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Al llegar a casa encontré a Marius grabando compacts con dos amigos. Estaban todos tumbados en la alfombra del salón, descalzos, y sobre el olor a pies habían elaborado una improvisada gastronomía de patatas con ketchup. Marius y sus amigos se reunían para preparar los exámenes, pero raramente estudiaban. Preferían grabar discos, comer y quitarse la palabra con los últimos acontecimientos deportivos. Me fui directa a la cadena de música y bajé el volumen. Coro tenía razón, pero yo no pensaba dársela nunca. Licor orientaclass="underline" Arac.

Son casi las cuatro de la mañana y Marius me preocupa. El ascensor se ha parado de nuevo en otro piso. Hombre desastrado: Adán. Creo que de un momento a otro voy a volverme loca. Prometo que si Marius regresa dentro de ese ruido sostenido que ahora trepa por mis oídos, mañana daré gracias al dios que le protege.

Un azote de emoción me ha golpeado el rostro. De todos los olores que he percibido a lo largo de mi vida, éste es el que más capacidad de evocación encierra. En él reconozco muchas sensaciones archivadas en el álbum de los años. Es una ráfaga plural hecha de múltiples ráfagas pequeñas: el olor de las almendras amargas mezclado con algo ajeno que no logro descifrar, quizás la madera del sicómoro, el borotalco, la resina, los humores de una planta exótica que sólo tiene nombre en latín. Todo está contenido en un simple frasco de aceite de baño cuyo nombre había olvidado y que durante años he buscado insistentemente con la punta de la nariz. Es ahora, al encontrarlo en una vieja droguería, cuando recupero la impresión de un amor que está a punto de diluirse. El aceite me lo regaló Ventura al poco de conocernos y permaneció en la repisa del cuarto de baño hasta nuestra primera discusión. A través de la memoria olfativa he sentido de nuevo el impacto de los celos, ese arañazo que me rasgaba el estómago cuando, de recién casada, sorprendía a Ventura mirando de reojo a otra mujer y creía que me traicionaba. Sin embargo, la evocación de los sentimientos adquiere, después del tiempo, un extraño toque de ingravidez. Ahora me siento como de corcho y hasta pienso que estoy reviviendo sensaciones ajenas. Aquellos celos tienen hoy la suavidad de la espuma que se desliza hacia el sur de la bañera mientras pienso y dormito, o dormito y pienso, con todo el peso del cuerpo en el agua. Ya no cumplo veinte años, ya no soy tan posesiva, los celos ya no me rompen el estómago y ya no confundo mis pasiones con mis ideas.

Me gusta reconocerme en los olores lejanos y suelo hacer muchos experimentos para poner a prueba la memoria. Esta vez ha sucedido con el aceite de baño. Yo siempre practico un gran ritual a la hora del baño. Preparo el agua como si fuera a condimentar una paella, le echo un poco de aquí y un poco de allá, cuarto de sales, cuarto de gel, unas bolitas de aceite, jabón perfumado, y cuando están todos los ingredientes bien mezclados, meto un pie, controlo la temperatura y sumerjo el cuerpo poco a poco hasta quedarme en posición horizontal, con el borde del agua rozándome el mentón, como si estuviera en una cama de agua. Entonces siento la caricia de un placer sólo comparable al placer de la meada en mitad de la noche, cuando la vejiga te oprime los sueños y tienes que salir corriendo hacia el váter para aliviarte. El baño es relajante como una larguísima meada. Podría estar tumbada así durante horas, pero el agua se enfría, o me requiere Ventura, o deseo redondear el placer fumando un cigarrillo y caigo en la cuenta de que me falta un cenicero. Hago contorsionismo con el cuerpo para alcanzar un viejo cuenco de cristal que hay en una balda, emerjo de entre las aguas como una sirena, con los pegotes de espuma adheridos al cuerpo, pero el tacto resbaloso del aceite chirría en el mármol y cuando quiero darme cuenta ya estoy en el suelo, la cadera se me ha estampado en las baldosas y yo me veo en el hospital vestida de escayola entre un andamiaje de hierros y ortopedias. Grito y llamo a Ventura, reniego, gimo, hasta que al fin aparece y me riñe por enredar tanto. Afortunadamente sólo ha sido un susto y logro incorporarme sin su ayuda. El espejo se ha llenado de vaho, mi cara no existe, todo está impregnado de calor mezclado con aceite, ciño entonces la toalla a mi cintura y, cuando Ventura se marcha, me acerco al espejo y escribo con la punta del dedo: cabrón.

De nuevo en la bañera, deslizo la esponja por mis brazos, juego con las nubes de espuma que me rodean los pechos, contemplo mis dedos arrugados y entorno los párpados para concentrarme en una canción que reproduce el cssette. Siempre llevo a Phil Collins al baño. Pongo la cinta donde he grabado muchas veces seguidas la misma canción y me atormento escuchándola. Es mi soniquete preferido. Una canción puede durarme dos temporadas, algunas veces más. Esta que suena ahora me trae a la memoria la presencia de Leo, esa firmeza silenciosa que tanto necesito. Extraño su compañía, la mano que se deposita en mi cuerpo y lo dispara. «Me llamas desde la habitación de tu hotel, en medio de un romance con alguien que has conocido, y me dices que sentiste abandonarme tan pronto», canta Phil Collins. «Y que me echas en falta a veces cuando estás sola», continúa. Eso es lo que quiero yo también, saber que Leo me echa en falta cuando está solo. Tengo la cabeza marronosa, la boca seca, los dedos fruncidos, la nuca mojada. La espuma se ha desinflado y entre el agua puedo ver la lisura de mis muslos abiertos y el paisaje del vientre arañado por la cicatriz de la cesárea. Recorro con el dedo la vieja costura y vuelven a mi cabeza las definitivas imágenes del primer encuentro con Leo, cuando germinó la adicción a su cuerpo. «No tienes derecho a preguntarme cómo me siento, no tienes derecho a hablarme tan dulcemente», añade Phil Collins. Siento la pereza adherida a la piel, ni siquiera soy capaz de incorporarme y tirar del tapón para que el sumidero empiece a engullir el agua. «No podemos continuar reteniendo el tiempo, desde ahora seguiremos viviendo vidas separadas.» Me pesa la cabeza, o más bien las pesadillas que golpean mi cabeza, no logro eludirlas, me vienen cuando menos lo espero porque ya forman parte de mí. Leo está agazapado detrás de Phil Collins; creo que Phil Collins vivió en su alma cuando compuso la canción. «No hay posibilidad de acuerdo, desde ahora seguiremos viviendo vidas separadas.» Yo no creo en las premoniciones. «Me dices cómo sentiste abandonarme tan pronto y me echas en falta a veces.»

Pero no es verdad. Leo no me ha abandonado.

El primer trabajo resultó literalmente bíblico, es decir, sudoroso, y no me fue otorgado por mi cara bonita, ni por mi incuestionable talento -que, dicho sea de paso, han cuestionado a menudo los distintos jefes a cuyas órdenes he servido-, sino por la mediación de padre, amigo de un fabricante de muebles que merodeaba en la órbita política y había montado un gabinete con el fin de organizar su estratégico ascenso al poder. Llevaba un año vagando en casa y preguntándome cuándo fructificaría alguna de aquellas solicitudes que rellenaba para entrar en una empresa de fuste. Me había licenciado en psicología con notas aceptables, y aparentemente reunía las condiciones para ejercer un trabajo con cierta desenvoltura, pero en todas las entrevistas me tumbaban los propios psicólogos; algo había en mí que no era de su agrado, tal vez el carácter hosco, o la forma de vestir, demasiado agresiva para la época -entonces usaba faldas mucho más cortas y llevaba una melena tan agresiva y disparada que todo el mundo me emparentaba con el mismísimo león de la Metro-, o el desdén con que me enfrentaba a mis examinadores, aunque quizás la única razón cierta fuera mi falta de experiencia, que a la postre se convertía en el obstáculo definitivo para empezar a adquirirla.