– ¡Ay, Felipe, un corazón fiel vale el sol y la luna!
– Los de su casa de Miranda creemos que los años que allí pasó, los vivió enamorado de doña Ginebra, la excelente señora que santa gloria haya, acallando el fuego del alma con los respetos que a la reina viuda tenía y demostraba.
No pareció muy convencido el inglés, y dijo que él trabajaba con el método de las escuelas superiores, y que había que echar un vistazo a los libros de bautismo de la provincia, y, si podía ser, otro a los papeles de don Merlín.
– Y eso de la continencia por filósofo sería ahora de viejo, que de mozo y en las cortes, tu amo desenvainaba fácil.
Rió el inglés, que era hombre que aun teniendo un punto de altanería, quizá motivado de la escasa talla, era cortés y palaciano en el trato, y condescendiente conversador. Sentándose en la popa se destocó y puso el bombín sobre las rodillas, y sacando de un bolsillo un batidor se peinó la pelambrera, y partía dos rayas, a derecha e izquierda, dejando en el centro un mechón ondulado, a la moda que entonces se llamaba la "moisson". Los pequeños ojos claros del inglés tenían la viveza de la cola de la lagartija.
– En la posada te contaré alguna noticia antigua de tu señor, y espero que correspondas a mi confianza dándomelas tú del tiempo que el mago Merlín pasó en este retiro.
Como Felipe de Amanda siempre fuera curioso de la nación, escuelas, vida y artes de su señor amo, aceptó gustoso el trato con el inglés, el cual se anunció como mister James Graven, escribano procurador de la ciudad y deanato de Truro en Cornualles, con cursiva patentada, y cumplidor del caballero de Galloden, primo de don Merlín.
– De ése -dijo Felipe-, le tengo oído hablar al señor, que era grande cazador, y de un libro que escribió latino, con demostración de que la tierra no es redonda, y se excluyen los antípodas.
– Ése mismo es el de la testamentaria. Traía las elegancias a Gales, como se ve por estas prendas invernizas que porto, y que me las dejó por codicilo ológrafo. El macfetlán es de transformista.
Poniéndose de pie en el centro de la barca, mister Graven tiró de un cordoncillo que asomaba bajo el cuello, y se resumió la esclavina en el cuerpo de la prenda. Tiró ahora por un botón, y cambió la tela de color, poniéndose a rayas grises y coloradas.
– Y el bombín no es de menos mérito. Mira, aprieto la cinta, y ya lo ves: negro. Yo puedo entrar en la audiencia de Su Señoría de Truro. Aprieto más, y sorpréndete: blanco. Me voy a pasear por el bosquecillo del castillo, en verano. Aflojo, y vuelvo al crema, que es el propio para viajes, por el polvo del camino. Y dentro, aquí tintero, aquí pluma, y aquí un reloj de mano de Evans, firmado y sellado. El reloj es de mucha ayuda, porque en los tribunales de Gales se fija el tiempo de los argumentos por reloj de arena, y los mas de los letrados se distraen mirando el hilillo que va de vaso a vaso, perdiendo el de su discurso. Yo, con invocar al rey o a la Carta Magna, saludo reverente y de paso me doy la hora. Más de un pleito me ayudó a ganar este ingenio.
Felipe se alegró con tanta novedad, que le parecía volver a los buenos tiempos mirandeses, cuando estaba de paje con Merlín y había variedad de visitas raras y curiosos. Amarrada la barca, saltaron a tierra viajero y barquero. Las tardes de mayo se cargan en Pacías con nieblas bajas, y el río va callado por aquellos vados. Sólo se oye pajarería y alguna voz lejana. Subieron hasta la posada, anunciándole Felipe al inglés que había un vino de León, muy coleado y de un año cumplido, que era el tal para el humor del cuerpo humano en primavera. Mister Graven, que bebía muy lento, llenando bien la boca y luego embuchando a pocos, a estilo girondino, con lo que se evita, según explicó, exceso de aire, que si se adentra con el vino lo emulsiona en demasía y le quita, sobremanera a los tintos, tempero y amplitud, lo encontró amigable y nada acorambrado.
– Desde que hay tren -dijo el mesonero, que atendía a la prueba del caldo- vienen los vinos apipados.
Abrió el inglés la cartera de cuero negro, sacó de ella unos papeles, arrastró la silla hacia la ventana, y le dijo a Felipe:
– Te voy a leer noticias sueltas, tomadas de este libro y del otro, algunas oídas al caballero de Gattoden y otras en mis viajes, y todas de la vida y obras de tu antiguo amo, don Merlín, mago de Bretaña. Las más de ellas las recogí mientras andaba media Europa a la busca y captura de los herederos del caballero de Gattoden, porque para despertar la herencia de éste, que está dormida en el lecho de justicia de Su Graciosa Majestad en la ciudad de Cardiff, hace falta que yo, el cumplidor, tenga la nómina de los herederos completa y domiciliada, y sólo me faltan ahora los que pudieran haber florecido en el arbolillo de don Merlín, y los que hayan quedado de una nieta del salmista mayor de la Iglesia Presbiteriana, que hace años se marchó de Escocia con un tomavistas italiano, y anduvo luego, viuda, por el reino de Aragón comerciando en trapos, cambiando orinales y vajilla de Talonera por ropa vieja.
Sacó del bolsillo del chaleco mister Craven una lupa con montura de plata, y tras aclarar la voz con dos medias toses, leyó, nasal y declamante, lo que sigue:
Lugar De Nacimiento De Merlín
Parece que el lugar del nacimiento de don Merlín fue un claro que hay en el antiguo bosque de Dartmoor, en la Grande Bretaña, más allá de las herrerías reales, y cerca de la encrucijada de los Tres Asientos, de los que se saben los usaban las hadas de otrora para descansar hilando, porque se tienen encontrado en ellos hebras de fina lana. La primera cuna de Merlín fue la festuca de la pradera, que en el claro nunca hubo casa ni cabaña, y venía la que iba a ser madre huida, que siendo soltera, había concebido de un botonero que la enamoró estando ella asomada a una ventana, en la ciudad de Irlanda, donde su padre tenía el oficio de cuarto herrero del rey. El relato de estos amores viene en las historias artúricas, por incidente, y donde se habla de los forjadores de espadas y sus genealogías, y algunos aun lo ponen aparte con el título de
Auto De La Mujer Barbuda
Esta mujer barbuda era la única hija del cuarto herrero del rey Donteach de Irlanda, y se llamaba Scianabhan, que se traduce por "la joya de las mujeres". Y no bien fue bautizada, barbeó. Barbeó espeso y seguido, de la parte izquierda del rostro sedoso pelo verde, y de la parte de la derecha, crespo pelo rojo. Y era muy admirada, y la casa del herrero visitada por los reyes cuando iban a Tara a juntas, y por multitud de gentes de toda condición, que no se cansaban de alabar a la barbuda, la cual crecía muy gentil y donairosa, y era cortés y sonreía a todos, y aprendió a tocar el arpa y era maestra en el arte del bordado. Pero la barba le vedaba el amor. No había en toda Irlanda príncipe, guerrero, mendigo, labriego ni remador que osase enamorarla ni pedirla en matrimonio aun reconociendo sus altas prendas, la gentileza de su cuerpo, la dulzura de su mirar y de su voz, y la hermosura de sus manos, y las riquezas que llevaría de dote, y todo por la barba. Y ya se ponía Scianabhan en los veintinueve años cumplidos para San David, y comenzaba a entristecer. Y de librarse de la barba ni había que hablar, que cuanto más la afeitaba más fácilmente le medraba, y en unas horas le poblaba otra vez el rostro que acababa de rasurar con piedra pómez. Ya no cantaba Scianabhan acompañándose con el arpa, que lloraban ella y el arpa a la vez.