber de tal viajar y también el de la castración.
Todo esto lo fui sabiendo poco a poco, que como digo sidi Alsir gustaba de verter misterio alrededor de sus historias, lo que le costaba trabajo, que él de suyo es muy parroquiano, salvo en los cuartos. El espejo que traía era una piecita italiana, a las redondas de una cuarta, enmarcada en plata, y un gancho que figuraba un perro, y era que el tal espejo fuera el cabo de un péndulo, como si el relojero que lo hizo quisiera un espejo minutero para ver pasar la vagante procesión de las horas. Digo yo… Y el espejo lo compró Alsir en la feria de Tilsit a un judío jázaro, que tenía allí tienda de menta piperita, aguas de soñar y espuelas de fortuna, y yo por sidi Alsir y por el mago Elimas Algaribo, supe de tal feria, que tiene por dos de Lyon y por cuatro de Monterroso, y es un gran campo lleno de tiendas y hay familia de nueve naciones con derecho a poner en ella peso y truchimán, fiándose el resto de los feriantes del peso y del escribano del margrave de Brandenburgo, que también va ahí como tendero, que solamente él en la feria aquella puede vender herraduras para el mular y el caballar, teniendo licencias para el asnal los sacristanes de la Hueste Teutónica. Feria sonada, digo, donde todo se compra y vende, aun lo que no se ve. Compró el espejo Alsir, y lo vendió en Elsinor de Dania una condesita que vive en aquel castillo, y que se llama doña Ofelia. Como llovía, acordaron darle al moro posada en el castillo, que es una gran cerca de piedra sobre el mar ruidoso, y el jardín está dentro por los vientos marinos, en un abovedado como una iglesia.