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Enrojeció el enano y perdió toda arrogancia, y aun medio se escondió tras mi amo, y los que estaban sentados en el arca al oír aquel dato se pusieron de pie y echaron mano de las espaditas que traían al cinto, pero el príncipe don París con mucha autoridad los sosegó diciendo:

– No tiene el enano culpa alguna en este caso, que por dineros hizo ese viaje, lo mismo que por dineros nos sirvió de posta ahora, y como criado de la hija de doña Carolina fue presto y cortés, que sé yo que a dos leguas de Londres, haciendo camino por el calor del día en que cayó aquel año el verano en la Inglaterra, le compró de su bolsa a nuestra señora un "tutti frutti".

Y en su habla, y muy orador, terminó de apaciguar a su hueste. Llorando iba don París y llorando iban los suyos cuando, amaneciendo, los volvimos al cesto de las manzanas con la misma ceremonia con que los recibimos. José con el farol de vara, mi amo con el doble manto y el enano con la pamela en la mano. Y fui a llevarlos a los Cabos, y ya salía a reposar el día sobre el mundo cuando los solté en los peñascos, y por una rajadura que tiene la roca grande, pasaron de este país a los campos de abajo. Me dio pena aquel don París enamorado, con su bigotillo y los ojos francos que tenía, y si la doña cautiva era del tamaño de paloma colipava que decían, ciertamente que harían una feliz pareja. Cuando volví a Miranda estaba esperándome mi amo en la portalada.

– Si les da por ponerse a amonedar la viga de oro a estos inquilinos de la sotierra -me dijo ayudándome a meter la mula-, tengo para mí que la quebradura del mundo llegaba de Cambray a Mondoñedo.

– ¿Y qué era ese cuento de la otra familia? – pregunté.

– El reino de abajo, Felipe mío, está tan en parcelas como el reino de arriba, y estos que hoy vinieron a nosotros son de nación cristiana, parientes de los caldeos, y no tienen otra labor, desde que fueron puestos en lo más profundo, que buscar la serpiente Smarís, cuyos huevos, grandes como tu cabeza, con perdón, guardan una esencia que filtrada con cresta de gallo, a los que de ella beban, hará crecer, y este pueblo de granos de mijo en el abierto mundo se pondrá como pueblo de gigantes. Y tanto hocicaron la tierra y tantas vueltas les dieron a sus covachuelas, que fueron a encontrar, celebrando una feria secreta al pueblo de los corantines, guardadores de tesoro, que se disfrazan de canecillos poniendo un rabo rizado, como de perro de pintura flamenca, en la birreta. Y los caldeos los burlaron, y así nació discordia entre ambas partidas, y ahora, cuando los corantines adivinan que un caldeo sale a la flor del mundo, asoman también ellos, y con engaños que hacen les equivocan el camino y los desmemorian de los mandados que llevan, y solamente campanillas, luces y mentarles el rabo rizado, hace que esos tercos se contengan. Y ahora que vas tan ilustrado que podrías examinarte de geografía secreta en Sagres, mejor es que te acuestes y duermas, que mañana será otro día, y habrá visita de mérito.

La Sirena Griega

Cuando desperté ya le sobraba algo a las doce, y ya tenía en la mesa servida la parva, y era muy de mi gusto aquel caldo de calabazo dulce que hacia la señora Marcelina por tiempo de otoño; tanto me gustaba, que acostumbraba repetir. Pasé una hora en la cocina contándoles la historia de don París y la cautiva de Tule a la gente de casa, y aún seguiría otra en tal comento si no gritara por mí el señor amo; cuanto más que estaba a mi lado pelando castañas la mi Manuela, y parecía que me despertaba los párrafos con el dulce y sorprendido mirar que en mí posaba; estampa de mirlo debía de componer yo, tal cuando el avecilla canora enamora a la hembra con el atavío de su canto… Acudí al mando, y estaba don Merlín con José del Cairo poniendo en medio y medio de la cámara la tina grande de la colada, que era la mitad de un bocoy valdorrano de doce cántaras, y viniera a echar una mano la costurera de Fados, que se puso a colgarle a la tina una falda de pliegues, de una tela muy lucida y floreada en verde y en rosa. Bajó mi ama doña Ginebra a mirar aquella función, y cuando José del Cairo y servidor dimos mediada de agua la tina, la señora vertió a ella un pomito de perfume que yo tuve por canela. Don Merlín estaba alegre y risueño, echó números en el encerado, y le dijo a doña Ginebra, que también sonreía:

– Si no engordó más de dos libras, tiene la tina el agua justa para que no vierta ni una cucharada.

Supe en seguida, y no hubo otra conversación en Miranda aquella tarde, que esperábamos una sirena griega, de nombre doña Teodora, a quien le muriera un vizconde portugués que tenía por amigo, y con el dolor quería pasarse a un monasterio que estas féminas tienen sumergido en la laguna de Lucerna, y venía para que mi amo le echase las proclamas en el Tribunal de la Fuente Matilde de la ciudad de Rúan, que es el que rige en los pleitos de estas anabolenas, y le tiñese las escamas de la cola de luto doble.

– No le eche su merced luto perpetuo -dijo doña Ginebra a mi amo-, que cualquier día se da por arrepentida y cata en Lucerna mismo nuevo enamorado.

– En esto estoy -respondió don Merlín-, que no es fácil que éstas pierdan el puteo, aunque figuren de conversas. Una conocí que se quería envenenar porque también se le muriera el amigo, tiple segundo que fuera en la Capilla Romana, y la doña sirena decía que no podría vivir sin aquel dúo que hacían, y los tallarines que su hombre le cocinaba los domingos. Me mandó recado escrito pidiéndome un jarabe resolutivo, y cuando le mandé decir que no, ya estaba amancebada con el ayudante de marina de Honfleur, quien le puso una cetárea, y de entonces a estas vísperas ya mudó más de cuatro capataces, y todos con cama deshecha, perdonando. ¡Aun me quiso trasegar a mí en un verano en que fui al arenal de Calais a tomar un pediluvio!

Se rieron mi amo y doña Ginebra, y todos hicimos coro, y la señora ama mandó a Marcelina que tuviese la merluza a enfriar en la calera del pozo. Toda la familia de Miranda, creo yo, estaba con el inquieto alborozo de tanta novedad.

La comitiva llegó de anochecida, y venían todos en grandes mulas, la sirena de triste viuda con largos velos, y dos jinetes más, que supe eran herederos y parientes del portugués, y un paje que por ahí tendría catorce años, y ése venía cabalgando a la grupa en la mula de la sirena, con gran paraguas abierto, tomándole a la dolorida señora la lluvia. Tomó José del Cairo a la doña Teodora en sus brazos, y la pasó a la cámara, y sentóla en el sillón de mi amo, mientras el señor Almeida portugués, que era un hombre muy alto y de grandes y espesos bigotes negros, saludaba a doña Ginebra y a don Merlín, y pedía perdón por el retraso, motivado porque viniendo desde Braga en tres jornadas tuvieron que poner en el Miño a remojo, por más de dos horas, a la gentil Teodora. Ésta, muy sentada en el sillón, quitó los velos de pésame, ayudada por la costurera de Pacios, y os digo que amaneció, si el Señor manda rosas, la más hermosa del mundo, y los ojos en ella, dos gotas de verde rocío. Y al repantigarse en el sillón, quedó a la vista, bajo la larga falda, la punta de su cola: una media luna rosa. Si digo que pasmé, aún no digo todo del asombro en que me hallaba.

– Señora doña Teodora -le dijo mi amo muy cortés-, ya estáis en vuestra casa de Miranda, donde todos sentimos que os hubiese muerto amor tan fiel como teníais en las arenas de don Portugal. Esta que aquí veis es nuestra ama doña Ginebra, princesa de Bretaña, éstos son mis familiares, y éste es mi paje Felipe, que os lo pongo de pasamano para cualquier recado. Y esta tina perfumada es vuestro lecho, y ahora me pongo a despacharos las proclamas que queréis, y la tinta está hecha para poner vuestra cola de luto doble.