La primera en la casa, después de don Merlín, era mi señora ama doña Ginebra. Era una señora muy sentada, verano e invierno con su pelerina negra bordada de abalorios. Tampoco era del país, y prendía algo en el habla. Tenía un pelo rubio muy hermoso y largo, que recogía en un grande moño, y nunca vi piel tan blanca como la suya. Alta, y más bien gorda, tenía un gran andar, y era de suyo muy graciosa en el mando, algo súbita, eso sí, y por veces seca, pero buena mantenedora de la gente y del ganado. Apenas salía de casa, y por las tardes se sentaba en el salón, junto al balcón grande, a bordar en un gran paño que iba envolviendo poco a poco en una caña de plata. En invierno gastaba mitones de lana y en verano de hilo blanco, muy calados y con florecillas bordadas. De cuando en veces paraba de bordar para rascarse las espaldas con una manecilla de boj que tenía, montada en una varita de avellano. Algo de tristeza creo yo que llevaba aquella doña Ginebra en los negros ojos, y si te sonreía, que no lo tenía por costumbre, era como si pidiese la limosna de que tú sonrieses también. Decían que era viuda de un gran rey que murió en la guerra, y que tuvo la noticia por un cuervo cuando ella estaba de visita en Miranda, probando un peine de oro. De señorío era, y don Merlín la titulaba al hablarle, y en la cocina no ponía mano, como no fuera para adornar la colineta los días de fiesta. Me tomó cariño, digo yo, y los domingos me planchaba un pañuelo blanco para que me sonase en la misa. Cuando venía a Miranda gente de alto copete, subían los huéspedes al salón a besarle la mano, y doña Ginebra les mostraba el bordado, desenrollándolo de la caña de plata; yo recuerdo al señor Deán de Santiago, cuando vino a Miranda a comprar un quiebranueces para el Cabildo, con las antiparras puestas leyendo en el bordado, y diciéndole a mi ama que encontraba al señor Tristán muy parecido y doliente y que doña Isolda casi hablaba. Yo estaba en la puerta del salón esperando la venia para ofrecerle a Su Señoría un vasito de vino Getafe con bizcochos rizados.
La mano de los trabajos quien la llevaba era Marcelina, una camarera de unos cuarenta años, regorda y pequeña, muy colorada, gran habladora, y se la tenía por cocinera de mérito. Tenía mano de todo: de los trabajos de la casa, del ganado de cuadra y de redil, de las criadas y de la labranza, de la feria y de los pagos. La encantaban las novedades, y cuando venía un señorito de visita, aunque fuera un infiel, quedaba enamorada de él por más de un mes. Pasaba por parienta del amo y sobrina del escribano de Azumara, y lo que más le gustaba, después de que le llamaran doña Marcelina, era que la creyeran en el secreto de los que venían a la consulta de don Merlín.
– Ese caballero que vino ayer a la noche, era un correo del rey de Francia, que tiene miedo que le malpara una bija. Lo conocí por la espuela negra y una llave de plata que traía al cinto.
Todo sabía Marcelina, todas las señas de los que iban y venían, y los siete pareceres que hay en cada historia. Para mí fue buena madrina, salvo que divulgaba, burlándome, que yo andaba pellizcando las mozas. Para el caballo Turpín y para los perros Ney y Nores, y para ir a Meira a mandados, injertar cerezos y llevar cuenta de los obreros que venían a los trabajos, estaba José del Cairo, que era un mozo muy alto y algo metido de hombros, con el pelo rizo, los ojos pequeños y chispos, y muy burlador; en hombre de tanta guinda pasmaban las manos pequeñas y amadamadas que tenía., y era mañoso para cualquier arreglo, y también loco por la caza. Por lo burlador no amistaba mucho con la gente. Pero era valiente, e igual salía con noche cerrada para Lugo, atajando por la fraga de Eirís, donde todos los días el lobo saluda a la gente. El perro Ney dormía a los pies de su cama, y a mí comenzó a mirarme amistoso cuando Nores, un perro luntrero, negro como la noche, pero con la gracia de tener las bragas blancas, arisco para los ajenos, pero muy dócil para los de casa, dio en venir a mi camarote a hacer noche. Yo me dormía al acuno de su roncar continuo. José del Cairo, fuera de la trapisonda de sus burlas, era un hombre callado. Comia a la mesa con los señores en los días de fiesta, y le quitaba de mala gana la gorra a los clérigos.
Después venían Manuelíña de Carlos, con su pelo rubio y su boca pequeña, calientes los labios como la leche cuando acaban de ordeñar, que ayudaba en la cocina y en el trato de casa, y Casilda, que fuera moza del ciego de Outes, y cuidaba el ganado y la huerta. Y finalmente contaba yo, que estaba bajo al mando del señor Merlín.
La casa estaba en lo alto de Miranda, y era grande y bien tejada a cuatro aguas, con un balcón sobre el camino de Meira y la solana orientada al mediodía, y pegado a la casa el horno de mi amo, que tenía además dos cámaras, y por detrás una cuadra para las monturas de los visitantes, que ésta era de mi cuidado, tanto para pisar como para arrendar las yeguas y caballos. En la cámara grande del horno, sentado en el sillón de velludo verde, leyendo en el atril los libros de las historias, recibía mi amo a los huéspedes. En la jaula de vidrio silbaba el cornudo, y de la redoma del bálsamo de Fierabrás goteaba, por la billa de boj dorado Monterroso, en el vaso de plata, el rojo y perfumado licor.
Yo, cabe el atril, con la palmatoria en la mano en la que ardía la vela de cera de las colmenas de Belvis, seguía atento el dedo de don Merlin, que iba por las hojas de los libros secretos, renglón a renglón, deletreando los milagros del mundo.
El gato Cerís, un gato albino y ciego, venía a acostarse a mis pies.
Los Quitasoles Y El Quitatinieblas
Estaba yo a la sombra de la higuera ramona, labrando con mi navajita para puño de bastón un pajarillo en la cabeza de una rama de aliso, y me salían muy bien los pájaros, con las alas plegadas y la cabecita inclinada, cuando oí aquel tropel, y eran cuatro que venían a caballo, y el último traía a la cola una mula con equipaje, y eran del mismo vestido los cuatro, con grandes sombreros colorados y dalmáticas amarillas, como las de los curas en la misa, medía polaina escotada, y al cuello y al viento unas capas cortas, coloradas como los sombreros. Daba gloria ver subir aquel golpe por la cuesta que venía a la portalada. Corrí a buscar la birreta nueva, que la colgaba siempre en la viga del horno, porque tenía ordenado que cuando había visita saliese con ella a la puerta, para poder quitarla haciendo cortesía. En esto estaba muy bien educado, y era la lección que tenía que abrir el portón con la mano izquierda, mientras con la derecha quitaba la gorra y estiraba el brazo un poco hacia atrás, bajando una chispa la cabeza. Me enseñó tal agasajo mi ama, doña Ginebra. Abrí, pues, a aquellos montados y saludé, y el que venía delante, un gordo y colorado que llevaba el sombrero levantado para dejar ver una perrera de flequillo muy rizada, me preguntó por don Merlín, y yo le dije que estaba tomando las once, y él me avisó que venían de París y traían un gran mandado. Los dejé desmontando y corrí a gritarle a mi amo, que estaba, como de costumbre, tomando unas once de huevos revueltos y vino clarete. Ya se asomara la señora Marcelina, ya viera que era mozo guapo el qué ramaleaba la mula del equipaje, y ya me salió al pasillo para soplarme:
– Son gente de Iglesia, que no gastan espada.
Mi amo era muy reposado en el comer y muy limpio, y de continuo lavaba las manos, y al sentarse a la mesa y al levantarse. Hizo sin prisas toda la costumbre que tenía, ahuchó la boca con el último trago de clarete, dobló la servilleta, y le hizo aquel nudo de orejas de conejo que usaba, calzó los mitones y el bonete de borla, y, apoyando en mi hombro la mano derecha, allá fuimos, como en una procesión, a saludar a los forasteros.