A la noche siguiente volvimos a dormir con mantas.
No poseo un físico agradecido, objetivamente no puede decirse que sea una mujer rubia, o alta, de rasgos marcados o con los ojos de un color concreto. Más bien soy una mujer indefinida. Ni alta ni baja, ni rubia ni morena, ni con la nariz grande o pequeña, los ojos azules o negros. Me he analizado muchas veces ante el espejo -o ante los cristales de los escaparates, en los que me miro sin ningún recato- y he llegado a la conclusión de que no soy capaz de describirme. Puedo hablar incansablemente de mí, contar mis peripecias, adjetivar mis sentimientos o hacer reflexiones interminables sobre la angustia, pero describirme no, porque esa indefinición a la que siempre he estado sometida -ni alta ni baja, ni rubia ni morena, ni con los ojos azules ni con los ojos negros- me hace un flaco favor. De niña era escuálida, y aunque ahora me gustaría añadir que tuve una infancia desgraciada para darle más interés a mi personaje, no puedo admitirlo como cierto. También en eso soy indeterminada. No fui una niña ni feliz ni desgraciada, ni bondadosa ni rebelde, ni solitaria ni acompañada. Fui sólo escuálida, hasta que pegué el estirón y alcancé un peso normal, mis rasgos se instalaron en proporciones normales y los rizos de mi pelo desaparecieron para adquirir una ondulación normal, ondulación que por cierto he tratado de corregir y aumentar después con todos los potingues que el arte de la peluquería ha puesto a mi alcance. He sobrellevado la normalidad desarrollando una astuta sutileza que algunos han llegado a confundir con cierto aire de misterio, lo cual no me desagrada del todo, porque sin ser ni misteriosa ni transparente tiendo a ocultar determinados aspectos de mi vida, subrayando esas zonas periféricas que dan una imagen más favorable de mí: interesante, sigilosa, a veces algo desmayada, un punto inaccesible. Pero soy más fuerte que débil, más emocional que reflexiva, más agria que dulce, más rencorosa que olvidadiza. Soy también errática, dispersa, y mis largas aventuras interiores me han aproximado hasta cotas de peligro que me han permitido sacar partido de mis flaquezas y a la postre, saber un poco quién soy y qué lugar merezco.
Siempre he carecido de ese encanto dominante que distingue a muchas mujeres. Lo supe desde muy joven y lo padecí sin llegar jamás a manifestarlo. Loreto era llamativa, tenía un rostro afilado pero vigoroso, las aletas de la nariz como de pájaro hipersensible, la voz aflautada, tirante, y una mirada siempre perceptiva en la que se adivinaba una notable disposición a la euforia. Quiero decir que el rostro le correspondía, era un rostro equivalente a su carácter, y quiero decir también que yo no me parecía en nada a ella. Éramos hermanas y sin embargo estábamos hechas de pastas distintas. Yo no tenía rostro. Tenía sólo una nariz para oler, unos ojos para mirar y una boca para comer. Así fue durante mucho tiempo. Con el paso de los años, las cosas empezaron a cambiar. A Loreto, sin tener hijos, le ha crecido un vientre del que no logra desprenderse ni con interminables sesiones de abdominales, y las arrugas ya empiezan a fruncirle el contorno de los ojos. Yo en cambio tengo el abdomen bastante liso, las arrugas todavía no han arañado mi cara y, al contrario que Loreto, la naturaleza me ha proporcionado un cuello gracias al cual puedo lucir una voluminosa melena sin parecer una menina. Lo que no me dieron al nacer lo he adquirido con sabiduría de rata callejera. Así, hoy puedo afirmar que yo soy yo gracias a mi melena de Botticelli, a la habilidad que despliego para perfilar mis labios, a los suspiros de mi mirada exenta de color, a cuatro gestos de fumadora impenitente, a mis faldas cortas y mis silencios largos, a mi palidez, y a ese aire vagamente lascivo que acompaña todos y cada uno de mis movimientos y del que nunca me haré responsable.
Loreto lo resume diciendo que me saco mucho provecho. A lo mejor tiene razón. Leo, sin embargo, piensa que soy hermosa, diferente en todo. A mí me halaga más la diferencia que la hermosura, porque la hermosura es vulnerable y la diferencia puede prevalecer siempre, aun cuando el tiempo haya empezado a roer las carnes como roe la carcoma la masa de los muebles. Yo no soy hermosa, pero he cultivado mi pequeña diferencia con esmero, porque la diferencia es el verdadero concepto de personalidad y yo, siendo todavía una niña, ya decía que me gustaba la gente con personalidad. Mi mejor diferencia está en el pelo. No se trata de una frivolidad. Algunas veces, arrastrada por un acceso de locura, me he cortado el pelo tras discutir con el peluquero el número exacto de centímetros que estaba dispuesta a sacrificar. Como los peluqueros tienen las tijeras muy largas, siempre me corta más de lo pactado. Cuando miro el suelo y veo mis ondas degolladas, noto como si me hubieran arrancado la fuerza. Supongo que será algo consustancial a muchas especies animales. También Rocco, después de cortarle el pelo, se siente indefenso y lo primero que hace al llegar a casa es esconderse debajo del aparador. Yo no me escondo debajo de ningún aparador, pero voy corriendo al baño, me mojo la cabeza bajo el grifo y delante del espejo estiro una y otra vez mi melena con la vana ilusión de recuperar el trozo que le falta.
Mi fuerza está, pues, en el pelo; soy una sansona del siglo XX que desea tener seguridad en sí misma, pero la propia obsesión por la seguridad me vuelve a menudo insegura, mis espacios fronterizos se desplazan como las arenas por todo el cuerpo y entonces dejo de ser un poco fuerte, distante o agria para ser un poco frágil, sensible y conciliadora. No tengo claro cuáles son los momentos que precipitan esa pérdida de confianza -aparte del ya indicado: el corte de pelo-, pero tiendo a creer que no están relacionados con los vaivenes profesionales. No ambiciono ninguna parcela de poder, no deseo relaciones competitivas, no quiero inmolar mis cervicales ante un ordenador portátil y no estoy dispuesta a entrar en el juego de un mercado donde silban los cuchillos y las zancadillas siembran de cadáveres las aceras.
Me acosté tarde y hacía frío. O hacía frío y me acosté tarde. No tiene nada que ver una cosa con la otra, pero en aquellos momentos lo más importante era que hacía frío, la casa se había quedado destemplada y el cuerpo me respondía con pequeños temblores. Pensé que tendría algo de fiebre, porque llevaba algunos días con la garganta acartonada y apenas podía tragar la comida. Me cubrí la cara con el embozo de la sábana y no moví un solo miembro de mi cuerpo para entrar pronto en calor. Como no tenía sueño empecé a discurrir. Lo primero que pensé, y no precisamente con agrado, es que había olvidado anotar un par de cosas en la agenda. Me sucede siempre cuando estoy en la cama haciendo tiempo para conciliar el sueño. Primero recuerdo y después olvido, nunca al revés. Es decir, recuerdo que he olvidado y, en mi afán por mantener el recuerdo a mano, me vence el sueño y olvido definitivamente. A la mañana siguiente intento una y otra vez atrapar aquello que me preocupaba segundos antes de sucumbir al sueño. Pero es inútil. Sería más práctico tener una agenda en la mesilla para estas emergencias. O no tener agenda en la mesilla pero tampoco tener pereza para saltar de la cama e ir por ella al bolso. Todo lo que no se apunta no existe, al menos en mi caso. En esos momentos de debilidad mental suelo recurrir a los trucos nemotécnicos, que suelen sacarme de bastantes apuros. Yo le llamo el truco de las bienaventuranzas en honor al profesor de religión que me obligó a aprenderlas. Po-ma-llo-ha-mi-li-pa-pa, recitábamos una y otra vez. Po-ma-llo-ha-mi-li-pa-pa, decía yo. Así llegué a saber que serán bienaventurados los pobres, los mansos, los que lloran, los que padecen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, etcétera. El truco consistía en aprender la primera sílaba de cada bienaventuranza. La sílaba proporcionaba la clave. A mis años, ando todas las noches aprendiendo bienaventuranzas y claves -pomallohamilipapa- para no convertirme en una vulgar desmemoriada.