– Los pechicos como dos claudias reinas, la cintura que se puede ceñir con el tallo de una rosa, los finos brazos que levanta cuando canta, y las piernas con las que cuando danza vuela. Toda ella es un misterioso vaso de perfume, y aun ahora que el gran ejército está perdido en las arenas, y el emperador como embriagado en su tienda de lienzo rojo, no hay soldado que no diga que tan gentil, suave y dulcísima señora vale la muerte.
Esto dijo el paje del emperador, que despertó mientras mi amo hablaba, y se levantaba de la siesta apretándose el cinto, del que colgaba un puñal con vaina de plata labrada. El señor Merlín apartó del fuego el agua de mandragoras, apagó el mechero de cobre, y, sentándose en su sillón de velludo, dijóle al paje:
– Ahora, señor Leonis, convendría que vuesa merced siguiese con la historia.
El paje Leonis acaricióse la barba y vino a sentarse a mi lado, en el banco junto a la ventana. Entraba un dorado rayo de sol que espejeaba en las hebillas de plata de los zapatos del señor Merlín.
– Llegó dama Caliela, que tal es su nombre y se declara por "la miel que se derrama"; llegó dama Caliela, digo, al real bizantino, anunciándose por una trompeta como correo de los señores príncipes gemelos de Gazna, que son los siete de un vientre, según atestiguan con escribanos y con el parecer de un médico antiguo que le llaman don Avicena. Venía vestida solamente con una seda y el pelo suelto, y no traía más joya que un cascabel de oro en el muslo izquierdo. Pasmó todo el ejército, que siendo de cristianos griegos nunca viera una mujer desnuda al sol de la mañana. Dama Caliela se arrodilló tres veces antes de llegar al Imperante Michaelos, que estaba defendido con la armadura que llaman de la Esfinge, porque tiene una de bulto en la coraza, y descalzado el guante de la mano derecha, sostenía en alto, brilladora como el viril con el Señor Sacramentado, la espada que los basileos de Constantinopla heredaron de San Pablo. Dama Caliela arrodillada a los pies del Emperador le besó la espuela y la mano que tenía la espada, y comenzó a hablarle en griego, díciéndole cómo traía partes secretos de Gazna, y que no quería que la grande ciudad fuese quemada, que tenía en ella un palomar y una rosaleda, y por salvar esto y un hermanito que tenía que estaba con fiebres repentinas, podía decirle al emperador cómo Gazna era fácil conquista, sin verter más sangre. Además que ella moría cada noche de miedo acordándose de los siete príncipes gemelos, que todos la querían por mujer, y para que no hubiera discordia entre ellos decidieran repartirla, cada uno su luna, más una cada siete de descanso en una piscina. Esto dijo en un griego dulce y parrafeado, y el emperador no le quitaba ojo, y cuando termino don Michaelos entregó la santa espada al estratega mayor, y puso su poderosa mano ungida sobre aquella pequeña y dolorida cabecita, y dijo que dama Caliela, y gritó para que todos oyesen, estaba defendida por su egregio brazo. Hubo música y salvas, y entró el emperador a su tienda con dama Caliela. ¡Nunca entrara!
El señor Leonís enjugó una lágrima con la gorra, y como hablando para sí, más quedo y reposado, prosiguió:
– ¡Y quién no entraría, triste destino que le cupiese en aquel hermoso y dulce vaso! Dos días con dos noches estuvo dama Caliela con el emperador en la tienda, contándole los partes secretos de Gazna y la puerta falsa de la ciudad, que decían era por el barrio de los judíos, y la mejor hora del asalto al toque de cubrefuegos. Éstos eran rumores que corrían. Y pasó el plazo dado a la rebelde Gazna, y aun pasaron otros días, y el emperador salía a caballo con dama Caliela y galopaban alrededor de la ciudad, contemplando las altas torres, y ya se comenzaba a decir que dama Caliela le deshacía la cama a don Michaelos, y que a nuestro real señor, con las caricias y calores de aquella flor, se le olvidaban Gazna, los siete príncipes gemelos, la guerra y la espada. Y una mañana, cuando salía rojo el sol sobre las colinas en que crecen los pejigos y los naranjos, tocaron las trompetas y los tambores y levantamos el campo, y dimos comienzo a una larga marcha, y en dos días dejamos atrás los labradíos y los estanques, y entramos al desierto y bebimos agua de los pozos, y decían que íbamos a conquistar el Farfistán, que es donde tienen los de Gazna sus tesoros escondidos, y que dama Caliela le había enseñado al emperador el Ciprianillo de aquellas montañas de oro, y bien se veían en la noche, cuando acampábamos en las arenas, a lo lejos las luces de los oasis del Farfistán. ¡Cuántas noches no las veríamos! ¡Cuántas mañanas no contemplaríamos, en la cinta de luz del alba, las torres lejanas de las ricas villas! Pero todo era como un engaño que se hiciese con un espejo, y ahora anda el gran ejército perdido, sediento y hambriento por aquel arenal, y sólo el imperante está contento porque tiene al cuello los brazos de dama Caliela, y para la sed aquellos rojos labios tan fáciles… Y fue que dama Caliela quiso mandar a los príncipes gazníes, a quienes tan en secreto servia, un recado para que en llegando el verano saliesen a los prados del río, y allí dieran mano, por la espada y por la flecha, de todo lo que quedase de la flor militar de los bizantinos, y me agasajó con oro y con la promesa de un abrazo a mi sabor cuando volviese, si hacía bien el recado, y me dio las señas del camino en una cajita de plata con una aguja, y en llegando a donde son tres pozos de agua caliente, tomar los vientos de la mar, y en cuatro días me ponía en Gazna muy descansado. Y fue que dije que sí a todo, y me entendí con el polemarcos Cristóforos, quien me dijo que en vez de tomar los vientos de la mar tomase los de Levante, y me pusiese en Trípoli de Antioquía y desde allí en una nao real en Marsella, y por el camino francés en Compostela, y de allí a Miranda en un día, y que el señor Merlín, que era muy su amigo, me prestaría aquel camino que él trajo enrollado de Bretaña en un canuto de hierro, y que se llama el camino de Quita-y-pón, tal que posando yo el camino en Alepo de Siria, éste fuese, como una bandada de golondrinas que vuela al sur en otoño, hasta donde los valerosos palatinos, la pesada caballería, los lanceros de capa bermeja y los arqueros que llevan en el pecho la roja cruz morían, para que por él retomasen a Constantinopla a rehacer el Imperio y a quitarle del cuerpo a don Michaelos los engaños de aquel oscuro amor. Este, mi señor don Merlín, que Dios guarde y San Jorge, es mi mandado, y se me quiebra el corazón pensando en aquellas calientes arenas, en aquellas largas sedes, en aquel vagar sin fin, y hasta en aquella dama Caliela, que me tenía prometido un abrazo.
– Yo, mi señor Leonís, os prestaría el camino, pero por estar en el canuto de hierro en el desván, se orinó, y ahora no se suelta más de cuatro o cinco leguas, y quedó tan estrecho, a causa de que se mojó pasando por él de Galicia a Avalón, cuando fui a las bodas del nieto de don Amadís, y encogió tanto como paño de buro, que sólo de uno en uno se camina por él. Esta medicina, pues, no sirve, pero voy a daros un hilo que habéis de atarlo al limosnero que hay en Alepo junto a la iglesia de la Santísima Trinidad, y tiráis el ovillo al suelo, gritándole: "¡Adelante, adelante!", y lo seguís, y llegáis junto a los vuestros en dos días, y volvéis con ellos sanos y salvos, a través de los puertos del desierto. Y en lo que toca a dama Caliela, buscad en la guarda real un arquero que tenga el ojo colorado, y que apuntando sólo con éste, le ponga una flecha en el corazón.