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Quiero, pues, dejar de fumar. Exactamente no es que quiera dejar de fumar, porque me gusta el tabaco y deseo que siga gustándome, pero sobrellevo mal esa atadura, y además Ventura protesta porque según él cualquier día saldremos ardiendo de la casa. Todas las encimeras están sembradas de manchitas amarillas. Especialmente las de la cocina y el cuarto de baño. A veces dejo un cigarrillo apoyado sobre un mueble y cuando quiero darme cuenta ya ha conquistado el borde. Entonces mojo el dedo con saliva y froto insistentemente, pero es tarde y la mancha no se quita. Supongo que a otros fumadores les sucederá igual. En mi corazón también hay una mancha amarilla que no se quita. Mi vida está llena de nostalgias, pero no es una vida color sepia. Mi vida es color nicotina. En casi todas mis evocaciones hay una nube de tabaco. Me gusta fumar mientras escribo, mientras cocino, mientras me maquillo, mientras como -entre plato y plato, aunque sea de mala educación- y en la cama también, antes o después de hacer el amor, incluso durante, porque el amor no es una cosa que se hace y punto, sino que se estira, se encoge y puede durar cuarenta días y cuarenta noches, como el diluvio universal. Yo fumo mucho cuando hago el amor. Fumo, hablo, mastico chicle, canturreo, bebo agua -¿por qué será que el sexo me da tanta sed?-, río, huelo, evoco, juego. Leo me ha enseñado que el sexo es una categoría superior donde están contenidas las demás categorías. La gente vive y después folla, como si fueran dos cosas opuestas, clandestinas la una respecto a la otra, o la otra respecto a la una, y luego de follar hace como si nada, se inviste de una extraña dignidad y vuelve a vivir. El cigarrillo de después es en realidad un cigarrillo inaugural y quizás también de olvido, porque muchas personas recuperan la compostura olvidando ese alborozo de sensaciones que ha delatado la imagen más auténtica de sí mismas.

No sé por qué digo todo esto. Será un rodeo para hablar de Leo, pues él está al principio y al final de todos los pensamientos, su rostro golpea mis parpadeos y no consigo centrarme en otras imágenes y otras ideas que no estén inspiradas por él. Pero también me falta el tabaco para alcanzar un ápice de tranquilidad y desalojar de mi cuerpo una obsesión que parece tener origen desconocido. El humo forma parte de mi ecosistema. Necesito fumar como necesito el oxígeno. Quiero combatir esa dependencia con todas las armas que la razón pone a mi alcance, pero cuanto mayor es mi lucha, más fuerte se hace también la obsesión y, por tanto, la dependencia.

No tengo tabaco a mano. He decidido dejar la cajetilla en el buzón de la correspondencia para poner freno a mis tentaciones. Cuando ya no puedo más, bajo al portal, rescato la cajetilla del buzón como quien rescata el tesoro de un cofre, y cojo un cigarro. Sólo uno. La penitencia que me impongo es implacable: nada de ascensor. Cada vez que sufro una sacudida de necesidad, mis piernas devoran escaleras con un frenesí desaforado. A fuerza de repetir el ejercicio varias veces al día ya podría hacer el camino a ciegas. Conozco perfectamente los ladridos del perro del tercero -su intensidad, su espesura marrón, su frecuencia-, el macetero que me sale al encuentro en el rellano del cuarto y que driblo con maestría casi futbolística, el olor a brócoli que impregna el descansillo del quinto y la sonrisa resignada de la señora de la limpieza, a quien siempre sorprendo con el piso recién mojado. Podría reproducirlo todo con una fidelidad perfecta, hasta los diseños de los felpudos que salpican el recorrido. Los primeros días que puse en marcha el experimento contaba las escaleras de una en una, pero en seguida me aburrí y ahora compruebo cuántas escaleras soy capaz de restar engullendo peldaños de dos en dos. Cuando llego al ático resoplo como una olla exprés. A lo mejor no consigo dejar el tabaco, pero se me pondrán unas piernas fantásticas, digo mientras enciendo el pitillo con mano temblorosa. Fumo para curarme la obsesión de Leo, y pienso en Leo para quitarme la obsesión del tabaco. Al final la obsesión se duplica porque una idea me conduce a la otra y no puedo fumar sin dejar de pensar en Leo ni puedo dejar de pensar en Leo sin encender un pitillo. Es un juego perverso: el tabaco, Leo y, entre medias, las escaleras. Cuento las escaleras para simplificar mis pensamientos, pero la cabeza se me llena de números y por la noche mis sueños son desfiles de peldaños que cruzan la vida sin parar nunca, como las escaleras mecánicas de los grandes almacenes. Yo escalo peldaños sin tocarlos, igual que cuando voy por la calle y camino por las aceras tratando de no pisar las rayas de las baldosas. En mis fantasías nocturnas las rayas y los peldaños se reproducen atropelladamente, y cuando me despierto tengo esas imágenes tan enganchadas al cuerpo que me siento hecha de geometrías imposibles. En cuanto tomo el primer café y pongo en marcha los mecanismos de mi consciencia, voy hacia la puerta del piso, y de la puerta a las escaleras, y de las escaleras al tabaco. Rocco baja conmigo hasta el portal, y se me enreda entre las piernas mientras cruzo descansillos, felpudos y cubos con fregonas. La primera dosis de nicotina despierta en mí el recuerdo persistente de Leo. Imagino que me está esperando y empiezo a contar los días que faltan para reunirme con él. Este mediodía, cuando he bajado a buscar el tercer cigarrillo del día, en el buzón he encontrado una carta suya. La he abierto casi sin respirar, con los dedos disparados.

Fidela: como dice el disco que me regalaste, hoy comienzan de nuevo mis noches sin ti. Todavía llevo en el cuerpo la huella latente de tu presencia, el chasquido de los besos, la lumbre de tus muslos, esa espiral de fantasías que construimos para atrapar estrellas, la premonición del huracán y el huracán mismo del orgasmo que jamás he tenido, y luego el dulce cansancio y la luz de tus párpados entreabiertos. Todo lo que hasta el miércoles fue mío, lo sigue siendo pero de otra forma. Porque lo nuestro no es un recuerdo. Igual que montar a caballo no es algo que se recuerda sino que su conocimiento te acompaña siempre aunque ya no cabalgues.

Las palabras de Leo han precipitado en mí una brusca necesidad de él. Me sentía una mujer incompleta, he cogido la cajetilla y, para aliviar mi nerviosismo, he pasado el resto del día fumando como una descosida.

El mar se metió bajo mis faldas. Era verano, y como siempre que era verano, un alborozo de caricias se había apropiado de mi cuerpo. Desde entonces lo he sentido así. El verano se materializaba en sensaciones concretas cuya degustación alcanzaba la magia de un ritual. Tras las pesadillas de los exámenes en el liceo, asociados siempre a un revuelo de golondrinas que cruzaban el cielo del patio delirantes de luz, venía el festival de fin de curso, la despedida con guitarras, el intercambio de direcciones, las lágrimas bobas. Y luego, olvidado ya todo -los exámenes, las guitarras y las lágrimas-, aparecía el pórtico exultante del verano, con un decorado que se abría hacia el horizonte sobre una playa de arena abrasadora donde, año tras año, coincidíamos las mismas gentes, las mismas familias, los mismos adolescentes que crecíamos y nos amábamos y nos odiábamos, las mismos padres que vigilaban nuestro baño desde la orilla y que, siempre a las dos en punto, nos apremiaban a sacudir toallas, cargar bolsas, sombrillas, zapatos, y a iniciar el camino de regreso por un sendero empinado e infernal. De aquellos veranos lo recuerdo todo con minuciosidad: las carreras por llegar los primeros a la ducha, el almuerzo en el porche ante la visión de un jardín siempre sofocado, las siestas acompañadas por el canto amarillo de las cigarras, las carreras de bicicletas o las panzadas de horchata, pero lo que más recuerdo es aquel camino de vuelta a casa desde la playa, siempre con el traje de baño empapado y el salitre pegado a los labios. Podría ahora pasar la lengua por ellos y sentir el sabor caliente y salado con la misma intensidad, porque en aquel sabor están atrapados un caudal de recuerdos a cuya evocación nunca podré sustraerme, aunque los años pasen y los veranos vuelvan a ser un día tan luminosos y ardientes como los de entonces.