Recorrí el trecho de camino que se abría a partir de la cancela y el minuto me pareció eterno, escuchaba el sonido de mis propios pasos sobre la gravilla y busqué inútilmente la aparición de una silueta que me abriera los brazos. Ventura no hablaba; era como si estuviera reconstruyendo desde el silencio todos los fotogramas de una vieja película interior. El reencuentro se obraría, como dijo después, desde el aroma que le asaltó unos metros antes de alcanzar la puerta de la casa. El olfato aviva la memoria y Ventura sintió una vaharada de placidez mezclada con el dulzor fresco de la madreselva. Saboreaba una gratificante palpitación bajo su camisa mientras yo descubría la figura de una casa despellejada, con restos de un remoto encalado y balcones abiertos hacia una cascada de retales verdes. La puerta estaba entornada; cruzamos por ella con paso dudoso, sin dejar de mirar a un lado y a otro, y nos adentramos por el corredor hasta llegar a una salita que parecía una sacristía. Allí estaba Dulce en su silla de ruedas. Tenía una labor entre las manos que depositó sobre el regazo para ofrecerle los brazos a Ventura. Él correspondió sin entusiasmo tras abandonar la bolsa de viaje en el suelo. Yo observé que la mujer estaba vencida por el peso de una joroba desproporcionada respecto a las dimensiones del resto de su cuerpo. Aquella frágil anciana me produjo un extraño repelús, por eso la besé como se besa a los viejos, procurando no sentir sobre mi mejilla las rugosidades del rostro caduco. Pero Dulce era dulce, como no podía esperarse de otro modo, y sus palabras, marcadas por un acento extraño, en seguida empezaron a fluir armoniosamente de sus labios y a envolverlo todo en una música indescifrable.
Con los días Dulce me cautivaría y hasta llegué a pensar que su joroba era un depósito de ternura. Nunca supe muy bien cómo había aterrizado en aquella casa, ni qué grado de parentesco le unía a los padres de Ventura, suponiendo que le uniera alguno. Ventura se limitaba a decir que era una solterona y que siempre la había conocido allí, sentada en su silla de ruedas y tejiendo interminables labores de ganchillo. En mi corazón se estableció pronto una frontera clara entre Dulce dulcísima y el resto de la familia, una madre arrogante y voluminosa, un padre de afectos blindados, la viuda tía Asun, hermana del padre y que desde el primer momento me miró con el gesto esquinado, y Susana Cáceres. También me dejé querer por Susana Cáceres, una chica de nalgas temblorosas cuyo papel no estaba demasiado claro, si bien limpiaba con frecuencia la cocina y hacía camas desganadamente, aburrida ante el ansia de siestas que tenían casi todos los componentes de aquella dilatada familia. Susana Cáceres veía mucho la televisión, cualquier momento era bueno para afincar su trasero en un sofá y devorar concursos con un tarro de magdalenas en la mano. Susana Cáceres me miraba y alargaba el tarro para que cogiera magdalenas, pero, como yo rehusaba, pasaba a ofrecerme refrescos, café, tila o una copita de coñac. Las botellas estaban alineadas en una pequeña vitrina y ni siquiera el padre, que tenía voz de bebedor impenitente, sucumbía a su tentación. La madre era un arrebato de actividad, recorría la casa cientos de veces, hacía incursiones por el jardín con un machete en la mano para doblegar aquella espesura de carne vegetal, trasplantaba las plantas de macetas, teñía el pelo de tía Asun y todas las noches cargaba con Dulce dulcísima para llevarla a la cama. Tenía un cuerpo poderoso, el escote cuajado de verrugas y unas facciones de trazo fuerte en las que no se adivinaba un solo rasgo de Ventura. Junto a ella el padre era un curioso postizo. El padre sí tenía rasgos de Ventura, quizás la forma de mirar, o la disposición de la frente, abierta y limpia como un parabrisas, cierta dejadez de hombros y una forma especial de andar, con los pies en acento circunflejo, casi tocándose por la parte de los dedos, abiertos luego los talones hacia afuera. La voz de seda de Dulce dulcísima, que veía pasar la vida desde su silla de ruedas mientras los demás deambulaban como impulsados por un mecanismo sin rumbo, constituía el mejor entretenimiento para rellenar el hueco de las sobremesas, con aquellas horas apelmazadas en las que Ventura dormía sin dejar de silbar, como si tuviera entre los labios el pito de un arbitro. Dulce dulcísima me contaba historias de los prójimos, historias que sonaban a libros, porque Dulce dulcísima alternaba las vainicas y los ganchillos con largas sesiones de lectura y todo lo impregnaba de un halo ilustrado, con muchos puntos y muchas comas, con ristras interminables de adjetivos y una musicalidad que iba más allá de su enigmático acento. Aquella anciana era capaz de recitar a los románticos del siglo xix con la facilidad que contaba los puntos de las cadenetas, y todo le sabía a gloria, lo mismo una rima de Bécquer que una página de Crimen y castigo. Más de una vez me pregunté si Dulce dulcísima no sería la madre de aquella hipotética tía Asun, porque evitaba hablar de ella y la miraba siempre con gesto arrebolado y blando. Sin embargo, por algún resquicio de sus relatos siempre asomaba un punto de misterio que era la clave de su propio misterio.
Fue una semana muy extraña. Ventura y yo dábamos largos paseos por el jardín, apenas nos acercábamos a la ciudad, comíamos como fieras hambrientas y ocupábamos habitaciones separadas. A veces también jugábamos a las cartas o nos encerrábamos en nuestros respectivos cuartos a leer. El mío era un cuarto sin ventanas ocupado por una gran cama de caoba con un cabecero presidido por un cristo al que le faltaba un pie. La cama estaba cubierta por una colcha blanca de crochet, con cinco cojines, también blancos y de crochet, distribuidos estratégicamente sobre la colcha. En la mesilla de noche había una lámpara que era una cariátide en cuya cabeza reposaba la pantalla. La lámpara iluminaba débilmente un portarretratos con la foto de una mujer joven y sepia, o sea, de una mujer que fue joven hace muchísimos años y a la que yo trataba de buscar parecidos con tía Asun o con Dulce dulcísima. Vestía un traje de mangas abullonadas, con unos puños larguísimos decorados por una hilera de botoncitos, y con la mano sostenía un abanico cerrado y un bolso forrado de tela clara. Yo la miraba a ella y ella miraba al objetivo, es decir, ella me miraba a mí, y ese cruce de miradas producía una turbulencia que de noche se colaba en mis sueños y me sobresaltaba.
En algún momento indeterminado, tal vez a la hora de la cena, cuando toda aquella desunión de gentes coincidía en torno a la mesa, la madre de Ventura hizo una alusión a nuestro futuro. Fue un comentario de pasada, ni agradable ni desagradable, pero a mí se me antojó mortificante porque Ventura bajó los ojos y ni siquiera replicó con palabras educadas. En el fondo quizás la madre tuviera razón. No sabía qué propósito había en nuestra visita, y si éramos novios o dejábamos de serlo, y tampoco comprendía qué esperaba Ventura de la familia después de tantos años de esquinazo. Ventura y yo sostuvimos una larga discusión ese mismo día. A mí me dolió el comportamiento de Ventura -o su ausencia de comportamiento- y pensé que tal actitud de cobardía era un bofetón para mi ánimo enamorado. La irritación prendió en mi cuerpo; di las buenas noches a Dulce y sin dirigirle la mirada a Ventura salí al jardín para regodearme en la noche, que estaba como embarazada de negritud. Mi cabeza era un estallido de puñales y la memoria me traía sin parar imágenes del pasado, cuando nos conocimos en un viaje organizado por amigos comunes y él rehuía estar a mi lado, o después, cuando me pidió que no le quisiera tanto, o más tarde, cuando se desdijo y quiso que volviera a quererle. Ventura era un hombre agitado por sus propias contradicciones y ahora volvía a demostrarlo. Recordaba las primeras noches con él, o las últimas noches sin nadie, las noches de siempre, tan parecidas a la noche de aquella noche. Entonces quise llamar su atención, pero me salió mal.