Pero el mar se había metido bajo mis faldas y en las piernas me acariciaba una espuma como de cerveza. Muchos otros días habíamos cometido travesuras, pero la de aquella tarde fue especiaclass="underline" el muchacho me retó a bañarme vestida y yo quise ganarle la apuesta. Varias veces he vuelto a bañarme vestida después, siempre intentando alcanzar un destello de aquel placer que estaba más alimentado por la transgresión que por el abrazo del agua y el abrazo del muchacho sobre el abrazo del agua. Pero era un gran placer sin duda, primero el rizo fresco del mar en las piernas, como cosquillas de una mano ascendente y azul, y luego el agua rozando la orilla del vestido y mordiéndola, conquistando poco a poco el tejido hasta que el cuerpo entero se convertía en un traje de agua aplastado a mi silueta. Él reía, voceaba, me incitaba a bucear y a dar volteretas dentro del agua. Lo hice todo para complacerle, o quizás para complacerme a mí misma y demostrar que era capaz de hacer lo que cualquier chico, especialmente si el chico me gustaba como me gustaba él, aunque no fuera de la pandilla y tuviera sobradas razones para sospechar que no lo sería nunca. Ni siquiera se lo había confesado a Loreto. Era un secreto que guardaba bajo la piel del bañador. Él trabajaba en las obras de construcción de uno de los muchos chalés que por aquella época ya habían empezado a romper la armonía de un paisaje poblado de pinos y alcornoques. Era bajito, renegrido, con los ojos picaros y algo descarados. El primer día de conocernos me compró un helado, el segundo me contó chistes verdes y el tercero me llevó a la playa. Jugamos en el agua hasta que se nos arrugó la tarde en los dedos, él escurrió mi vestido, me ayudó a secarme, sacudió la arena de mi pelo y luego propuso que fuéramos en bicicleta a un pueblo cercano donde había uno de los tugurios más celebrados de la comarca. Nunca llegamos al pueblo porque se nos pinchó una rueda, pero bebimos cubatas (entonces se llamaban cuba-libres) y comimos pipas en un bar frecuentado por alemanes de cogote encendido. Pasada la medianoche, cuando regresé a casa, mis padres ya habían dado parte de mi desaparición a la Guardia Civil y los vecinos organizaban batidas para buscarme por las calas próximas. Fue la única vez que padre me pegó. No un bofetón, ni dos ni tres, sino muchos seguidos. Descargó toda su ira en mí y me tuvo castigada en casa lo que quedaba de verano. Al chico sólo volví a verlo una vez, desde lejos. No preguntó por mí ni me hizo llegar ningún mensaje. Aunque entonces aún desconocía cómo puede degradar el sufrimiento, me dolió su indiferencia y estuve sin probar bocado varios días. Pasaba las horas muertas en el porche, exhibiendo mi contrariedad y leyendo las revistas musicales que me ofrecía Loreto. Con aquella primera aventura juvenil nació seguramente el lado más oscuro de mi vida, la atracción por los chicos difíciles y una vaga pero irreprimible tendencia a la morbosidad. Tenía entonces quince años, alguno menos de los que tiene ahora Marius, y me peleaba mucho con madre a cuenta de los horarios nocturnos. Nunca he llegado a saber si mis travesuras la hicieron sufrir a ella tanto como sufro yo ahora cuando Marius desaparece de la circulación y no se molesta en llamar por teléfono para avisarme de su tardanza., Ventura tiene un talante distinto, no se muerde las uñas, no sufre ataques de ansiedad, no consulta el reloj cada cinco minutos, no se pone en lo peor, no tiene ganas de precipitarse sobre el teléfono para llamar a todos los hospitales de la ciudad, no maldice las motos, no jura en arameo y no se queda despierto haciendo crucigramas hasta el alba, mientras el miedo revienta en las sienes confundido con el latido de la noche.
Remar hacia atrás. Oigo el ruido del ascensor que sube por mi cuerpo y atraviesa el hígado, la tripa, las costillas, el cuello, así hasta coronar la cabeza, donde queda suspendido como un interrogante. Esta vez tiene que ser Marius. No me atrevo a deslizar siquiera el bolígrafo sobre el papel y cuento los segundos con una incontenible emoción de esperanza. Si Marius supiera cómo me inquietan estas esperas trataría de enmendarse. Mierda: el ascensor se ha detenido un piso más abajo, escucho el golpe seco de las puertas que se abren, luego un silencio y otra vez las puertas que se cierran. Remar hacia atrás. Los crucigramas consuelan mi agobio. En cuanto oiga el chasquido de la llave en la cerradura alargaré mi brazo hacia la lámpara y apagaré la luz, porque Marius se enfada si sabe que estoy esperándolo. No me basta con sufrir, además tengo que disimular, hacerme la fuerte, fingir que duermo y que no deseo levantarme para descubrir en su aliento un rastro de vino con coca-cola. Decreto del sultán. Pobre Marius. Él ignora que mi ansiedad está cimentada en muchas ansiedades anteriores. Pero no puedo remediarlo, su insensatez me perturba, seguro que en estos momentos viaja de paquete en la moto de alguno de sus amigos, lo imagino sin casco, con la cazadora abierta, la camiseta deslavazada y el aire fresco azotando sus frágiles pulmones. Decreto del sultán: Irade. No debería permitir que los fantasmas arruinen mi espera. Al fin y al cabo hay miles de chicos en sus mismas condiciones, chicos que viajan sin casco en una moto, que se arremolinan en los abrevaderos nocturnos o están de pie en las aceras, con el lomo adosado al capó de un coche. Muy importante para Oscar Wilde: Ernesto. Chicos con el mismo uniforme de Marius, idéntica cazadora, una camiseta de algodón asomando por debajo de la cazadora, la camiseta interior asomando a su vez por debajo de la camiseta que asoma por debajo de la cazadora, el corte de pelo al uno y unos zapatos de suela gruesa que al contacto con el parquet producen un sonido como de tambor de semana santa. Me costaría distinguir a Marius entre un millón de chicos. Miento: lo reconocería por las orejas, que se le distancian del cráneo con una fuerza cómica. Es en lo único que se parece a mí. En las orejas. De bebé le ponía esparadrapos con el fin de pegárselas, y aunque el pediatra me aconsejaba que durmiera boca abajo para facilitar la expulsión de las flemas, yo siempre lo ponía de lado a ver si así lograba plancharle las orejas un poco. Esclavos de los lacedemonios: ilotas. Según le fueron creciendo se le desplegaron como alas de mariposa. Y ahora es como es: alto, flojo de remos, con la cabeza más bien menuda y esas orejas desproporcionadas, sin rizo en el borde. Pueblo cántabro musical. Sus ojos, en cambio, son bonitos, de un color entre violeta y gris que puede alcanzar otras tonalidades según la luz. Un color irrepetible que no halla antecedentes en nadie de mi familia ni de la familia de Ventura. Porque Ventura los tiene marrones, como yo y como todo el mundo que tiene los ojos marrones. Pueblo cántabro musicaclass="underline" Laredo. En las facciones sí se parecen un poco, sobre todo en el cuarto inferior del rostro, la parte que va de la nariz a la boca. Su rictus de permanente desdén es calcado, a veces pienso que ha sido Ventura quien lo ha sacado de Marius y no al revés, porque las leyes genéticas seguro que alguna vez hacen recorridos inversos. Eso debería investigarse. Indio de Tierra del Fuego. Ventura produce efectos miméticos en Marius, pero también adquiere con el tiempo cosas de él, hasta el punto de que a menudo yo misma me pregunto dónde empieza uno y termina otro. Indio de Tierra del Fuego: ona. Pero son las tres y sigue sin aparecer. Quizás no fue buena idea llevarlo al liceo para continuar la tradición familiar. Marius necesita un seguimiento riguroso, y en el liceo apenas dan cuenta de sus desmarques. Cambialo al San Antonio María Claret, me aconsejó un día Coro, la mujer de un compañero de Ventura. Es genial para los niños difíciles, remató. ¿Difíciles?, ¿quién había hablado de niños difíciles?, ¿por qué presuponía Coro que Marius era un niño difícil? Algo se me revolvió en el estómago y lo que resultó de sus palabras fue una dificultad mayor: la de llegar a un entendimiento. Estábamos cenando los cuatro, Ventura y yo, Coro y el otro. Desde que me llevé a la boca la primera croqueta del aperitivo ella no paró de elogiar las habilidades de sus hijos, las matemáticas de uno y las copas de natación del otro, la gimnasia rítmica de la chica y los viajes a los Estados Unidos de todos. Me callé. Qué otra cosa podía esperar de una mujer con mechas rubias que lucía pulseritas de oro a juego con la cadena del reloj. Cuando estábamos terminando la ventresca no pude aguantar más y dije lo que no tenía que decir. Salió de mi boca sin pensarlo, como una letanía que se recita todos los días. Hablé de los niños listos sin capacidad de rebeldía y de los padres acomodados que fabrican niños listos sin capacidad de rebeldía. Ventura no hizo nada por neutralizar la tensión y los profiteroles me cayeron como obuses.