En aquellos meses de espera lo único que cuajó fue un anuncio en una revista ofreciéndome a escribir cartas de amor por encargo. Firmé Amadora y di el teléfono de Charo, pues me avergonzaba contarlo en casa, donde siempre se habían reído de mis cursis habilidades literarias. En varios meses me salieron cuatro encargos, es decir, cuatro cartas, ninguna de ellas digna de pasar a la historia ni como apéndice de un culebrón. El día que padre me sugirió la posibilidad de hablar con su viejo amigo acepté sin protestar, sabedora de que por mis propios méritos nunca llegaría a ninguna parte. Mis compañeros de universidad ya habían empezado a colocarse con mejor o peor suerte, y yo quería salir del atolladero en que me encontraba para no escuchar las quejas familiares, en especial las quejas de madre, empeñada en que ocupara mi ociosidad con clases de piano. Pero yo no quería saber nada del piano, nunca había querido, de niña me dormía sobre el teclado y aunque la persistencia de mis profesores logró familiarizarme con la música, no estaba dispuesta a terminar la carrera por seguir la tradición familiar. Yo quería trabajar, ganar un dinero, irme de casa, compartir un apartamento con algunos de mis compañeros ya independizados y, sobre todo, tener relaciones sentimentales sin necesidad de dar explicaciones a nadie. Padre lo sabía -acaso también lo comprendía-, y por eso me facilitó el salto.
Entramos varias personas en la misma remesa. Todas jóvenes, y supongo que, como yo, todas con una recomendación a sus espaldas. No teníamos un cometido específico, o no más específico que el de cualquier secretaria: recortábamos periódicos, escribíamos cartas, confeccionábamos dossieres, establecíamos citas con asociaciones de vecinos y acompañábamos al jefe en sus actos públicos, que no eran propiamente políticos sino más bien comerciales, pues la última motivación de aquel hombre de mostachos afilados era ampliar las redes de su negocio y vender más muebles. Trabajábamos en un garito oscuro, situado en la planta baja de un gran almacén presidido por un garito mayor desde donde el prócer lo controlaba todo: el trajín de los ascensoristas, la eficacia de las cajeras o nuestra aplicación bajo los focos. Bien instalado en su puesto de mando, aquel hombre ejercía el poder de forma totalitaria. Si alguna vez nos necesitaba, pulsaba un botón e inmediatamente una bombilla se iluminaba sobre nuestras cabezas. Había días en que tu bombilla se iluminaba tantas veces que creías volverte loca, subías y bajabas escaleras dando tropezones, entrabas en su despacho resoplando, temblona de piernas, dispuesta a escuchar una bronca con cualquier pretexto. Él no necesitaba sentirse contrariado para gritar: había en su voz y en sus modos un tono permanente de mal humor, como si tuviera una úlcera en estado rabioso. No he de hacer esfuerzos para recordar que jamás brotó de sus labios una palabra amable o una sonrisa de agradecimiento. Él era así, mandaba por mandar, refunfuñaba sin descanso y pulsaba convulsivamente los timbres para tener a todo el mundo a su disposición.
Fue una época en la que lamenté mucho mi suerte. Madrugaba para ir a trabajar, hacía trasbordo de autobuses, almorzaba en una cafetería de platos combinados, regresaba a casa agotada y me acostaba pronto para volver a madrugar. Unida conmigo en la desgracia estaba Elsa, alta y desgarrada, de andares quebrados, que se convirtió en mi guía espiritual durante los meses que hube de soportar aquel irritante trabajo. Compartíamos mesa y bombilla. Elsa no era novata y sufría menos desgaste psíquico que yo; apenas se inquietaba y encajaba el rosario de desdichas laborales con una resignación que rozaba el cinismo. Intercambiamos nuestras confidencias en aquellos inapetentes almuerzos, bajo los párpados de un toldo que nos protegía de los primeros calores de la temporada. Ella hablaba de Cesare Pavese y yo comía calamares a la romana. Repetíamos los almuerzos, las conversaciones, las sobremesas. Me convertí así en la chica de los calamares, apodo que me adjudicaron los camareros del local y que sigue utilizando ella cada vez que me escribe desde los Estados Unidos, donde contrajo matrimonio y ahora ejerce de madre de familia. Aquella interesante mujer dirigía mi vida sentimental con una maestría admirable, conocía todos los guiños de la conquista y trazaba los planes de mis actuaciones sin dejar nada a la improvisación. Salía yo en aquellos meses con un mediocre pintor que me proporcionó las primeras alegrías corporales -tres años antes había suprimido mi virginidad con la colaboración de un compañero de clase, pero eso lo recuerdo como un simple trámite ambulatorio, algo parecido a una vacuna- y a quien debo algunas emociones que permanecen intactas en mi memoria: los revolcones en el suelo de su estudio, esquivando siempre frascos de aguarrás y trapos manchados de óleo, viajes de fin de semana en un coche de segunda mano que amenazaba con desintegrarse, y tardes interminables de domingo sentados en un antiguo café desde el que recorríamos el mundo con un mapa entre las manos.
Poco a poco empecé a desgajarme de la familia, primero con la excusa de viajar, después para dormir en casa de Elsa y al fin para emanciparme. Cuando me fui de casa ya no guardaba nada en ella: mis pertenencias habían salido antes que yo; sólo tuve que coger el cepillo de dientes y despedirme, o ni siquiera eso: salí como cualquier otro día, y Loreto lo agradeció porque se quedó todo el cuarto para ella. Con Elsa adquirí muchos conocimientos domésticos, aprendí a cocinar, me inicié en los rudimentos de la cultura naturista y en la música gregoriana, cuyos lánguidos lamentos sonaban a todas horas en la alta fidelidad. El pintor se diluyó precisamente a los acordes del Veni Creator. Salió de mi vida como yo de mi familia, sin hacer ruido. Todo empezó entonces de nuevo, aunque quizás no fuera un principio sino una continuación natural de los acontecimientos, pero mi vida cambió de rumbo y gracias a Elsa establecí contactos que habrían de llevarme al trabajo que todavía hoy mantengo y del que no puedo renegar porque me proporciona interesantes beneficios: la redacción de folletos y catálogos. Elsa se casó pronto, pero yo siempre le agradeceré que encarrilara mis pasos.
Siempre había pensado que si alguna vez me separaba de Ventura sólo me llevaría el cuadro de las espigas. Es lo único que tenía cuando me casé y lo único que quisiera llevarme cuando me descase. Mi corazón siempre ha bailado con las espigas de este cuadro que adquirí al ganar mi primer sueldo. En realidad no es un cuadro sino una copia de otra copia, pero en sus colores están contenidos todos los vaivenes emocionales que he sufrido en los veinte años de mi última existencia, el entusiasmo, los nervios, el amor innecesario, la ternura y, al fin, esa desazón que se ha apoderado de mí y que me hace sentir como si tuviera el cuerpo burbujeando en alka-seltzer. Mis espacios vitales dejan poco a poco de pertenecerme. Sólo me quedan pequeñas reliquias, souvenirs de un pasado que deseo echar fuera para contemplarlo con distanciamiento. El mar de espigas se abre ante mis ojos como el futuro, limpio, dorado, inmenso como un abrazo. En la línea del horizonte me espera Leo y yo camino hacia él mecida por las espigas. Juntos hemos urdido la escapada y nada podrá retenerme. Repitiendo una vieja escena, volveré a marcharme en silencio. Marius cumple pronto la mayoría de edad y Ventura no lamentará mi ausencia; hará como Loreto: suspirará aliviado al saberse con todo el cuarto para él solo; tal vez ni siquiera me dedique un pensamiento en la noche, cuando levante la mirada hacia esas cejas de escayola que coronan el techo y recuerde una de nuestras primeras discusiones matrimoniales, él defendiendo las paredes sobrias y yo, más barroca, imponiendo el remate de escayola porque así me lo dictaba mi capricho.