– Parecemos -dijo mi amo- el abad viejo de Meira cuando iba a escriturar foros a Lugo, que siempre llevaba un lego joven detrás, como tú a mujeriegas, para que no mostrase las canillas.
Aún no era noche cuando pasamos junto a la rectoral de Seixo, pero ya estaban encendidas y amigas, a lo lejos, las luces de nuestra casa de Miranda.
Poner en formado el censo de la familia que pasó por Miranda procurando la ciencia del señor Merlín, digo yo que tal sería contar, en una mañanita, las arenas del mar. No me puse yo a tal guisado, sino al placer de memorar mis eras alegres, cuando este cuerpo flaco era vaso de la confiada mocedad. Miranda para mí, y todo lo que por aquella portalada iba y venía, más que una memoria pasada, es un huevo de Pascua o una bola de nieve con resorte, como las que mosiú Simplom llevaba de oferta al señor obispo de Lamego. Los días pasados, las nubes que los cubren, los varios pensamientos que me traen y llevan, y la vida que encuentro posada en mí, bien pudiera compararla con la nieve que mansamente cae, y poniéndose por alfombra de este mundo cubre labradíos y caminos, prados y eras, y del rostro de la tierra nuestra hace una enorme llanura igual. Pero, por veces, brinca el solcillo radiante de un recuerdo de juventud, y en algún lugar derrite la nieve, y es como si en la soledad del mundo un pasajero desconocido encendiese una pequeña hoguera, y vas tú y por una hora te calientas al amor de ella. ¡Memorias, memorias, memorias!
Aquel Camino Era Un Viejo Mendigo
Nota Preliminar
Los caminos son semejantes a surcos, y así como las eras dan el pan, los caminos dan las gentes, las posadas, las lenguas y los países. Se sienta uno a cosechar a orillas del camino, o viaja por él. Este camino del que hoy cuento se me aparece como un viejo mendigo, aunque cada pasajero que lo pise lo renueva, y suscite en la rota y polvorienta vía la mocedad primera. Desde Miranda yo veo un trozo del camino francés buscar el vado del ancho río. Desciende de una colina coronada de castaños, y se apresura por una vega de centeno florido y maizales nacientes hacia la ribera, una larga procesión de familias amigas de las aguas: sauces, álamos, chopos, en los que cuando cesa de cantar el mirlo comienza la alondra a decir su trova. Lejano el puente que dicen romano, se pasa el río por veinte padrones gemelos, en los que no es raro que el viajero ahuyente la paloma torcaz que allí bebe. La otra orilla es un áspero desconchado de pizarra, y el camino ha de labrar sus pasos trabajosamente hasta coronar aquel oscuro murallón, para poder luego tenderse feliz por la llanura de Beiral, donde son las abiertas veranias, el coro solemne de las robledas bernardos, y la gentileza de los abedules mirándose estremecidos en las quietas charcas. Desde las almenas de Belvís, yo veía humear una chimenea lejana: era la posada de Termar, adonde fui, antes de parar en barquero de Pecios -y éstas serán otras madejas que devanar, otras memorias que calentar, otros espejos en los que mirarse-, a conocer a las gentes que van y vienen por estas historias; digo, por este camino.
Termar fue hospital de peregrinos primero, al cuidado de los señores bernardos de la abadía vecina, cuyas armas tiene todavía, rodeadas de vieiras, sobre el portalón. Abandonado quedó cuando se fueron los monjes, y ya era una ruina cuando el señor Moran lo tejó y abrió allí tienda y ofreció posada, aprovechando que la diligencia de Lugo tenía que cambiar tiro. Le llamaron entonces Mesón del Castellano, nombre que conserva, y con el tiempo y porque el catorce de cada mes allí se hacía entrega de ganado, nació la Feria del Catorce, que es muy nombrada y se celebra en un soto muy alegre, y lo más del campo, como es por esta tierra costumbre, está cercado de laurel, y hay allí dos fuentes abundantes. El señor Moran fue a buscar mujer a su tierra, y los tres hijos que tuvo el matrimonio siguieron el ejemplo paterno. Al lado del viejo mesón un portugués les hizo casas nuevas, y toda la maragatería aposentó en Termar, que ahora se tiene por villa. ¡Pero yo aún recuerdo cuando en aquel alto, amigo de los vendavales, no existía más casa que el viejo hospital peregrino. Siempre había en la robleda de Termar cuco temprano y lechuza augurando. ¡Termar! Las dos fuentes del campo hacen un regatillo, que apenas mocete ya lo ponen de molinero, y toda la pajarería de la tierra de Beiral, la más de ella malvises afinados, se dio cita en la cerca de laurel. Cuando fui a Termar por alguacil del don mitrado del Cister, aún se hablaba de los monjes de antaño, de los misericordiosos peregrinos, de los señores condes locos que por aquí iban y venían a la jineta de su ira, de los milagros del vecino San Cosme de Galgane y los fantasmas del mesón viejo… Paréceme que aún me dan día, junto al portalón con las armas de Meira, en este alto de Termar, sombras que al acercarse por un instante cobran envoltura carnal, y se arraciman al amor del viejo hogar de piedra de Lis, en el que chisporrotean, llamas azules, rojas, amarillas, las historias de un tiempo que pasó.
El Enano Griego
A enano muerto, enano puesto – dijo don Munio, abad, sacando de la capucha un enanillo, un hombrecito de dos cuartas, vestido con el hábito bernardo, la cara redonda y rosada, el pelo en flequillo sobre la frente, los negros y menudos ojos vivarachos y tan gracioso todo él de cuerpo como muñeco florentino. Lo puso sobre la mesa, y el enano hizo una gentil reverencia a los monjes y a los peregrinos que aquella noche de mayo allí hacían posada, y con vocecilla que más parecía campanita de plata que canción humana, se puso a contar su nación e historia y su entrada en el Cister.
– Para lo que usa mi familia, yo doy algo más de lo que en enanos sería la talla de quintas, y yo y los míos servimos para pajes de los pavos reales del patriarca de Constantínopla, y las mujeres para el bordado que en la Levantía llaman "punto de Adana", y que es sabido está hecho con aire, un hilo que otro y espejo de oriente de perla. Un hermanito mío era tan poquita cosa que el arcipreste de las Blanquernas lo ponía disfrazado de mirlo picando en un racimo de uvas catalanas el día de la Natividad de Nuestra Señora, que es cuando los griegos celebran la vendimia. Es una muy sería opinión, que muchas veces fue defendida con gran copia de argumentos, que descendemos de los príncipes samantes, y así nos vemos por culpa de un poeta enamorado, llamado Firadusi el de las Rosas. Este dulce poeta que podía, en pleno desierto, cantando la hermosura y frescor de una fuente, hacer que los nómadas vieran de pronto en el aire copas de Bagdad llenas de líquido cristalino y frío, contemplando dos niños que jugaban en Damasco con una naranja, como los enamorados juegan con la luna, dijo que ojalá nunca saliesen de aquel día feliz y edad alegre. Y así fue: quedáronse en el infantil tamaño y en la gozosa alegría de aquel tiempo, y casándose dieron nación a nuestra familia. Con los disturbios de los tiempos aventado el reino samaníe, vinieron mis abuelos a parar a Antioquía, donde se convirtieron al cristianismo, y de allí pasaron a Constantinopla porque el Basileo quería conocer aquella tropilla que toda junta no cabía en un serón de higos de Esmirna. Al principio nos ocupamos en Bizancio en el rizado de la barba del emperador, que es sabido se hace por escala de música, y de decorar las uñas de los dedos meñiques de las emperatrices y princesas, que era una de las delicadezas que gastaban aquellos señores isaurios. Una empetratriz hubo, llamada doña Arquipas, que en una de las uñas tenía pintado, y había que verlo con cristal de aumento, al emperador y su comitiva yendo del palacio al hipódromo, con las calles y las gentes y los "verdes" y los "azules" que aclamaban, y toda la plantilla palatina con sus mitras, sus bastones y sus portacolas, y en la otra uña una cacería de faisanes en la Cólquida, con los halcones imperiales volando sobre el bosque coloreado del otoño. Pero, cambiando las modas, vinimos a los nuevos oficios.