– Esta señora, Felipe, que vino con don Silvestre, es de una gran casa de la provincia que llaman de Aquitania, que según se entra por las puertas de Francia está extendida a mano derecha. Y se quería casar esta princesita con un mozo del país, también de sangre probada, pero cuando iban a celebrarse las bodas, le vinieron a la niña unas manchas negras por la cara, primero, y muchos trasudores, y le crecían las orejas y le salió pelo por todo el cuerpo, y finalmente se convirtió en la cervatilla que viste en la jaula de mimbre, y en este estado estuvo nueve semanas, y ahora por el día es mujer, excepto el pelo que la cubre, y por las noches se convierte todavía en cierva, como la viste anoche descansando. Y yo voy a poner ahora por obra un desencanto de mucho mérito, y cuento contigo, y ya te dije que no pases miedo. Don Silvestre te ha de regalar con dos tomeses de oro.
Yo dije que sí, muy ufano de tanta confianza, mientras calzaba mis zuecas, y ya me ponía a pensar que con dos tomeses de Aquitania podría comprar en Lugo una pamela con lazada como la del enano de Belvís, y un reloj de plata con cebolla de oro para darle cuerda, como el que tenía José del Cairo. Don Silvestre dijo que iba a vigilar a doña Simona, que así se llamaba la damisela encantada, y yo quedé con mi amo, bien cerradas las puertas, haciendo los capiteles del desencanto. Fue el primero que amasó mi amo harina de trigo e hizo una rosca, que en el medio llevaba en dos tieras de la masa una cruz, y la cocimos, y el segundo capitel fue hacer en un cepo lobero el refuerzo de un hilo, que tenía más de diez varas de largo, y en la otra punta le ató don Merlín una campanilla de plata, en la que pintó con tinta roja cuatro cruces.
– Cuando me veas hacer tantas cruces en un arte -me dijo el señor amo-, cata que anda un demonio por el medio.
Creo que no comí aquel día, de tan vagante y temeroso como andaba, y la señora Marcelina me quería sonsacar, y yo callaba, o sacaba otra conversa.
En limpiar el horno, soltar una hora los perros en el soto por culpa de un zorro que nos venía a las gallinas, y echarle un remiendo de latón a una zueca pasó la tarde, y hubo de merienda migas de manteca con huevos, y en anocheciendo, como tenía ordenado, me fui a presentar a don Merlín, que estaba vestido de cazador.
– El encanto que tiene doña Simona -me explicó mi amo-, es de los que se hacen la noche de San Juan, y solamente duran un año; son embrujos pequeños, casi siempre puestos por demonios fornicadores. El demonio que la embrujó ha de volver esta noche, que es tan sonada en el mundo, y ya tengo todo preparado para cazarlo en su intento y azuzarlo por la fraga abajo.
– ¿Y no lo podríamos matar? -pregunté yo, echándomelas de valiente.
– Tanto da, que hasta el fin del mundo, el número de demonios ha de ser siempre el mismo.
Eran las once dadas de la noche de San Juan cuando salimos de casa mí amo y yo, llevando servidor de una cuerda a doña Simona convertida en cierva. Tomó el señor Merlín el camino de la fuente del Couso sin decir palabra, y en llegando a la fuente le puso una suelta dé cuero trenzado a doña Simona, y me mandó ponerla en el campillo, y ella se dio muy mansita a besar las hierbas, talmente como si paciese. Había una luna grande, y tan encendida que apenas dejaba ver la granazón de las estrellas, y la fuente del Couso cantaba su agua fresca, que caía de aquel alto caño, tan puesto en la boca del ángel que entre las manos tiene un letrero que dice: "Soi de Velbis". Siempre hay murciélagos en la fuente, pero aquella noche no volaban.
Así estuvimos, casi una hora, nosotros ambos sentados al lado de la fuente y doña Simona paciendo en su campillo, pero, de pronto, algo debió de oír mi amo, que me mandó que fuese a coger la cierva y la pastorease de la cuerda por junto a los manzanos del iglesario, que están allí al lado, y así lo hice, y cuando llegué a los manzanos vi en el suelo, entre la hierba, la rosca de pan trigo con la cruz, pero no le toqué, que tenía prohibido tocar o decir nada de los capiteles del desencanto. Doña Simona no sosegaba, quizá por falta de costumbre de la suelta en las patas, y todo era arrimarse a mí, y latía contra mi pierna su corazón sobresaltado. Y entonces vi llegar por entre los manzanos al alcalde don Silvestre, y sin mirarnos se fue a donde estaba la rosca con la cruz, y todavía parecía más alto a la luz de la luna, y metía miedo aquella contrafigura que hacía, y comenzó como loco a quebrar ramas de los manzanos y a echarlas encima de la rosca de la cruz, hasta que la tapó, y entonces se volvió hacia nosotros, y ya no tenía los anteojos puestos, y lucía en su cara el mirar del lobo en la noche. Doña Simona ya no era una cierva, que era una niña que lloraba con las manos atadas por la suelta de cuero trenzado, y se apretaba contra mí. Pero don Silvestre no pudo dar un paso, que metió el pie izquierdo en el cepo, y cantó en seguida la campanita de plata, mi amo gritó no sé qué latín, yo corrí con doña Simona a su amparo, pero resbalamos al llegar a la fuente, caímos en el lodo, y yo me desmayé… Desperté en mi catre, y don Merlín estaba sentado en la hucha a mi lado y me sonreía.
– Aquél, amigo mío, era el demonio, y estoy contento de ti. Doña Simona va libre del embrujo en Belvís, y mañana seguirá viaje para Francia acompañada de un conde que llaman don Gaiferos de Mormaltán, y en su país casará a su gusto. Siento que no vieras al don Silvestre, que no era tal don Silvestre, sino un demonio que llaman Croizás, convertido en un haz de paja ardiendo huir por el camino de Quintas. Todos los perros de Esmelle ladraron más de una hora. Y sabrás que aquel bigotes que conociste en Meira era el espolique del demonio Croizás, fue quien prendió en un desván al don Silvestre verdadero para que el demonio pudiese embrujar de segunda y últimas a doña Simona, de quien Croizás andaba apasionado. Croizás va a cambiar de piel en el infierno, y el bigotes, que le llaman Tadeo y fue sastre en Toledo, a ese también lo lleva a Francia don Gaiferos, y ya lo está aguardando el verdugo del rey en la villa de Pons, que es una villa muy bonita, y donde hay buenos vinos.
Y como yo callara, y como don Merlín leyese la memoria que me andaba por dentro, me dijo con mucha amistad en la voz: