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Aquel día tocaba aprender farchalé. Bajo la caricia de las sábanas recién planchadas murmuraba en silencio farchalé, farchalé, farchalé, farchalé, farchalé. Sentía el hueco de Ventura a mi lado. Un hueco que era sobre todo ausencia de calor, porque Ventura, ya lo he dicho, cubría mis deficiencias térmicas sin apenas tocarme, era como un radiador que emitía ondas durante toda la noche y ocupaba el vacío que dejaba la calefacción. Si un día Ventura y yo nos separáramos, me vería obligada a mudarme a un piso moderno de techos bajos donde las ventanas encajaran herméticamente y no hubiera calefacción central, porque la calefacción central te asa cuando tienes calor y te hiela cuando tienes frío, al contrario de lo que debería ser. Todos los años, a mediados de octubre, me sorprende una inesperada ola de frío y he de poner radiadores eléctricos por la casa para sobrevivir a las tiritonas. La calefacción no empieza hasta el uno de noviembre, así está escrito y así hemos de acatarlo todos los vecinos. Farchalé, farchalé, farchalé. Cavilaba cosas al tiempo que recitaba mi clave, cosas que está prohibido contar y que sólo existen en la intimidad de las oquedades propias. Ventura había llamado a casa para decir que llegaría tarde, pero sin añadir nada más, esperando que yo preguntara algo, o quizás no, Ventura callaba para pedir silencio a cambio. Nunca logro saber lo que Ventura desea de mí. Sus contradicciones me confunden tanto que anulan mi capacidad de reacción. Antes metía la nariz en su vida y él me lo reprochaba. A veces, cuando Ventura dibujaba esos monstruos de patas cortas a los que es tan aficionado, y yo me asomaba por detrás de sus hombros para observar el resultado, se sobresaltaba y reprimía con el gesto una evidente irritación. Tampoco soportaba que me asomara a su vida porque se sentía agredido. Cuando aprendí a no mirar sus dibujos y a no preguntar por sus sentimientos, Ventura pensó que había perdido el interés por él y me lo echó en cara. Pero no era verdad, o en todo caso era una verdad a medias. Ventura me interesaba, aunque en ocasiones, llevada por el desasosiego, la rabia se apoderara de mí y creyera odiarle. Pero aquella noche no pregunté. Tampoco tuve ganas de hacerlo. Imaginé que había ido a cenar con alguien y no quise provocar su mentira. En los últimos días se habían producido extrañas llamadas de teléfono a medianoche, a primera hora de la mañana, a todas horas. Llamaban y colgaban. Ventura estaba recluido en la biblioteca nacional para hacer un trabajo y alguna persona, cuyas características yo ignoraba, lo buscaba por todas partes. Se lo dije a él, harta ya de tanta persecución telefónica. Me miró como me mira siempre que no quiere entrar en discusiones, y con displicencia fría, arrogante, sonrió sin dejar en mí rastro alguno de su sonrisa. Farchalé, farchalé. Pero yo conocía a Ventura. Conocía su habilidad para mortificarme. Lo que más me atormentaba de él era el silencio, esos tiempos muertos que mediaban entre mis palabras y su ausencia de respuestas. Los silencios me dolían, como me dolían esas llamadas telefónicas que desde el anonimato pretendían alterar mi equilibrio doméstico. Sin duda aquella noche Ventura había ido en pos de la llamada, porque el teléfono estaba sorprendentemente tranquilo. Será alguna de sus alumnas, dije, porque todos los profesores tienen alumnas que se enamoran y de las que se sirven ellos para crecerse ante sí mismos. Ventura no era un hombre atractivo, pero había llegado a esa edad en que las canas aún no constituyen un signo de decrepitud sino de preponderancia, y además utilizaba su calculada brillantez como un arma de seducción entre las personas que no eran de su entorno. Farchalé, farchalé, farchalé. Ventura estaría, pues, con la llamada, pero yo no pensaba darme por aludida: cuando llegara me encontraría dormida y tendría que entrar en la habitación a tientas para evitar que yo abriera el ojo y viera la hora en los números del radio-despertador. Farchalé. En el fondo prefería no pensarlo. Ventura también era libre para ejercer la pluralidad sentimental y buscar refugio en nuevas amistades. No me gustaba la idea, pero le reconocía el derecho. Farchalé.

Farchalé, insistí de nuevo. Ya podía dormir tranquila porque mi recurso daría resultado. Far-cha-lé. Tres sílabas contundentes para mi quebradiza memoria. Far de farmacia. Por la mañana tenía que ir a la farmacia a comprarle el pulmicort a Marius y, de paso, algo para mi maltratada garganta aunque, dada mi querencia por las farmacias, es probable que comprara también alguna crema de colágeno, tampones, champú a la avena y esparadrapo del que no arranca el vello de cuajo. Me gusta ir a las farmacias, respiro su aroma de jarabe dulzón y me siento transportada. El año que a Ventura se le juntó la piedra en el riñón con las tifoideas, me pasaba el rato yendo y viniendo a la farmacia. Cuando no era una cosa era la otra. Las fiebres cedieron con paciencia y muchas dosis de amoxicilina, y la piedra se la bombardearon a golpe de rayos después de haber agotado kilos de analgésicos y toneladas de agua mineral. Ventura quedaba exhausto tras los cólicos, y su cara reflejaba un anonadamiento como de haber tenido muchos orgasmos seguidos. El médico pretendía que Ventura expulsara la piedra por sus propios medios, así que cuando se levantaba para ir al baño, yo aguardaba junto a la puerta esperando que me proporcionara la noticia del alumbramiento. Imaginaba a Ventura meando una piedra por ahí abajo y me llevaba la mano a la ingle para protegerme de la sensación. Pero Ventura no meaba la piedra, y un día, tras uno de esos horribles ataques que nos ponían a todos en pie de guerra, el médico decidió recurrir a la litotricia. Hasta ese momento no había podido aplicarse el tratamiento porque la piedra, que alcanzaba casi el tamaño de un garbanzo, se había situado estratégicamente en una zona del uréter sombreada por la columna. Fue un parto milagroso; después del combate Ventura pidió ir al servicio y allí mismo meó la piedra convertida en un río de arena.

Farchalé. O sea, far de farmacia y luego cha de Charo. Necesitaba encontrar a Charo. Había recibido una llamada de su familia comunicándome que acababan de internar a la madre y que Charo no aparecía. Era una familia puntillosa, de las que siempre pasan factura y miden los afectos en función de los intereses. A mí no me sorprendía que Charo buscara pretextos para huir de casa, porque, si bien sobrellevaba las cargas domésticas con un estoicismo admirable, llegado un límite los neurotransmisores le bloqueaban la voluntad y entonces desaparecía del mapa sin dejar rastro. Así podía transcurrir hasta un mes. Cuando daba señales de vida es que su cabeza ya estaba otra vez en orden. En esta ocasión Charo llevaba veinte días fuera y aún no se había dignado llamar por teléfono. Dijo que se iba y se fue. Su ausencia ocasionó un gran revuelo y yo me vi envuelta en una historia familiar de consecuencias desagradables. Charo era la hija tardía de un matrimonio de locos. Sus hermanos mayores, casados desde hacía bastantes años, habían conseguido liberarse de las pesadillas paternas y sólo quedaba Charo para afrontar el problema. Ella estaba acostumbrada a claudicar ante los caprichos de sus progenitores, pero algunas veces necesitaba dedicarse a sí misma y se plantaba. Su padre era un militar retirado que siempre estaba como en pose de pasar revista, y la madre, nervuda y cantarina, de sonrisa color membrillo, se tiraba las horas evocando sus anteriores reencarnaciones con una insistencia verborréica, insoportable. Aquella mujer tenía tantas vidas anteriores como deseos frustrados. La última vez que cometí la osadía de visitar a Charo en casa de sus padres encontré un panorama patético y desolador. La madre estaba disfrazada de época, y luego de cantarme todo tipo de romanzas se empeñó en leerme las cartas. Según ella, sólo tenían futuro las personas que tienen pasado y en mis ojos leía que mi pasado databa del tiempo de los asmoneos. Qué sabría ella de los asmoneos, pienso ahora. Y qué sabría de mí, pensé entonces. Mientras Charo fregaba platos en la cocina, su madre me echó las cartas sobre una mesa plastificada del cuarto de estar, bajo la presencia de un san Pancracio que tenía a los pies un pequeño florero con un manojo de perejil. No utilizó la baraja del tarot, ni siquiera la francesa, que queda como más neutra. Se valió de una simple baraja española, un taco mugriento de Heraclio Fournier con el que jugaba al tute y le cantaba las cuarenta a su marido. Puso el mazo sobre la mesa y me hizo cortar varias veces dirigiéndome con la mirada. Ahora la mano izquierda, ahora la derecha, ahora otra vez la izquierda. Luego dio en enredarse con larguísimas disquisiciones sobre mis sucesivos pasados, que de puro pasados y remotos se habían detenido en los albores del siglo XV. Yo oía el repiqueteo de los cacharros que venía de la cocina y pensaba en Charo. La imaginaba soportando todos los días aquellas larguísimas peroratas, aquel penetrante olor a cerrado, aquellos cortinones incrustados de tiempo, aquellos viejos demenciados, aquella sonrisa color membrillo, y sentía ganas de gritar por ella. Pero Charo estaba acostumbrada a malvivir en cualquier lugar y su historia era la de una heroica superviviente: traducía tratados de filosofía alemana con la misma naturalidad que navegaba el Amazonas, compartía noches con media docena de okupas en una casa esquelética de Viena o fregaba loza en la cocina de su hogar imposible. La vieja desplegó un ritual lleno de espasmos, evocó a sus santos preferidos y a sus ídolos del bel canto, lo aliñó todo de ceremoniosidad y, tras fingir una inesperada conmoción, advirtió que mi futuro estaba sombreado por una nube negra, de la nube negra manaba una lluvia de lágrimas y las lágrimas dibujaban la silueta triste de un recién nacido que se diluía con el agua. Es una maldición, dijo. Disimulé sin dejar de preguntarme si yo sería la lluvia, la nube, las lágrimas o el recién nacido. En ese momento apareció Charo con un mandil en la mano. Recogió el bolso y la americana que dormitaban en una butaca, se peinó el cabello con las púas de los dedos, tiró de mí y, luego de darme pequeños empujoncitos para sacarme de la habitación, despidió a su madre con un beso en el pelo. Cuando cerramos la puerta del piso todavía pude oír las voces de aquella mujer que profería extrañas conjeturas sobre mi futuro.