Выбрать главу

Marius volverá a robar compacts, lo sé, pero no me asusta tanto el hecho de que robe como que yo no logre saberlo. Intento disimular la necesidad física que me une a él, y si le acaricio lo hago con discreción para no ruborizarlo. No quiero renunciar al contacto de ese cuerpo que me perteneció cuando lo llevaba enquistado dentro, cuando lo amamanté o cuando empezó a dar sus primeros pasos por el salón y a meter sus dedos en los enchufes. Marius se aleja paulatinamente de mí, y lo hace de un modo parecido al que yo utilicé para alejarme de mis padres. Se mete en su cascarón, rehuye dar explicaciones y pasa largas horas encerrado en su cuarto, desde donde me llegan extrañas músicas acompasadas con toses. No deseo que crezca, preferiría que siguiera afanando compacts y me llamara para sacarle del apuro. Es ya mi única aspiración: pagarle los compacts que roba, ayudarle a preparar los exámenes de lengua, vigilar su asma y hacerme la remolona para arrebatarle un leve arrumaco cuando pide su paga semanal por adelantado. Él también me necesita aunque no lo reconozca. Ahora, por ejemplo, necesita que guarde su secreto ante Ventura.

Pero Ventura no pregunta. Hoy se ha acostado sin cenar y duerme entre un caótico sembrado de papeles. Lo hace siempre: se lleva el trabajo a la cama, despliega apuntes a su alrededor y cuando ya está enfrascado en la tarea, le sobreviene el sueño. Como tantas otras noches, yo le quitaré los papeles para colocarlos en su mesilla, luego me deslizaré bajo las sábanas y sentiré su respiración espesa junto a la almohada. El radio-despertador parpadeará porque a media tarde se ha ido la luz y Ventura no se ha acordado de ponerlo en hora. Yo me haré la ilusión de que el tiempo se ha detenido. Pero el tiempo es como el mar, no hay forma de pararlo. Creo que en algún lugar de mi conciencia habita la memoria del futuro y siento nostalgia de las cosas que me van a suceder. Tengo prisa por atraparlas.

Todo empezó por un simple edredón. Loreto dice que soy friolera porque como poco y me faltan calorías. Cuando la asistenta abre las ventanas para ventilar el salón, el frío me persigue y yo corro a refugiarme a la buhardilla, el único lugar de la casa que siempre conserva un ambiente tibio y protector. Allí se acumulan los olores, no sólo los olores de Ventura sino también los míos, los de las gentes que habitan en las fotos, los de los objetos salpicados entre los libros y los libros salpicados entre los objetos. Cierro la puerta y escucho el zumbido desesperante de un aspirador que no cesa. En la buhardilla apenas entra el orden y la limpieza. La pantalla del ordenador se llena de polvo y yo paso el dedo por su superficie y me electrizo un poco. Un día saltarán chispas, las chispas prenderán en mi bata de licra y se hará el fuego, la asistenta me verá correr entre llamas y a la mañana siguiente saldré en los periódicos bajo un titular que dirá «mujer encendida cruza la ciudad en bata». Siempre tengo frío y, sin embargo, estoy llena de fuego. Suelto chispas cuando toco la pantalla del ordenador, cuando desciendo de un coche y cierro la portezuela con la mano (escarmentada por los calambres, he aprendido a cerrarla con el codo), cuando me quito un jersey o cuando me paso el cepillo por el pelo. Pero tengo frío, ya digo, y a veces sueño que la vida es una continua corriente de aire que se pasea por mis huesos. Decididamente, mis sueños son bastante estúpidos.

El edredón lo compré por consejo de Loreto. Loreto tiene una predisposición natural al hogar y, sin dedicarle mucho tiempo, sabe lo que resulta barato y lo que resulta caro, lo que conviene y lo que no conviene, y, en definitiva, lo que puede interesarme y lo que no puede interesarme. El edredón me interesó. Ya no sabía cómo arropar mis noches sin ahogar de calor a Ventura, y aunque la asistenta añadía dos mantas dobladas en el lado de la cama que yo ocupo y dejaba a Ventura con una sola, el invento era precario y un poco chapuza: la cama parecía una montaña rusa y no quedaba nada presentable. Abuela nunca lo hubiera aprobado, para ella las camas tenían que estar primorosas porque en cualquier momento podía uno caer enfermo y no era de buen tono recibir al médico en malas condiciones. Los médicos también tienen su ojo cotilla y al final todo se sabe.

Ventura no se percató de que había un elemento nuevo en la cama. Para ser precisos Ventura no se da cuenta de muchas cosas o finge estar ausente, pero aquella noche fue abatido por el sueño a los pocos minutos de acostarse y sobre el edredón quedaron esparcidos un par de libros y el rotulador destapado. He dicho bien: el rotulador destapado. Retiré los libros y los deposité de mala gana junto a la alfombra, pero el rotulador no lo encontré hasta la mañana siguiente, cuando observé una gran mancha azul sobre la piel de mi flamante compra. Mierda: el edredón se había chupado toda la tinta. Cuarenta mil pesetas al traste. Cuarenta mil, que se dicen pronto. Eso mismo ya hubiera constituido suficiente motivo de discusión, sin embargo, el lío al que quiero referirme vino de madrugada. Ventura se incorporó maldiciendo algo entre dientes. Estaba empapado en sudor y se quitaba de encima la ropa con torpes movimientos. No paró de gruñir hasta que logró despertarme. Me enfadé mucho, me enfadé hasta decirle que era un egoísta, que sólo pensaba en él y que yo no tenía la culpa de su vocación de eremita gruñón. Y de ahí para arriba, todo pronunciado con una solemnidad excesiva. Cualquiera hubiera podido pensar que los problemas matrimoniales se suavizarían aportando una solución racional a nuestras noches, pero Ventura y yo sabíamos que no era cierto. Ni dos camas, ni dos habitaciones, ni dos pisos, hubieran arreglado nuestras ya crónicas desavenencias.

En algunos momentos de bonanza comunicativa Ventura gustaba de repetir, citando a Oscar Wilde, que él, podía ser feliz con cualquier mujer a condición de que no la amara, pero yo le rebatía furiosamente apostillando que Oscar Wilde era maricón. Pasado el tiempo comprendí su razonamiento, porque el amor no hace sino perturbar la buena marcha de las relaciones personales, sobre todo si hay niños o edredones por medio. Pero yo estaba empeñada en darle una única dirección a mi matrimonio y con demasiada frecuencia encontraba obstáculos que lo impedían. El edredón fue uno de ellos. Por culpa del edredón le dije a Ventura que era un muermo y que su presencia en la cama me producía aversión física. Volvió la cabeza hacia mí -esa cabeza que otras veces me había parecido como rescatada de un fresco pompeyano-, y disparó un rictus seco desde su bigote canoso. Luego no añadió nada, seguramente pensó que no valía la pena hacerlo. Todavía no eran las seis de la mañana, pero entró en el baño, se duchó y salió de casa sin dar siquiera un portazo.