Me he mordido las uñas, y no sólo las uñas sino la cutícula. Me he mordido también una ampolla que me salió ayer al quemarme con aceite mientras freía unas croquetas congeladas. Era una burbuja tersa, brillante, llena de líquido, y al romperla con los dientes se ha desinflado como la piel de un globo. Seguramente he mordido más cosas, porque estoy aprendiendo a dejar de fumar y todo se me antoja apetecible. Sin ir más lejos, los bolígrafos y las patillas de las gafas. Para distraer mi ansiedad he salido al balcón a leer un rato, pero cuando estaba a punto de morder también el libro, una ráfaga de sol me ha iluminado las piernas y he visto que la depilación del otro día no dio los resultados esperados. Algunos pelitos rebeldes brillaban como púas, así que he ido en busca de las pinzas de las cejas y me he entregado a la faena de arrancarlos uno a uno. Dada mi persistencia, la operación ha terminado en masacre. Había pelos que estaban incrustados bajo la piel y se resistían tanto a salir que hubiera necesitado un bisturí. Con el entretenimiento apenas he echado en falta el tabaco, pero he llenado de estigmas mis extremidades inferiores. No lo puedo evitar: soy una maníaca de la depilación. En verano, mientras tomo el sol en la playa siempre me descubro pelos insospechados que termino arrancando con las uñas. Debe de ser cosa de familia. Me refiero al gusto por rastrear minuciosamente la epidermis. A Loreto le pasa lo mismo con las espinillas. Le vuelven loca. Recuerdo que al chino siempre lo ponía boca abajo para explorarle la espalda. Él se dejaba hurgar y hasta parecía que entraba en trance mientras Loreto hacía interminables batidas por su torso. De pronto Loreto se ensañaba con una espinilla rebelde, la oprimía una y otra vez, y otra, y otra, hasta que el chino emitía un grito desgarrador, daba un respingo y se levantaba precipitadamente abrochándose la camisa. A mí las espinillas me producen un poco de asco, y nunca se me ocurriría pedirle a Ventura que hiciera de víctima para que yo pudiera dar rienda suelta a mis instintos demoledores. Con Marius lo he intentado alguna vez, pero no se deja. Me llama sádica. A Marius las espinillas se le infectan y por eso luce la nariz como un mapa. Igual que su padre. Yo, en cambio, aunque soy de piel jugosa no tengo una gota de grasa, y Leo dice que mi textura recuerda al culito de un niño. Me gusta que Leo diga cosas así, que tengo la piel como el culito de un niño o que mis muslos lloran como violines alrededor de su cuello. No sé qué pensaría si me viera ahora, con estas trazas, las piernas llenas de señales rojas y las uñas mordidas. Pero no puedo más. Quiero quitarme de fumar y ninguno de los consejos que he leído en las revistas ha logrado convencerme. Charo lo dejó gracias a la ayuda de un acupuntor, porque Charo es así, un poco china, un poco estreñida de gustos, y cree en la acupuntura y en la homeopatía. Yo, sin dejar de creer, tengo ciertas reservas, me dan grima las agujas y además no entiendo que para curarme la adicción al tabaco hayan de inyectarme nicotina, como no entiendo que para curarme la neurosis hayan de atizarme una ración de locura.
No me siento mal, no me duele nada, y la tos que tengo es de origen nervioso, pero voy de un lado a otro de la casa sin orientación, el cuerpo me pica por dentro y respiro con avidez, como si el aire se fuera a terminar de un momento a otro. El otro día me sucedió algo extraño: acababa de vestirme y quería buscar unos zapatos en el armario. Para ser exacta, quería pero no podía. Era como si mi cabeza no supiera enviar la orden a mis pies, porque los pies caminaban solos hacia todas partes menos hacia el armario. Yo tenía consciencia de mi desorientación, pero no lograba rebatirla, giraba alrededor de mi propio eje, entraba y salía del cuarto, me sentaba en la cama, cogía cosas, las soltaba, y así todo el rato. La cabeza iba por un lado y el sistema locomotriz por otro. Pensé entonces (¿realmente lo pensé o fue sólo un destello, la ilusión de querer pensar?) que me vendría bien tomarme un tranquilizante, pero tampoco mi cabeza les comunicó a mis miembros el mandato de dirigirse al botiquín donde guardo los medicamentos. Incapaz de organizar aquel caudal de sensaciones confusas, rompí a llorar, hasta que apareció la asistenta y me encontró tendida en la cama con cara de pasmo. No supe contarle lo que me pasaba porque en mi cabeza no había palabras, ni ideas capaces de convertirse en palabras. Sólo quejidos, balbuceos, muecas dispersas. Me tapó los pies con una manta y poco a poco me zambullí en un sueño que me reconcilió con mi propio cuerpo. Al despertarme la oí despotricar de los barbitúricos, del tabaco, del whisky y de la vida que no es vida. Ella nunca podrá comprenderlo, como no lo ha comprendido Ventura a pesar de los años transcurridos a mi lado. Esa ansiedad que ahora me perturba ya habitaba en alguna parte de mi mente antes de manifestarse. Es la misma ansiedad que ha devorado a otras mujeres de mi familia. La he descubierto en la mirada remota de la bisabuela, aprisionada hoy en un retrato borroso, o en esa otra más próxima de tía Loreto, que fue, y es, una mujer inquietante cuya vida ha navegado siempre entre espejismos. Tía tiene el alma hecha de delirios, aunque la familia ha preferido silenciar su problema desviando la atención hacia su extravagancia o hacia el abandono de los principios morales. Casada con un músico (ella, igual que madre, fue educada para ser pianista, pero también como madre se quedó en el camino), tía Loreto se separó de su marido cuando en este país sólo se separaban algunas meretrices desvergonzadas. La recuerdo flaca, nudosa como un cepo, altísima y soberbia, sumida en agotadoras crisis sentimentales y acorazada tras un carácter despótico. Yo heredé su tendencia al desequilibrio. Y si no la heredé, la aprendí mirándome en el espejo de sus actos. Siempre, hasta donde me alcanza la memoria, he estado poseída por la desazón. De pequeña me dio por arrancarme las pestañas y padre tuvo que ponerme dos aparatos ortopédicos en los brazos para que no pudiera doblar el codo y tocarme los ojos. Mi hermana era mi muleta, me sonaba la nariz, me acercaba patatas fritas a la boca y me arreglaba el pasador del pelo. Tiene gracia recordarlo, pero aquel episodio infantil constituyó un drama familiar y padre me llevó de peregrinación por varios médicos. No tendría yo más de siete u ocho años. Las fotos de primera comunión fueron unas fotos distintas a las del resto de las niñas. Mientras ellas posaban con un misal entre las manos y la mirada baja, a mí me colocaron frente al fotógrafo, con los ojos abiertos como soles para que no se apreciaran los párpados desnudos. Un día le oí comentar a la abuela que los genes dan saltitos por las generaciones, y así, de la misma forma que un negro puede tener un hijo blanco y después un nieto negro, también un loco tener un hijo cuerdo y luego un nieto loco. En realidad la palabra loco no la utilizaba nunca, pero se le suponía. La abuela se refería de este modo a su padre, aquel pobre hombre que abandonó a la bisabuela antes de morir de parto, pero evitaba mencionar a tía Loreto porque a raíz de su separación matrimonial la borró como se borran los malos recuerdos; sólo dejó una foto de cuando aún formaba parte de la cuadra familiar y era una mujer esquiva que se sacudía las represiones aporreando las teclas del piano.