Se levantó de su banqueta el paje y salióse del hospital a dar un paseo por el camino, y el mirlo amaestrado al verle marchar puso por solfa en el aire aquel cantar enamorado que Pichegru le estaba enseñando y que era, en verdad, una tonada dolorida.
– Bien se ve -dijo un sastre de Zamora que también peregrinaba-, que anda el hombrecillo en amores, que de otro modo no dejase en el plato la torreznada con huevos.
Aún me parece estar en aquella anochecida en Termar, y ver cómo bajo la llovizna pasea el paje Pichegru, con la cabeza inclinada y el viento revolándole el holgado ropón colorado.
El Hugonote De Riol
De la mesa donde los peregrinos comían en Termar se contaba que tenia una mancha de sangre que nadie pudo nunca lavar ni borrar, y que aun cepillando la madera no se iba, que había colado la mancha de sangre fresca todo el grueso del tablón de cerezo, y esto se lo oí yo al carpintero que vino a Miranda a hacer la escalera nueva del desván y pisar el desván trasero, señor Felpeto llamado, muy considerado de mi amo don Merlín, que el tal señor Felpeto fue carpintero muy famoso y el que le hizo un triciclo de madera de roble a aquel obispo de Mondoñedo que se firmaba don López Borricón, y que cuando la primera carlista dejó la mitra por irse a las Provincias a oír los cañones del rey legítimo, y el tal obispo corría las carreras de la huerta episcopal en el artificio, y llevaba de pie en el eje de las ruedas traseras a un monaguillo tocando un pito, para avisar a sobrinos, fámulos y familiares que se apartasen, que venía Su Ilustrísima poco menos que volando. Siempre hubo opiniones discordes en lo que toca a aquella mancha de sangre. Muchos sostenían que debía de ser la señal que dejó un inocente de Belén peregrinando a Santiago, y que señal semejante había dejado otro inocente en la Gran Cartuja, y aun otro en Falermo, en una casa de San Francisco, y este inocente, amén de la mesa a la que lo sentaron, manchó de sangre el pan que comió y el vaso en que bebió. Otros apuntaban que quizás hubiesen asesinado allí, en una noche oscura, a un peregrino desconocido, y que convenía avisar a Lugo para que se hiciesen pesquisas. No faltó quien sacase a cuento las señales que dejaba el Judío Errante, ni quien se diese por avisado y atestiguase ser cierto que desde que hacían vino en el país catalanes y maragatos aquellas manchas eran corrientes en las mesas de las tabernas y posadas. Pero la verdad es que era sangre, sangre humana, y ésta es la historia de ella, y me la contó el ex claustrado de Goás, don Ernestíno Tejada, una vez que pasó por Pacios camino de Lugo, siendo yo allí barquero, a llevarle a un magistrado de su misma nación riojana un obsequio de pollas en vinagre. ¡Siempre andaba aquel predicador de arriba para abajo con la fiesta de sus guindillas!
Hubo un año en Francia, que fue el de mil y quinientos y setenta y dos, y aseguro que fue éste del Señor porque lo tengo en una entrega de la "Defensa del crimen del Ravellaco", y fue el crimen que el tal Ravellaco cosió a puñaladas a un rey cristianísimo, dicen unos que por enmendarlo del puterío, y los más concuerdan en que lo encontraba hereje y desasistía la Santa Iglesia; digo que en este año de mil y quinientos y setenta y dos, en la marina de las Asturias de Oviedo, por donde cae el Navia, finándose el mes de agosto, unos marineros de Luarca encontraron una barca al garete, en la que agonizaba un hombre malherido; era un joven caballero de la nobleza del país de Médoc, hugonote fanático, huido de la matanza que una doña Catalina de los Médicos, que reinaba en Francia, mandó hacer la noche de San Bartolo contra los filiales de la Protesta. Lo llevaron a la casona de Riol, cuyo jardín baja hasta las peñas de la mar, y en ella murió a las dos horas, fiel a su secta, clamando venganza y maldiciendo a doña Catalina. Y tan empecinado estaba el hugonote, tal era la hiel de su ira y tanto su faccioso ánimo, que no pareció hallar en la muerte reposo, pues cada año la víspera de San Bartolomé aparece en el gran salón de la casona, se acerca al balcón y apoyando la diestra en uno de los cristales, deja en él sangrienta huella; junto al balcón el caballero desaparece, pero la sangre fresca y caliente moja el vidrio… Y así cada año hasta aquel en que se hospedó en Riol un clérigo francés que venía a Compostela y traía cartas de los Gastón de Isaba de Francia para sus parientes de Óseos, los señores Ibáñez de la loza de Sargadelos. Le entró al gálico tonsurado compasión por su aquel casi vecino de castillo y viña, el hugonote, y la pena que cumplía por su herética soberbia, y a mientes le vino ofrecer el protestante al señor Santiago por peregrino, y se pasó los días que faltaban hasta el San Bartolo imaginando cómo hacer el ofrecimiento y no veía cómo poder llevarse el fantasma, que al fin era vagante sombra, a Compostela, y pensando, pensando, se le ocurrió recoger en una ampolla de cristal de Murano, que llevaba con espíritu de menta piperita, que es tan sutil y tan gracioso para la cargazón de cabeza, la sangre que el hugonote dejaba en el cristal, y que según testigos, a veces era bastante para llenar una copita de las de anisete; comparecería el clérigo con la sangre en Santiago, y pediría al Apóstol perdón para el contumaz. Tal pensó y tal hizo el señor abad, que se llamaba Laffite, y era gordo y campesino, parco en latines, muy cerrado de barba y en nada parecido a los abates franceses de las novelas que leían el enano y las condesitas de Belvís. Este pére Laffite era de una calidad más antigua y rural, clérigo cazador y vinatero, y sobresalía en cebar pavipollos para Pascuas, y era muy buscado en la Guyena para predicar el sermón del Desenclavo; hay que añadir que era hombre piadoso y risueño, muy limosnero, y de niño, viniendo de Vic-Fesenzac de ver correr los toros embolados, invitado por una tía carnal, había tenido una visión de San Miguel Arcángel.
La víspera de San Bartolo, el señor reverendo Laffite se arrodilló cerca del balcón esperando la aparición del hugonote, que fue tan puntual como las doce en el reloj ingles, y tal como lo hallaron los marineros en la barca de la huida vestía, y él rostro se lo envolvía una como niebla fosforescente. Se acercó al balcón, y como solía apoyó la mano diestra en el cristal, y pareció que oteaba en la noche y escuchaba el balbor del mar, y en un repente aquella encendida niebla lo envolvió todo, antes de que se perdiese en la sombra. Levantóse raudo el cura y con hilas recogió la sangre y le ayudaba el señor de Riol con una cucharilla, y mediaron la ampolla de Murano, y vieron que la sangre no cuajaba y se mantenía viva y fresca. Al siguiente día pére Laffite emprendió viaje, y tras echar un par de siestas en Lorenzana, donde fue muy obsequiado por los frailes benitos, vino en su mula poitevina -que son las de esta casta pacíficas bestias y sensatas, siendo el garañón del Poitou linfático
de temperamento y algo remiso en cubrir yeguas, por lo que, llegado el caso, hay que alegrarlo con cancioncillas- a hacer posada en Termar.
Estaba entonces, y por razones de política, acogido al cobijo de Meira un tal salmantino llamado don Jovito Bejarano, que había sido guerrillero con don Julián el Charro, y tenía un hermano bernardo profeso, y acostumbraba ir de tertulia a Termar, por si pasaba algún peregrino o simple viajero, que entonces, a la verdad, no eran muchos, por el desasosiego del tiempo. De paso, con aquel su montar charriano, reventaba las yeguas de la abadía, con gran enojo del lego de cuadras, el que después fue mayoral de la diligencia de Curtís, betanceiro él, por mal nombre señor Témporas. Estaba don Jovito en Termar cuando llegó el reverendo francés, y se convidaron ambos, y el clérigo explicó al guerrillero la revolución de Francia y las aventuras de don Napoleón, y se encontraron de la misma católica política, y refrescaron este acuerdo con una jarrilla de vino chantadino, y el cura contó cómo llevaba la sangre del hugonote en la ampolla y su intención de pedir el favor de Santiago para aquella alma en pena. Pidió ver la ampolla don Jovito y con gusto se la mostró pére Laffite, haciéndole notar cómo iba fresca la sangre y suelta, y teniendo la ampolla en la mano, el guerrillero salmantino dijo: