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Tenía que buscar a Charo. No sabía por dónde empezar, pero sospechaba que había vuelto a Centroamérica y yo guardaba algún teléfono a raíz de sus numerosas estancias allí. ¿Le pediría que volviera o me limitaría a comunicarle que su madre había sido ingresada en un psiquiátrico? Quizás prefiriera que no le dijese nada. Su madre no hacía daño a nadie, no molestaba, no requería cuidados especiales y tenía una vitalidad gracias a la cual nutría de optimismo a su fantasmagórico militar, mucho más achacoso y renqueante que ella. Los hijos mayores habían insinuado la conveniencia de buscar una residencia de ancianos, pero la mujer se oponía. La responsabilidad era, pues, de Charo. Por eso, la tarde que uno de los hermanos encontró a su madre desnuda en el cuarto de estar, culpó a Charo y pensó que había llegado el momento de tomar una determinación. Pero Charo no actuaría, no lo habría hecho nunca aunque supiera que su madre bailaba la danza del vientre ante todo el vecindario. Era feliz en su locura y merecía el respeto. Estar loca sin saberlo es una situación idílica, murmuraba yo por mis adentros. Siempre he tenido miedo a volverme loca y padecer la consciencia de la locura. Según cuentan, hay locuras que te desgajan completamente la cabeza y vagas por la vida ocupando un lugar fuera de ti misma, como en esos sueños en los que uno se muere y asiste a su propio entierro. Ha de ser horrible, supuse.

No encontré a Charo, pero eso ya lo contaré más tarde, porque Charo no era una mujer de reacciones imprevisibles, había cruzado el umbral de la noche para ir en pos del sosiego, tampoco ella quería volverse loca y asistir a su propio entierro. Charo no aparecería a pesar de mis numerosas pesquisas, que dejaron buena huella en la factura del teléfono. Ella estaba donde tenía que estar, pero aquella noche yo no lo sabía. Aquella noche yo no hacía más que repetir farchalé, farchalé, farchalé. Far de farmacia, cha de Charo y le de Leo. En todas mis claves había una le de Leo. El recuerdo de Leo no había que forzarlo, pero a mí me gustaba buscarle acertijos nuevos; estaba pasando una de esas rachas en las que la zozobra se apodera de los actos y ya no distinguía entre el deseo y la realidad. Me preguntaba si quería a Leo o si solamente quería quererlo, pero no anhelaba ninguna respuesta, trazaba su figura en la imaginación y todas mis neuronas se ponían alerta, el pulso me latía en la entrepierna y se apoderaba de mí una fuerza como de bronce. Las escasas conversaciones telefónicas que manteníamos bastaban para agitar mi sexualidad y enriquecer los sueños. Cuando hacíamos el amor yo renacía; Leo disparaba tanto mis instintos que luego tenía necesidad de hacer el amor con más hombres. No con uno ni dos sino con todos. Iba por la calle y sentía como si llevara el sexo estampado en la frente. No es que Leo no me colmara. Es que aun colmándome, conseguía volverme insaciable. Yo era una hembra enfebrecida y eso, lejos de humillarme, me producía una indescriptible sensación de placer. Farchalé. Me dormía con el nombre de Leo entre las cejas. Pensaba que estaba aguardándome en algún lado y que quizás un día tuviera valor para seguirle y continuar juntos la vida desde una cama. Sería una cama grande a la orilla del mundo, una cama frente a unos ventanales desde los que nos asomaríamos al mar. El mar tendría puntillas y su música abrazaría nuestro sueño. El amor también sería como el ruido del mar, como las noches que se muerden la cola, como el hálito de un animal antediluviano o como los aromas de una tierra dibujada de sedas, especias y cedros. Un día, al cabo de mucho tiempo, nos sobrevendría el hambre y comeríamos naranjas en la cama, desnudos uno junto a otro. El jugo de nuestros cuerpos tendría el sabor de las naranjas. Farchalé.

Quién sabe si las cosas hubieran resultado distintas de no haber conocido nunca a aquella gente. Posiblemente sí. Pero yo quise que Ventura se comprometiera más allá de la amistad y un día le pedí que me llevara a la casa familiar. Me había hablado un poco de sus padres en las largas noches de confidencias y estaba consumida por la curiosidad. Quería comprobar las miradas de los suyos cuando se encontraran frente a mí, una mujer bastante más joven que él, indómita, señorita y un poco tonta, que movía la melena con aire despectivo y decía tacos sin fingir un mínimo decoro. Para Ventura también era una prueba. Apenas mantenía relaciones con los padres y aquel viaje suponía un examen a sus propios sentimientos. Desde que había abandonado la pequeña ciudad acogiéndose al pretexto de su independencia, contadas veces había regresado a casa. A su escaso apego familiar se unía la complejidad de su situación, varios años en una universidad extranjera, una larga relación que no terminó en boda y ahora, de pronto, el reencuentro con determinados pasajes de una biografía que le infectaba el cuerpo de fantasmas. Para su familia tampoco resultaba cómoda la visita de aquel hijo cuya presencia siempre había despertado la suspicacia de los vecinos, deseosos de hurgar en los pormenores de las vidas ajenas. Pero yo me empeñé y al final Ventura elaboró su aventura con una excitación desaforada, impropia.

Me hubiera gustado tener una familia así, abundante, descabalada, una familia donde las cosas no obedecieran a un orden convencional y nunca se supiera qué protagonismo tenía asignado cada uno de los miembros. Una familia que vivía en una casa de campo cubierta de malezas históricas, junto a una vía de tren apagada por el tiempo. A la primera persona que conocí fue a Dulce, cuya figura brotó con todas las características de un personaje de novela. Dulce no era madre, ni tía, ni abuela, y ni siquiera vecina de vecindario. Dulce era Dulce dulcísima. Un enigma.